Delicias y sufrimientos de los cines
De aquellas salas incómodas del pasado, pero entrañables, a éstas, modernas y llenas de... ¿confort?
Habrán sido todo lo incómodos que ustedes quieran, pero, ¿quién no tiene entre sus recuerdos más preciados una estampa entrañable de algún viejo y querido cine de barrio?
¿Se acuerdan?: butacas rígidas para espaldas y asentaderas estoicas; todas las filas dispuestas en un mismo nivel, cuestión de que el de adelante tapara perfectamente al de atrás; ventiladores abominables que echaban bocanadas huracanadas de aire caliente en verano y calefactores insuficientes en invierno que no aliviaban la gelidez siberiana de la sala; proyectores a pedal que "vibraban" la proyección en lo mejor de la película; ese crujiente piso de madera con chicles pegados ennegrecidos por las pisadas y que hacíamos tronar, cual estampida de mamuts, si acaso la proyección se demoraba o se interrumpía en el momento más inoportuno. La pantalla sucia y remendada; el consabido gato de agigantada sombra que se paseaba fatuamente por delante; el sonido opaco e indescifrable. Los silbidos, trompetillas y otras onomatopeyas y chistes cómplices encadenados a viva voz de una punta a la otra de la sala y silenciados por la luz represora del acomodador, buscando sacar afuera a los cabecillas de esas inocentes revueltas.
En esa precariedad, sin embargo, de desteñido blanco y negro o rabioso technicolor éramos tan felices como en la ficción de "Cinema Paradiso".
Quizás entonces encontrábamos razones mucho más profundas para la alegría y la incomodidad era apenas un detalle superfluo sin mayor importancia.
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Extraño: ahora que estamos tan malcriados por el confort epidérmico hasta en sus detalles más nimios a la hora de ir al cine, no obstante, mucha de aquella magia se perdió por algún vericueto del pasado. Porque así es el tiempo en su eterno transcurrir desenfrenado: otorga cosas y quita otras.
Aquellos enormes galpones fueron cerrando o mutando a bailables, garajes o iglesias de variadísimos credos.
Algunos resistieron más que otros -el Capitol, el Grand Splendid, el América, etc.-, pero como los últimos dinosaurios, terminaron sucumbiendo ante nuevos "especímenes" cuya supervivencia amenaza ser más fugaz todavía, a saber:
- Los cines individuales, que incluyen dos o más salas (Atlas Santa Fe, Metro, etc.) y cuyas asistencias distan mucho de las que supieron tener en sus buenas épocas, y
- Los cines de los shoppings, todavía atractivos, porque se inscriben dentro de una propuesta más abarcadora de esparcimiento y consumo pero que, aun así, tienen públicos espasmódicos que tan pronto aparecen como se retiran (fenómeno que se observa en Patio Bullrich, por ejemplo).
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¿Esto supone que el cinéfilo es un animal en vías de extinción?
Para nada: nómade, curiosa e inconstante por naturaleza, aun sin ponerse de acuerdo -no podría hacerlo-, la concurrencia ha migrado hacia un nuevo entorno que, por el momento, parece calzarle como un guante.
Las verdaderas estrellas, desde un tiempo a esta parte, en el firmamento local de la cinematografía y que cuentan con el más fervoroso aval popular son, ni falta hace decirlo, los modernos y confortables complejos de multicine (Village, Hoyts, Cinemark).
Sus ventajas parecen imbatibles: sillones mullidos y reclinables, filas dispuestas en perfecta escalera para que ninguna cabeza tape al de atrás, imagen y sonido impecables y -he aquí el principal secreto de su éxito- una oferta bien nutrida de títulos y horarios, cosa que si no se consiguen entradas para una película, uno no se quede con las ganas como un paria dando vueltas sin sentido tal como nos sucedía en el pasado, sino que en cuestión de minutos pueda optar por ver otra en la sala de al lado. Y no sólo eso: bajo el mismo techo, la incomparable posibilidad de tomar y comer algo antes, durante o después de la función.
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Reconocidas que fueron sus principales virtudes, ahora vamos por las contras de los bonitos complejos de cine:
Las colas infames: se arman cuellos de botella en las boleterías por más vendedores que pongan. Cierto es que incentivan la compra anticipada y por teléfono de las entradas, pero el público hasta ahora prefiere arracimarse todo junto en los horarios pico y las esperas se vuelven fatales.
¿Dónde queda mi asiento?: "J12", "L4" o "K8". ¿Batalla naval?: de ningún modo, se trata de su ubicación. Recuerde que éste es un autoservicio y deberá ingeniárselas solito para encontrar el asiento que le han asignado. Ahora, imagínese que si no le será fácil descubrir su butaca con las luces prendidas, cuánto más se le complicará la búsqueda cuando la proyección ya arrancó. No lo dude: vaya y consígase algún acomodador... antes de que se extingan del todo.
Sonido Dolby: está bárbaro que tengan asombrosos equipos de audio para que no nos perdamos ni el más mínimo aleteo de una leve mariposa. Pero, si no es mucho pedir, ¿no sería posible que en la demostración inicial que hacen durante los cortos previos al film buscaran alguna alternativa que no pase siempre por destrozarnos los tímpanos con esos aviones y locomotoras ensordecedores?
Tema "popcorn" y gaseosas: antes los llamábamos pochoclo y los comíamos en el zoológico o al lado de alguna calesita, pero estas cadenas de cine extranjeras -que operan como una suerte de McDonald´s del entretenimiento- están resueltas a demostrarnos las bondades de englutirlos de a toneladas en baldes interminables en la oscuridad de la sala. Y, por supuesto, para pasarlos mejor, incentivan a acompañarlos con nuestra gaseosa preferida (cada butaca, por eso, cuenta con una agarradera para que el vaso descanse cuando no lo usamos). El tema es que tal banquete, que muchos llevan gustosos a las salas, termina desatando un fastidioso batifondo de manos revolviendo pochoclos (perdón, popcorn), mandíbulas batientes y sorbos -que se suman a los exasperantes papelitos de caramelos que siempre nos torturaron-, no importa cuánta concentración demande la película que se esté viendo.
Tiranosaurio en la pieza de al lado: supóngase que usted se siente transportado por una escena de amor increíble donde sobran las palabras, porque los actores y el director han logrado una composición sutil de miradas y atmósferas sugerentes. De pronto, usted se sobresalta: siente una extraña vibración en su cuerpo y piensa si le habrá caído mal la comida. A lo lejos, pero no tan lejos, escucha estruendos intermitentes. ¡Exacto!: el Sonido Dolby es tan pero tan bueno que... ¡atraviesa las paredes de las salas! Téngalo en cuenta para la próxima: si en la sala contigua a la suya dan películas de monstruos o de guerra, huya.
¡Apagá la luz!: no es una pista de aeropuerto, pero se le parece: lucecitas en el piso, lucecitas en las paredes, lucecitas atrás y lucecitas adelante. Si le toca al lado de un pasillo y la película es mala, hágame caso: llévese un libro y léalo mientras termina sus popcorn y gaseosa.
Lo atamo con alambre: la convertibilidad nos legó, entre otras delicias, estos cines tan bien equipados como los mejores del Primer Mundo, del que, según Carlos Menem, formábamos parte. Pero el actual aislamiento de la Argentina, los prohibitivos insumos dolarizados y el consumo deprimido perjudicarán a la larga el óptimo mantenimiento de todo tipo de actividades, incluida ésta. Por de pronto, algunas de las confortables butacas reclinables han comenzado a chillar (agregando un nuevo "instrumento" al concierto de popcorn y sorbos).
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Antes en los cines estábamos incómodos, pero felices. Ahora que ya no somos tan felices, ¿estamos, por lo menos, realmente cómodos en estos cines de última generación?
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