Por qué Hollywood siempre creerá en lágrimas
Hay muchas razones para ir a ver al cine Nace una estrella, la tercera remake -o cuarta, una eterna polémica que podemos dejar hoy de lado- del "mito fundacional" de Hollywood . Para empezar, la película no es un cuento de hadas, en el que el amor incondicional del público termina por revelarse más que capaz de llenar el vacío que ha dejado el Príncipe Azul en el corazón de su heroína, despojado de la vanidad de aquel. Para seguir, hace años que una gran película "de llorar" no es además una gran película a secas. Pero ¿por qué lloramos en realidad con Nace una estrella?
La última presentación de Ally en la película -que, como la fantástica Lady Gaga, no tiene ni necesita apellido alguno, pero que decide presentarse allí con una variación del "soy la señora Maine" de Judy Garland- está pensada como el velatorio público de una gran historia de amor, pero termina revelándose más como la celebración de un encomiable sacrificio que permite que la rueda siga girando, un Juego del Hambre de la industria del entretenimiento .
Acaso sea esa la razón que ha impulsado a Hollywood a volver una y otra vez sobre Nace una estrella a lo largo de ochenta años, y no solo la historia de amor trágica en su centro. El show debe continuar, y para hacerlo, Hollywood necesita -necesitamos- de artistas como Ally, pero no necesariamente de aquellos como Jackson Maine, cuya "funcionalidad" a la industria es realmente el hecho de que artistas como Ally los necesitan para ser felices y productivos.
La catarsis del personaje de Gaga, es cierto, está dominada por la poderosa rendición de "I'll Never Love Again", canción escrita por Maine a cuyo nacimiento asistió el espectador un par de escenas antes (no los invitados al homenaje, sino solo nosotros, sentados en el cine, llorando a mares). Somos capaces de atisbar, al menos por esos minutos, el tamaño de la pérdida artística y personal de Ally (Jackson Maine acaba de salir de escena de la forma más trágica y circunspecta posible, en línea con su perfil eastwoodiano). Pero lo que intuimos -es una noción igualmente romántica, claro está- es que es el talento, y no la fama, lo que tiene un precio. Y no solo eso: el artista, tarde o temprano, hace las paces con ello. O se dedica a otra cosa.
Esta segunda opción es parte de lo que cuenta Amor de vinilo, la adaptación de la novela de Nick Hornby que se estrenó esta semana. La novela -y la película de Jesse Peretz- lleva el título de las sesiones de grabación del disco consagratorio de Tucker Crowe (Ethan Hawke). Juliet fue, según el razonamiento de la pequeña pero militante comunidad de fans de Crowe a la que pertenece Duncan, el novio de Annie (Rose Byrne), sublime consecuencia artística de un desengaño amoroso que terminó por silenciarlo. La falta de música se llena con las interpretaciones de gente como Duncan, que -para hacer aún más odioso al personaje de Chris O'Dowd- es nada menos que crítico universitario. A Annie, por el contrario, Tucker la aburre como músico pero la fascina como persona. La película se divierte con la intransigencia de los fanáticos ante la eterna pregunta de si la felicidad es compatible con el arte o si, por el contrario, toda obra perdurable es resultado de una tragedia. ¿De qué otro modo entender, si no, ese perfecto plano final de Nace una estrella? Es el material del que está hecho Hollywood.
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