Música popular. Fotografiar una época
La temática era muy novedosa, el criterio de selección de piezas irreprochable y nunca antes se había exhibido en Buenos Aires una colección tan representativa de los grandes fotógrafos musicales del siglo XX en copias originales, muchas de ellas dedicadas de puño y letra. Lo único mal elegido fue la fecha. Por eso, a pesar de tantos méritos, la exposición montada por Hermenegildo Sábat con el título "Fotos de jazz" pasó inadvertida en una recóndita sala del Centro Cultural General San Martín durante la última quincena del año pasado.
Allí estuvieron colgadas placas de Herman Leonard, Charles Peterson, Duncan Schiedt, Gjon Mili, William Gottlieb y - el único negro- Milt Hinton, raro caso de contrabajista extraordinario con talento adicional para utilizar una cámara. No faltó ninguno, profesionales o aficionados, de cuantos definieron la fotografía de músicos en acción como una especialidad aparte, más próxima a la instantánea periodística y al documental cinematográfico que al arte tradicional del retrato cuidadosamente iluminado en estudio.
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Los singulares momentos que esos maestros lograron fijar para la eternidad son tan emocionantes como su asombrosa capacidad para hacerlo en blanco y negro y con la luz que hubiera: Billie Holiday grabando "Strange fruit" con un visón echado sobre los hombros, Cab Calloway al piano acompañado por Duke Ellington tocando la guitarra de Sister Rosetta Tharpe, Louis Armstrong y Jack Teagarden acongojados junto a un Pee Wee Russell que parece agonizar, el deslumbramiento de Charlie Parker y Red Rodney ante la trompeta de Dizzy Gillespie reflejado en un espejo y la célebre toma de Johnny Hodges dudando cuando decir basta al mozo de la Brasserie Lipp que vierte vino blanco en su copa.
Se trata siempre de ejecutantes míticos observados por verdaderos artistas de la cámara que además eran admiradores y amigos, incapaces de enfocar con indiscreción o en busca de sensacionalismo. Fotógrafos con una sensibilidad asombrosa para el encuadre, los humores nocturnos, la decoración de interiores y los personajes en segundo plano que sabían esperar el instante justo para oprimir el disparador y captar no sólo la expresión ingenua de músicos sublimes sino también los pequeños espacios en que actuaban y la fauna humana a la que se dirigían.
Lo que Sábat exhibió fueron obras de los precursores que durante la prolongada era del swing y el corto furor del be-bop que vino después estuvieron atentos, disparando sus Speed Graphics de madera como una especie de respuesta visual a la mejor música que se ha improvisado jamás. Hubo otros, porque con cada giro del jazz aparecieron fotógrafos para registrarlo con estéticas adecuadas a la osadía del momento: William Claxton y las imágenes homoeróticas de Chet Baker que han quedado como símbolo de la música de la costa californiana; Francis Wolff, que sin moverse de las sombras del estudio de Rudy Van Gelder en Nueva Jersey retrató a todos los genios que allí grabaron, y el gran Lee Friedlander, que a fines de la década del cincuenta, en memorables tapas para discos Atlantic de Charlie Mingus, Ornette Coleman, John Coltrane, el Modern Jazz Quartet y, en especial, Ray Charles, se atrevió a utilizar el color aumentando el misterio sin sacrificar sugestión.
Fue justamente Friedlander quien hace poco ironizó afirmando que la fotografía de jazz ha decaído porque los músicos fuman menos -aludiendo al imitadísimo recurso de mostrar a cualquiera envuelto en humo de cigarrillo, como hizo Herman Leonard con Dexter Gordon-, pero las verdaderas causas de la declinación de esta especialidad que conoció períodos mejores hay que buscarlas en el empequeñecimiento de la música que documenta, con una mayoría de ejecutantes sin personalidad, tan previsibles que ni en foto interesan.
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