Dramedy, el género preferido del cine y la TV
Algunos de los films y las series más interesantes de la temporada, como La gran apuesta y Transparent, son una combinación entre el drama y la comedia, llamada dramedy
Llorar de risa o de tristeza. En apenas una escena, las lágrimas pueden cambiar de signo. Como sucede en la vida real, últimamente las ficciones cinematográficas y televisivas cuando se trata de géneros eligen los grises y la flexibilidad antes que los límites estancos.
Así, dos de las películas más destacadas de la temporada, La gran apuesta (estrenada ayer) y Joy: el nombre del éxito (llega el jueves próximo) coquetean entre el drama y la comedia sin decidirse por ninguna. En inglés, a esa mezcla le dicen dramedy, el matrimonio bastante feliz entre el drama y la comedia. En castellano nos empeñamos en tildarlas, erroneamente, como comedias dramáticas, poniendo el acento en uno de los términos del binomio.
La TV hace tiempo ya probó el estilo que a veces confunde hasta a los expertos. ¿Son Orange is the New Black y Transparent, ficciones de humor o dramáticas? ¿En qué casillero hay que ponerlas a la hora de los premios?
La respuesta en el caso de ambos ciclos creados por plataformas de streaming (Netflix y Amazon, respectivamente) siempre es la comedia, aunque sus tramas se inclinen hacia el otro lado de la balanza y sus temas, coyunturales y trascendentes, tiendan hacia el otro lado. Que sean además dos de las mejores series actuales contribuye a que su género mixto se reproduzca en todo el campo audiovisual. Incluso hasta alcanzar lugares sorprendentes. Como el más reciente film de Steven Spielberg: Puente de espías.
La intriga internacional que transcurre durante el punto más álgido de la Guerra Fría se toma muy en serio la reconstrucción de época y los conflictos políticos y personales de sus personajes, y sin embargo, gracias a la participación de los hermanos Ethan y Joel Coen en el guión, la comedia -en la peculiar forma que la entienden los directores de Fargo- se cuela por la ventana.
El caso de La gran apuesta y Joy: el nombre del éxito, la conexión con el humor es mucho más directa. La primera fue dirigida por Adam McKay, uno de los creadores más interesantes de la nueva comedia americana, y está protagonizada por Steve Carell, una de sus caras más reconocibles. Así, entre complejas explicaciones bursátiles y enrevesadas revelaciones sobre la economía de los Estados Unidos, el guión aprovecha al máximo lo absurdo y dantesco del derrumbe del capitalismo mostrado en escenas que dan risa aunque sean para llorar. Ayuda, claro, un elenco en el que además del talentoso Carell, nacido en la comedia, pero ya con una amplia trayectoria en el drama, aparecen Ryan Gosling, Rafe Spall, Hamish Linklater, Jeremy Strong y hasta Brad Pitt empeñado en convencer que también puede con el humor. A Christian Bale, siempre intenso, le toca jugar los costados más deprimentes y dramáticos de la historia.
Joy, en cambio, sigue la línea de todo el cine de David O Russell, un experto en dramedies que cada vez parece dominar con más habilidad la delgada línea que une y separa uno y el otro término de la ecuación. Ya lo había logrado en El lado positivo de la vida y Escándalo americano, y en el film que se estrena la semana que viene vuelve a repetir la fórmula ganadora.
En la pantalla chica también
Si el cine suele ser más tajante y estricto cuando de géneros se trata, la TV no lo es tanto. Especialmente en los últimos años.
Desde que Desperate Housewives y Six Feet Under, de maneras completamente diferentes, habilitaron la posibilidad de reírse de la muerte se abrió la caja de Pandora y los monstruos del drama invadieron la comedia y viceversa.
Jane the Virgin y Empire, directas herederas del tono telenovelesco de las amas de casa desesperadas, son dos de las series más exitosas de las últimas temporadas, dos dramedies reconocidas por el público y la crítica, aunque en un comienzo no fueran las ficciones que más expectativas generaban. Después de todo, la historia de una chica latina, virgen, inseminada por accidente, no parecía la receta ideal para atrapar al público norteamericano. Y mucho menos lo parecía el relato de una dinastía de hip hop en el que el patriarca es un despiadado homofóbico y la matriarca, una ex convicta con más resentimientos que límites.
Tal vez el ingrediente secreto de la fórmula para que el drama y la comedia revueltos den como resultado un nuevo género fascinante sea la empatía. Sin ella, un experimento como el de la sitcom Mom que emite Warner no funcionaría. Tradicional a más no poder en sus formas, su contenido, en cambio, no podría serlo menos.
La relación entre una madre adicta -la maravillosa Allison Janney- y su hija alcohólica -Anna Faris- intentando conectarse con sus propios hijos después de años de descuido, bien podría haber sido un dramón lacrimógeno, pero no. Es una comedia con algo de drama. Es una dramedy.
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