En la ruta con Abel Pintos, el ídolo popular que insiste en ser libre
Acompañamos al músico antes, durante y después de su concierto en Santa Fe, uno de los 77 shows que dio en lo que va del año; siempre de gira y tras ganar su tercer Gardel de Oro, Pintos cerrará otro gran año con dos estadios River en diciembre
“Muchas veces me olvidé de las letras. ¿Qué? ¡Son muchas canciones! Cuando vengo cantando y me doy cuenta que no me acuerdo de lo que viene, me pongo a componer algo. Pero cuando me agarra de sopetón, entonces dejo de cantar y me río. Me entrego. ¿Qué voy a hacer? ¿Resistirme?” Abel Pintos dice eso y se ríe fuerte, libre. Hace ocho minutos bajó del escenario corriendo por una rampa en la oscuridad del Estadio Gimnasia y Esgrima de Ciudadela, Santa Fe, se subió en un auto, estratégicamente acomodado para que recorra la menor distancia posible entre el show y los fans que a veces parecen brotar de las piedras. Se sentó en el asiento trasero, suspiró y pidió una toalla que devolvió instantes después empapada de adrenalina, como su campera de cuero negro y los latidos de su corazón. Pero ahora Abel ríe. Se saca fotos con cinco chicas que se fugaron del recital “dos canciones antes del final” para verlo llegar al hotel. Se abraza con sus compañeros y planean comer todos juntos en vez de pedir room service. Abel dice que ya vuelve. Va a subir a su habitación. Se va a duchar. Mientras se ducha, va a hacer ejercicios para “desvocalizar” y agradecerle al cuerpo por su funcionamiento impecable en las casi tres horas que pasó en escena. Va a hablar por teléfono de cuentas a pagar, de tarjetas de crédito rechazadas. “Probá con la otra, a ver si te deja hacer la compra”, va a decir. Después va a cortar. Y una vez solo en una habitación grande que mira al río, Abel va a llorar.
Veinticuatro horas antes ultimaba detalles en su casa porteña. A las 4 de la mañana en punto lo buscó el micro y comenzó así el último fin de semana de la gira de presentación de su último disco, 11, premio Gardel de Oro, un tour que tendrá su cierre en River, el 16 y 17 de diciembre próximo. Lo esperaban ocho horas de viaje a la ciudad de Santa Fe, desde donde partiría una vez terminado el recital rumbo a La Rioja: diez horas más. Podría hacerlo en avión. Muchas veces le ofrecieron ir en un jet privado pero suele rechazar estas sugerencias devolviendo la gentileza: “Estás invitado a sumarte al bondi con nosotros”. A Abel le gustan la ruta y sus rutinas. La Play con los muchachos. Leer. Juguetear con una app de edición de fotos para instagramear. Ver la serie Sherlock aunque se sepa de memoria los diálogos. Dice que pasa el 60 por ciento del año viajando… para cantar. No sabe lo que es viajar por vacaciones.
“Llorar de emoción es moneda corriente para mí. Cuando era chico, recuerdo que mis padres se preocupaban porque lloraba y no sabían por qué. Pero no podía explicarlo. Un día fui a buscar un disco de Mercedes Sosa, les puse una canción que escuchaba todo el tiempo, y les dije «eso es lo que me pasa»”. La canción era “Cuando ya me empiece a quedar solo”, de Charly García, pero Abel Pintos la conoció en la voz de la Negra Sosa y no pudo sacarla nunca de su cabeza porque esos versos que hablan de la soledad pero también de la vida y de la muerte, lo conmovieron, lo movieron a hacer de la música su vida. “Me di cuenta que muchas cosas aprendí a hacerlas por la música. Me pareció una forma muy amable de aprender. Amable es la palabra. Gentil”. Habla con palabras lindas, como si dictara una canción. No repite, usa sinónimos. No usa malas palabras. Sin embargo, para explicar lo que siente, hablar no le alcanza. Por eso la música.
Fue Víctor Heredia el que le advirtió la importancia de leer: “Un día vas a tener muchas cosas que decir y te van a faltar las palabras”. Tenía 18 años y estaba escribiendo sus primeras canciones. Fue a una librería y se compró El padrino. “Entré de cabeza. Refresqué un aprendizaje de la infancia de mi profesora de lengua, Perla Díaz. Decía: «Leer es un ejercicio, después es un placer». Si leen cinco páginas y se aburren es porque el músculo todavía no está. Es como correr. Cada vez corrés más y después sentís el placer de correr. Ella nos decía «Lean cualquier cosa, lean el dorso del boleto, la revista de promociones. Lean». Entonces volví a eso. A leer todo lo que llegaba a mis manos. Cuando entré en contacto con el placer de la lectura me perdí”, cuenta. Aun así, con un libro de Michael Foucault a medio camino y Mi planta de naranja lima siempre a mano, cuando quiere explicar algo que le pasa apela al pensamiento lateral, como un ingeniero, o como un niño. “Componer se asemeja mucho a llorar de emoción o a reírse de manera desmedida. Algo funciona como disparador, en un segundo tenés la lágrima, la carcajada, y en mi caso, la canción”, define. Los encargados de interpretar musicalmente estas metáforas son Marcelo Predacino, el director musical de su banda, y Ariel, su hermano. "Son muy buenos intérpretes de lo que quiero decir. Yo compongo sin instrumentos. Voy y se los canto a capella, y para contarles el sentido, les he llegado a hablar de comida, de olores, de colores, de paisajes… les digo es como el cartón”. Risas. Antes y después de reírse, Abel es un poco acartonado. No come pesado. No le agrega sal a su plato ni azúcar a su café –“si el café es bueno, si no es bueno, el azúcar ayuda”–. No toma en exceso. Nunca fue a boliches. Duerme entre 20 y 40 minutos de siesta, ni más ni menos. Usa mucho la palabra “equilibrio”.
-¿Cómo te llevás con las críticas?
-Normal.
Normal es un concepto que circula en el aire pero no parece hacer pie en el planeta Abel Pintos. Un planeta en el que ir al supermercado es una experiencia de dos horas, entre selfies y saludos, y ver una película en el cine implica buscar una función al mediodía. O en todo caso, lo normal significa otra cosa: llegar a una ciudad y que se haya armado una fila de 200 personas en la puerta de un hotel para verlo a uno, es normal para Abel Pintos.
Después de almorzar una boga a la pizza y tirarse un rato, baja al lobby y comienza el desfile de “cómplices”. Entran de a uno, como si fuera una audiencia privada con un rey. Para los “abeleros”, lo es. Liliana Teumer se autoproclama la “abuela abelarda”: “Viajé desde Arrecife para acompañar a mi nieta, Micaela, de 17. Lo seguimos siempre. Conocemos a su mamá, a su papá, a sus hermanos”. Cuando llega el turno de Mica de saludar a Abel, Liliana llora. Como si fuera un ser querido al que hace mucho que no ve. “Somos la familia abelera”, proclama. No verá el show, no le alcanzó para su entrada pero es feliz por su nieta. “Abeleras rosarinas”. “Cómplices de Abel”. Las banderas de grupos de seguidores se multiplican.
“Nunca comprendí el término fan. No me identifica. Al público que me acompaña lo fui llamando de distintas maneras. En 2010, compuse una canción que se llama «Peregrinos». Y en esa época la gente empezó a viajar mucho para verme. Entonces los empecé a llamar peregrinos. Luego vino el tema de la complicidad. El público iba al show. Sin saber de qué se trataba, iban. Entonces empecé a sentirlo así, son cómplices: «No nos tenés que explicar nada. Nos gustará más, nos gustará menos, pero vamos». Me sentí muy privilegiado de poder contar con semejante voto de confianza y con esa libertad para crear”, dice. Tuvo que cortar el baño de multitudes porque se hacía tarde para la prueba de sonido y ahora está en una combi con sus músicos. Por la ventanilla mira cómo lo persiguen. Un auto lo escolta. En cada semáforo en rojo, el señor que maneja y su señora se bajan y le sacan fotos. Le dicen “sos hermoso”, “sos un genio”. Abel habla por teléfono y cuenta lo que le está pasando. Busca que lo bajen a tierra. Conversa de algo que se quiere comprar como si activara así un dispositivo de “terrenalidad”.
Golpean la puerta del camarín con timidez. Es Benjamín Amadeo, artista invitado al tour, que quiere dejarle a Abel un whisky Ardbeg. Los músicos lo cargan, dicen que sólo lo invitan por el whisky, todos ríen, beben, miran videos divertidos en las redes sociales y Abel se pone a vocalizar. “Estamos mal acostumbrados a la figura del músico y el exceso, como si la normalidad estuviera subestimada. Acá tenemos un cantante sobresaliente, con una creatividad interminable, que es un pibe buena onda y normal”, dice Amadeo. “Es un tipo inteligente”, agrega Marcelo Predacino, el director de su banda, que lo acompaña desde 2010 y lo vio convertirse en un fenómeno masivo. “Sin lugar a dudas hizo todas las inferiores, no fue de un segundo para el otro. Me parece que esto lo encuentra asentado. Es sano. Los artistas que están un paso adelante tienen eso, está delante de la cosa”.
“La cosa”: el tercer Gardel de Oro, 77 recitales en lo que va del año, su llegada a River como una “medalla” para 11, su último disco. Hacia atrás, 22 años de carrera en los que trabajó con artistas de la talla de León Gieco, Pedro Aznar, La Oreja de Van Gogh, Luciano Pereyra, Marcela Morelo, Gustavo Cerati y con su mayor referente, Mercedes Sosa. “Canté con la música”, se enorgullece. Hacia adelante, dos discos, una gira por España y una decisión inédita: irse de vacaciones. “Te lo voy a poner de esta forma: una persona que trabaja de una manera rutinaria, cuando tiene vacaciones, se quita el traje para irse de vacaciones. Yo me tengo que poner el traje de un tipo que vacaciona. Voy a hacer cosas que no hago habitualmente. Todos los días hago cosas que me gustan hacer”.
–¿Por qué ahora?
–Tiene que ver con querer estacionar las emociones de este año, de estos 22 años, darles espacio para procesarlas. No se me ocurre qué hacer. Tengo que ponerme a buscar. Por eso, un día tengo un plan superpochoclero y después pienso en algo que no tenga que moverme más de 20 metros para irme bajo un árbol.
Quiere Islandia. Noruega. Solo, por ahora, no. Pero quién lo acompañe es un misterio que insiste en conservar. “Yo tengo claro por qué no comparto mis experiencias sentimentales y cuándo lo voy a hacer. Es una cuestión de procesos, de ciclos. Hoy en día, en reportajes comparto cosas que no hubiera mencionado en otro momento. Ahora hablo de cosas repuerta adentro, de mi niñez, de mi carácter como niño, que no hablé siempre. Tuve que llegar a relacionarme de una forma determinada con aquel pasaje de mi vida para poder compartirlo. Así va a ser, cuando llegue a un punto determinado de mi relación con mi intimidad, entonces lo voy a compartir. Tampoco me molesta que quieran saber”.
–Esto de vivir en tour, ¿complicó tus relaciones sentimentales?
–Presenta situaciones complejas, pero de alguna manera todas las relaciones las presentan. Es cierto que con este tipo de vida, una de las relaciones complejas que presenta y de las que uno aprende mucho es la distancia. La distancia debilita o fortalece muchísimo una relación.
-De eso habla “No me olvides”...
- La escribí en una etapa en que me di cuenta que tenía que aprender a relacionarme con la distancia, todo lo que la distancia provoca. Estar lejos de todos siempre, constantemente. La certeza de tener un hogar pero no estar en ese hogar. Qué hace que ese sea mi hogar si yo no estoy ahí. Estaba tratando de resolver esa situación. Vas aprendiendo, encontrándote a vos.
-¿Te imaginás como padre? ¿Te dan ganas?
-Siento que me gustaría mucho ser padre. No llegué a sentirme nunca en la situación de desearlo en determinada relación, pero claro, algún día me gustaría ser padre. Y no pasa por si me llevo bien con los chicos. Es que me gustaría ser padre.
El camarín que dice Abel Pintos es amplio. Hay un gran espejo, dos sillones, una mesa ratona y otra más donde descansan botellas de agua, bandejas de frutas, sándwiches y empanadas, y más allá, perchas con ropa y su sombrero de ala. La iconografía que lo rodea no está librada al azar: Abel trabaja en su imagen como una forma más “no convencional” de expresar lo que siente. “No uso el sombrero porque «se viene esa» y «aunque me quede mal voy a usarlo hasta que digan Abel es un sombrero». Tiene un sentido. Hubo una etapa en la que empecé a abordar mi vestuario con cierto punto de excentricidad.Estaba necesitando aprender a reírme de mí mismo. No de modo grosero ni chabacano. Alegrarme, divertirme atreviéndome. Y lo estaba haciendo en todos los órdenes. Escribiendo canciones más provocativas, diciendo cosas de otra manera. En el disco Revolución, la canción “Abismo” que dice «llevate esa puta costumbre…» Esa puta costumbre fue todo un tema. No lo estaba diciendo para quedar canchero, realmente era lo que había que decir. Eso después iba acompañado de todo lo demás. De la estética. Me jugué en ese disco. Me corté los rulos. Después me di cuenta que naturalmente iba a terminar así por mi genética. Pero en ese momento fue provocarme a mí mismo. Todo lo que termino utilizando y las palabras que termino utilizando me tomo tiempo para elegirlas. Para que después sean banderas durante un tiempo de lo que siento”, reflexiona, y sin querer, o quizás queriendo, se toca el cuello ahí donde está tatuada la palabra que elige para este momento: “Gratitud”.