Manejan el orden y la seguridad. Sostienen ese límite que nunca debe ser traspasado por nada ni nadie. Hombres y mujeres de chaquetas amarillas, apostados donde la masa golpea con fuerza. Son, a punta de empujones y escupitajos, los guardianes del rock.
Son las nueve de la noche del 31 de enero y Rodrigo Ordenes tiene el presentimiento de que todo se irá al carajo. Más de dos mil personas hacen presión sobre las rejas que los separan del escenario, mientras él y sus compañeros tratan de contenerlos. Pero no será tarea fácil. Un mínimo descuido puede desatar el caos.
Dentro del teatro La Cúpula el calor es intolerable y los pitos de marihuana no paran de encenderse como si una plaga de luciérnagas bajara desde las graderías. El sahumerio forma una nube de humo y vapor que, más tarde, se condensará hasta caer sobre el público como una gotera rica en ácidos y grasas saturadas. No puede ser distinto, nadie espera menos. Esta noche es la presentación de Brujería en Chile, el primer concierto en nuestro país de la mítica banda de metal extremo, y también el más potente y enloquecido en lo que va del 2006.
Rodrigo lleva años trabajando como guardia de seguridad en conciertos. Ya contará su historia. Ahora está ocupado sacando a los que se encaraman en las rejas, a los que lanzan escupitajos al escenario. Rodrigo sabe de batallas campales y de públicos enardecidos, pero esta noche dirá algo que nunca pensó decir.
–Manden más gente a la reja, que está quedando la cagá.
Poco rato después, un fanático logra cruzar el cerco y llega al escenario para robarse la bandera mexicana de la banda. Todo fue demasiado rápido. Faltaron manos para contenerlo. Rodrigo estuvo a punto.
–El mono pasó por el lado mío y lo traté de parar –recuerda–, pero él venía tan embalado que cuando saltó de regreso al público, aterrizó en las rejas. Debe haber estado muy drogado, porque cayó muy mal, pero se levantó y siguió como si nada.
La noche de Brujería fue una jornada complicada. Los problemas comenzaron ya en el acceso al teatro, cuando un tumulto derivó en una lluvia de piedras y botellas que sólo acabó con la llegada de Fuerzas Especiales de Carabineros. Pero hubo más. Aunque no le gusta llamar la atención a sus compañeros, esa vez, como dice, Rodrigo estaba apestadísimo y retó a varios, incluso a periodistas y fotógrafos despistados que llevaban la estrambótica credencial colgada al cuello. "Sácate eso, mierda, que te la van a robar", bramó a más de uno.
–Es que esa gente te quita todo. ¿Qué puede hacer un mono con credencial? Yo terminé acelerado, muy arriba; me fui con unos amigos a un bar y quedé más duro aún. Al escenario lanzaban pájaros muertos, pedazos de palomas, pitos de marihuana. Ví gente de la barra del Colo y de la "U" agarrándose a cuchillazos al medio del público. ¡A cuchillazos, man! Está grabado en video.
LOS HEREDEROS
Un cordón de rejas metálicas se extiende bajo el escenario como los colmillos de un animal carnívoro. Ha sido preparado y probado a patadas desde temprano. En un par de horas deberá soportar la presión de la multitud que intentará torcerle los dientes. Será un juego de fuerzas; soportar el ímpetu de la masa e impedir el desborde. Las rejas no deberán ceder; si lo hacen, entonces vendrá el caos. Habrá personas aplastadas, personas sofocadas, personas desmayadas. Personas. Todas enumeradas en los titulares de crónica roja. Sería la comprobación del cliché: lo que comenzó como una fiesta terminó en tragedia.
En todo concierto de rock que se precie de tal existe un límite inviolable como la delgada línea roja; una frontera que separa las aguas conocida como la barricada, el entramado de rejas que media entre el escenario y los fanáticos que llegaron para ver todo de cerca; un cordón extendido como un pasadizo al que sólo entran los que pueden contener, los duros, los que saben a lo que van. Y en eso no hay distingos.
Un concierto de Sepultura puede ser tan caótico como uno de Kudai. Un show de Marilyn Manson lleva tanto riesgo como uno de La Oreja de Van Gogh. Cien personas locas por AC/DC son tan peligrosas como cien personas
locas por Marco Antonio Solís. Un desmayado entre la multitud siempre será un desmayado entre la multitud. Los sentidos se duermen, las rodillas se doblan y alguien debe actuar rápido.
Rodrigo Ordenes tiene 37 años y el pelo hasta los hombros. Desde 1993 ha trabajado con distintas empresas de seguridad en conciertos. Por presencia, impone respeto: mide más de un metro ochenta, usa un jockey negro y habla fuerte. Es de los pocos que quedan de esa primera generación de guardias que muchas veces fueron a lo amigo y cuyo árbol genealógico indica que provienen de los míticos He-Man, aquellos forzudos de pocas palabras que en los ochenta se encargaron, entre otros, de la seguridad en los recitales del desaparecido gimnasio Manuel Plaza, cuando bandas como Warpath, Necrosis y Pentagram eran puntales de la escena metalera nacional; cuando más de una vez el rock dio paso a la lucha libre entre acoples de guitarras eléctricas y policías entrando a desalojar luma en mano.
–En esto hay que tener tino. Por suerte uno conoce a los públicos: hippies, rockeros, punkies… los has visto y te han visto tantas veces que, al final, hay respeto. Saben que por acá no van a pasar, que no se van a subir al escenario, pero que lo intentan, lo intentan.
Rodrigo habla con la autoridad de un veterano. Las 300 credenciales de su colección no han sido gratis. Aunque es fotógrafo de profesión, antes trabajaba en seguridad para salvar el fin de semana. Ahora lo hace porque tiene planes y pronto se va a casar. Su novia le pide que no vaya a la barricada, pero es su trabajo y le gusta. Rodrigo tiene autoridad dentro del grupo de guardias. Los nuevos le hacen caso; los más antiguos, lo respetan. A muchos les ha enseñado cómo es el baile en el foso.
–Si ves que algunos compañeros están haciendo agua por todos lados, debes apoyar y si a eso le sumas que los pollos vienen y vienen y vienen… no es fácil. Hay muchos que no vuelven a esta pega, o porque les pagan poco o porque les da miedo. Antes éramos muy unidos, más hermanos. Era un trabajo de amigos. En los 90 hubo conciertos tan duros que algunos tipos del público nos esperaban afuera y nos agarrábamos a combos… pero siempre salíamos ganando –dice con nostálgico orgullo–. Antes se peleaba así, no con puntas. Como ahora.
Acaba de terminar el concierto de The Rasmus en el estadio Víctor Jara. Una fiesta de 15 años, con padres en la tribuna y osos de peluche y cartas de amor cayendo sobre el escenario.
–Lo más peligroso era la pinta de los músicos –dice una mujer guardia. Las mujeres de chaquetas amarillas no dicen mucho sobre su trabajo. A varias las pone incómoda que se hable de ellas. No hay razones claras, pero aseguran que no es vergüenza.
–Le dejamos las aventuras a los hombres, ellos son los héroes –bromean.
Todos coinciden en que esta noche, en el Víctor Jara, el concierto ha sido un trámite menor comparado con las historias que Rodrigo ha vivido y luego contará.
APAGA LA CHAQUETA
Ricardo Alvarez es pionero de la seguridad privada de eventos masivos en Chile. Del centenar de empresas del rubro que hay actualmente, no más de cinco tienen capacidad para encargarse de conciertos a gran escala. De hecho, el uso de chaquetas amarillas, al menos acá, fue idea suya.
–Cuando se apagan las luces desaparecen los ternos oscuros que se usaban antes y da la sensación de que no hay nadie cuidando –explica.
Alvarez comenzó como guardia en una gasolinera mientras era suboficial de ejército. Una vez que se acogió a retiro, inició un largo aprendizaje que tomó forma hace casi diez años, cuando entró a la universidad a estudiar Prevención de Riesgos. Entonces creó SEP Security, la empresa que actualmente mueve más gente en el mercado y presta servicios indistintamente entre un concierto de cámara y un recital punk.
En Chile hay dos hitos que obligaron a la profesionalización de la seguridad en eventos masivos: la muerte de una chica durante el concierto de Guns ‘n Roses en 1992 en el Estadio Nacional y la caída, en 1997, de una torre de iluminación durante el show de Deep Purple en el Santa Laura. Después todo fue más estricto: se exigió una directiva de funcionamiento; es decir, un diagrama detallado de la organización y distribución de la seguridad en determinado recinto, además de otros protocolos técnicos.
Exactamente un año después de la caída de la torre en el Santa Laura, Ricardo Alvarez tuvo un desafío grande: viajar a Argentina para conocer el procedimiento que al poco tiempo debía implementarse en Chile durante la primera presentación de U2. Aquélla era la prueba de fuego para que los megaeventos volvieran a realizarse en nuestro país.
El gerente de SEP es un tipo metódico: toma apuntes, hace planos, saca fotos aéreas. Su oficina de Irarrázaval podría empapelarse con credenciales y carteles. Paul McCartney, The Rolling Stones, Illapu, Metallica, Pearl Jam, Sepultura, Marilyn Manson, Misfits, Lucybell, Iron Maiden, Red Hot Chili Peppers, La Renga, Dream Theater, Los Fabulosos Cadillacs, sin contar celebridades como Claudia Schiffer, han estado bajo su custodia.
–La ciencia está en la apertura de las puertas. Si lo haces temprano, la gente entra de forma expedita y puedes controlar los cortes de entrada, a los revendedores y hasta los macheteros –explica Alvarez–. Lo peor es cuando las pruebas de sonido son sobre la hora. Ahí la gente se pone nerviosa y piensa que el concierto ya empezó. Anda a explicar eso a tres mil personas que empujan en la puerta.
Los buenos resultados del trabajo con U2, el 1998 (Bono lo felicitó personalmente), le permitió a SEP Security hacerse cargo de la segunda visita de los irlandeses, para la cual dispuso de nada menos que 700 personas, entre guardias y boleteros, todos coordinados por su grupo de supervisores: un equipo de hombres vestidos de negro y mirada de piedra que se comunican por radio.
Ricardo Alvarez asegura que la mayoría de su personal llega por recomendaciones de otros guardias. Maneja una base de datos de 150 personas con credencial OS-10 y cualquiera que se incorpore debe pasar por una entrevista. Pese a ello, admite que más de una vez se ha llevado una sorpresa por la reacción de algunos guardias allí donde las papas queman.
–Un rondín no me sirve, porque no tiene contacto con personas; ni a un banco le sirve un guardia de barricadas. A veces llegan rambos que creen que esto es la lucha libre y debemos pararlos. O bien otros se descontrolan y caen en shock cuando reciben diez o veinte escupitajos, como en el recital de Faith No More, cuando Mike Patton abría la boca para que le hicieran puntería. Muchos de esos pollos le cayeron a mi gente.
La seguridad de los propios guardias es un tema aparte. Habitualmente las productoras toman una póliza que considera a todas las personas involucradas en el espectáculo, incluido el público. Aunque no se ha sabido de personal lesionado de gravedad, más de uno de ellos ha terminado en la posta por contusiones menores. Si un chaqueta amarilla no sabe dónde está la salida, la ambulancia ni los extintores, entonces su función será un mero decorado. En medio del tumulto, la orientación es fundamental. Incluso más que la fuerza física. Pese a ello, muchas veces es una función subvalorada por el público.
–Hay conciertos en que la gente nos dice ‘qué te creís, muerto de hambre, que estás trabajando de guardia’. Eso da bronca, porque a muchos nos gusta el trabajo y otros están por el dinero para el balón de gas –alegan los mismos guardias sin ánimo de identificarse.
Pero así como a veces viven situaciones desagradables, también es común verlos al término del concierto sacándose fotos con los músicos o buscando un lápiz para que les firmen el afiche o la credencial. Si bien nadie ha dicho por el micrófono "un saludo para los guardias", los artistas generalmente se toman unos minutos para compartir con quienes estuvieron a cargo de su seguridad.
PACO Y SUS AMIGOS
Concierto de Mago de Oz. Velódromo del Estadio Nacional. Mientras sobre el escenario la banda española desparrama canciones que llaman al festejo de los ocho mil fanáticos, abajo del escenario dos hombres se miran con rudeza. Nadie puede oír lo que se dicen porque los gigantescos parlantes ahogan todo sonido alrededor. Están casi nariz con nariz y poco falta para los empujones.
Uno viste terno y corbata, es español y se llama o le dicen Paco. Es jefe de seguridad de Mago de Oz. El otro va rigurosamente de negro, usa jockey y tiene un intercomunicador con el que coordina a más de veinte guardias de chaquetas amarillas. Se llama Luis Peña y es jefe de barricadas.
Paco brama porque dice que sólo autorizó dos canciones para que los fotógrafos puedan hacer su trabajo. Está visiblemente alterado: ha comenzado la tercera y nadie se mueve de su sitio.
–¿A quién autorizaste? –le pregunta Peña, parándolo en seco.
–Pues a todos…
–Acá abajo, el que manda soy yo. Conmigo tuviste que hablar. Yo autorizo.
Aunque sólo en las dos primeras líneas de público se cuentan al menos doce cámaras, incluso algunas de video, Paco se encarga de corretear periodistas, entre ellos a la fotógrafa que cubre este reportaje.
–Ella viene conmigo –dice Peña.
Al español no le queda más que alejarse refunfuñando frases todas muy españolas, pero curiosamente, rato más tarde será el mismo jefe de seguridad de la banda quien ocasione el único momento de tensión de la noche. Ni bien termina el show y la banda se retira a camarines, Paco asoma a una suerte de balcón interior a José Andrea, vocalista de Mago de Oz. La gente, que comienza a retirarse, se abalanza sobre ellos en la reja. Algunas chicas caen al suelo, hay cámaras fotográficas y teléfonos celulares aplastados entre el alboroto. Paco se da cuenta de lo que ha hecho y trata de calmar la situación, pero en ese instante sólo hay un guardia cerca, una mujer, que lo mira sin entender nada.
A la distancia, Luis Peña observa la escena y mueve la cabeza. Está furioso, como si intuyera lo que ocurrirá más tarde, cuando en la puerta del camarín un silencioso grupo de fanáticos sea provocado por un subordinado de Paco que custodia la entrada.
–Va a salir por acá, ¿verdad? –pregunta un chico con un alto de discos y un plumón en la mano.
–Y tú qué crees, ¿qué se van a quedar adentro toda la noche? –le espeta el guardia con severidad.
–Español conchadetumadre –brama uno de los fans y es contenido por sus amigos antes de que se le vaya encima. Son seis contra uno.
AQUÍ MANDO YO
Luis Peña está en la barricada por dos razones: después de jubilar del Ejército, aún tiene pilas como para quedarse todo el día en la casa. Y también, dice, porque le gusta la adrenalina. A sus 49 años, fue agente de PPI (Protección de Personajes Importantes) e instructor de soldados. Por eso no se compra el cuento que de noche todos los gatos son negros. Para él hay diferencias en la masa.
–Para Kudai no puedes poner detrás de la reja a los más grandes y a los más barbones, porque se trata de niños. Yo debo elegir a los guardias según el tipo de concierto. Hay veces que debemos tener seis u ocho mujeres, porque tienes niñas que no aceptan que las tomen los guardias; creen que les van a dar un agarrón. Los jovencitos son tal vez el público más difícil de trabajar –advierte–. En medio del tumulto, no sabes si están contentos, extasiados o a punto de desmayarse.
Peña lleva tanto tiempo mirando públicos enfervorizados que reconoce cuando algo extraño ocurre, pero también admite que no es fácil contenerse cuando recibe escupitajos o invitaciones a pelear afuera. Muchas veces ha tenido ganas de saltar la reja y salir a buscar a los provocadores, pero sabe que eso no sólo es imposible, también es motivo de sanciones y carísimas multas a la empresa.
–No nos queda otra que soportar. El OS-10 nos pide, ante todo, presencia y ayudar a la gente que está en problemas. Desgraciadamente, no podemos contestar los puñetes ni los escupos de los punks, el grupo que más trabajo nos da, pues son mucho más duros, resisten más golpes, más patadas –explica el ex uniformado–. Siempre quieren probarnos y nos torean. Cuando hay tipos muy odiosos, los pasamos a la barricada y se los entregamos a Carabineros. Un golpe que demos es motivo de parte. Eso lo sabe toda mi gente. Y los que dicen que nos esperan afuera a veces es verdad: al final del concierto de U2, un guardia tuvo un altercado y lo amenazaron con que lo iban a tajear. Fíjese: gente que pudo pagar 30 mil pesos estaba esperando a otro para apuñalarlo… por suerte quedó todo en palabras. Por suerte para ellos.
DE TERNO Y CORBATA
No más de diez guardias de seguridad hay en la barricada para el concierto de los alemanes Helloween, en el Teatro Caupolicán, en esta noche de martes. Unos pocos más se suman alrededor del foso del público. No visten distintivos de ninguna clase, salvo camisa blanca y corbata. El show de los alemanes se desarrolla con tranquilidad. Salvo algunos remolinos de gente dándose empujones y unos cuantos tipos nadando entre las cabezas, no hay motivo para mayores problemas: nadie escupe, nadie cae desmayado entre la multitud; sin embargo las dificultades estarán al término del concierto, cuando los genios que repartieron números de guardarropía sean indiferentes con las cincuenta personas que se apretujan y golpean en un estrecho pasillo del teatro intentando recuperar sus pertenencias. Al otro lado del mesón, tres chicos empleados del teatro y que nada tienen que ver con el concierto.
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