El cartonero es la estrella
Si algo sabe hacer la industria cinematográfica de Hollywood es jugar el juego de las estrellas. Tradicionalmente considerada como una usina de sueños, su mayor logro no es quizás el de fabricar ese mundo de fantasías, sino el de saber venderlo en el mercado internacional. Las estrategias del marketing son múltiples, pero todas convergen en un punto: instalar a las estrellas en el Olimpo, tornarlas un objeto de deseo para las grandes mayorías y mantenerlas lo suficientemente lejos de la tierra como para que muchos sueñen con rozarlas con la punta de los dedos.
Otro paso obligado en la tarea de colocar a las superstars en el mercado es el de acercarlas, un poco y cada tanto, al reino de este mundo. A la hora de realizar esa tarea de dirección doble, a Hollywood no se le escapa que la televisión es una aliada indispensable.
La ceremonia anual del Oscar es, tal vez, la ocasión en que mejor y más claramente se manifiestan los frutos de esa dupla imparable. Por un lado, la industria del cine norteamericano celebrando su fiesta familiar, autocongratulándose por existir, divirtiéndose con los chistes autorreferenciales. Por el otro, la televisión haciendo las veces de una vidriera de largo alcance; el escaparate privilegiado donde Hollywood exhibe su lluvia de estrellas nacidas para seducir.
Si la factoría del cine tiene en los Estados Unidos la habilidad de convertir a los actores en productos de marca registrada, y la destreza de insertarlos en la vida cotidiana de los ciudadanos del mundo globalizado, la TV tiene la ventaja de entregar esa fauna de celebridades en el domicilio del consumidor. Si la ceremonia de entrega de las estatuillas es para la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood una oportunidad de aplaudir las propias ocurrencias anuales, la TV es el nexo ideal entre esa fiesta para elegidos y las multitudes deseosas de echarle un vistazo a ese mundillo de glamour, chismes y sonrisas diplomáticas. La televisión es el gran ojo de la cerradura por el que, al menos una vez al año, millones de seres como uno espían a un puñado de estrellas que reinan allí, tan lejos y tan cerca, en el imperio del neón y el celuloide.
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En la entrega de los premios Oscar del domingo último, ese doble juego entre el cielo hollywoodense y la tierra televisiva tuvo un ingrediente excepcional y simbólico:la presencia de Willie Fulgear, apenas un hombre como cualquiera, sentado junto a las megaestrellas; aludido por el maestro de ceremonia Billy Crystal desde el escenario; vestido de un modo que nada tenía que envidiarle a su ídolo artístico, Denzel Washington.
La industria del show business demostró una vez más que ella es capaz de convertir en espectáculo todo lo que se le pone en el camino. En el principio fue un hecho inquietante: la desaparición de 55 estatuillas pocos días antes de la ceremonia. Con su recuperación, llegó el toque espectacular. El cartonero Willie Fulgear encontró el botín. Hollywood decidió que debía nacer una estrella: le puso cincuenta mil agradecidos dólares en el bolsillo y le reservó un asiento en la platea de la endogámica familia de las estrellas. Pero faltaba que la TV registrara la presencia de Fulgear en la ceremonia y que lanzara esa imagen al mundo entero. El mensaje llegó a destino: si Hollywood se lo propone, cualquiera puede ser una estrella.
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