El barbero de Sevilla y la fascinante alegría de vivir
Si hay una obra a la que la personalidad avasallante, pletórica, de Rossini la inunda hasta en sus más íntimos pliegues, es El b arbero de Sevilla , que el Teatro Colón ha incluido en su temporada 2014. Ese perfil del músico se manifiesta ante todo en el ritmo de la partitura, cuya vivacidad transmite una extraordinaria alegría de vivir. Pareciera fácil lograrlo a través de una escritura musical de fascinante ligereza y simplicidad, fundada sobre la restauración de un sencillo contrapunto, de equilibrada simetría. Pero para dominar esa espontaneidad y sencillez que creemos encontrar, hay que haber nacido con ese duende, y en el momento oportuno en que sus recursos de composición se encontraban donde debían estar. Ni antes ni después, en toda la historia de la música.
Uno de los recursos habituales que Rossini dominaba como pocos consistía en la repetición de palabras y de sílabas, a las cuales sometía a sus requerimientos sonoros. A través de este proceso lograba una dimensión expresiva y musical insospechada, al punto de convertir esos logros en una verdadera marca de fábrica.
Está probado que Rossini tenía conciencia pleno de ello, porque si bien nunca alcanzó la dimensión de los grandes teóricos de la composición, tampoco fue un intuitivo. Afortunadamente dejó relato de sus hallazgos, porque tuvo ideas agudas y precisas sobre los elementos de la música y el melodrama. A nadie puede extrañar que su apología del ritmo haya sido el resultado de convicciones firmes. "En el ritmo escribió está la expresión musical; en el ritmo se halla toda la potencia de la música", aseguró con total convicción, mientras daba a cada elemento del lenguaje operística su propia dimensión. Ante todo valoraba al "instrumento", es decir a la voz, "que es el Stradivarius del que dispone cada cantante dentro de su cuerpo". Luego acudía a la técnica, es decir a los medios para servirse de ella. Y por último, reconocía que el "estilo" es el resultado del gusto del sentimiento del creador. No tenía la menor duda de que el bel canto tiene por objeto el deleite y la expresión de las pasiones.
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Un solo momento de la obra, un único personaje, es capaz de dar la medida formidable de este mundo rossiniano. Uno entre varios: la cavatina de Fígaro, en el primer acto, "Largo al factótum". No desperdicia, por el contrario, sobrevalora Rossini a ese personaje clave en el original de Beaumarchais, llevado a la escena musical para representar a esa clase que asciende, de manera arrolladora, con la Revolución Francesa. Seguro de sí mismo, Fígaro traduce la autovaloración de la que hace gala el personaje a través de saltos de quinta y octavas, justamente los grados más robustos de la tonalidad. Si a ello se suma el ritmo martillado de octavas repetidas y el crescendo (marca de fábrica de Rossini), articulado sobre aquellos mismos intervalos, es posible entender por qué caminos lograba el autor diseñar la condición de un personaje o el sentido parcial y total de una escena.
Maravillas como ésta se suceden en el curso de toda la ópera, que nos espera en el escenario del Colón a partir del 29 de abril próximo.