Katy Perry en el Club Ciudad: carnaval toda la vida
Es domingo y la temperatura da una tregua al calor porteño. Y si el clima se acopla simbióticamente a los sucesos y, de alguna manera termina por definirlo, podemos decir: se trata de una noche fresca. Fresca.
¿Qué acaba de suceder? ¿Qué está sucediendo? ¿Qué va a suceder? No importa el orden. Katy Perry vuelve a Buenos Aires. Tiene 33 años (es una escorpiana nacida en California con cuatro discos exitosos bajo el brazo) que se siente cómoda con esta edad y este tiempo, que espera que pasen las 9 de la noche para salir a escena en el Club Ciudad y que explota una extraña piñata escenográfica, coreográfica y sensacional.
No caben dudas: esto no es una propuesta musical. No solamente. Estamos frente a un espectáculo (ESPECTÁCULO) comandado por la no-diva que lleva más de diez años en el Olimpo de la industria musical y, más recientemente, virtual (es la twittera con más seguidores en el mundo).
Por eso, ¿cómo empezar?
¿Por la forma?
El show tiene una estructura específica, clara. Teatral. Se divide en actos, cada uno con su propio vestuario y escenografía. Agrupados los temas en cada acto por temáticas y propuestas en común. Pero hay más: cada tema es (casi) la recreación de un clip, en vivo, recargado y sobrecargado de elementos. Y la fórmula resulta efectiva, porque (o aunque) conviven: bailarinas enfundadas en látex con esferas en sus cabezas, o con plumas, o con viseras; títeres gigantes con cabeza de televisor; extraterrestres que bailan junto a Katy; un chongo en el baile del caño (también con ella); máscaras; un tipo disfrazado de tiburón (que habla y traduce el español). Y más, más, más. Mucho papel picado.
Perry pasó por varias encarnaciones en esta vida y parece que ésta de hoy es la que más le sienta. La que se burla de sí misma prefiere esta suerte de parodia, de carnaval y carnavalización del espectáculo, a su otra vida como promesa caliente y pin up. Ahora conjuga la exageración de un dibujito animado con el compromiso político y el mensaje social: "hay que tener el poder".
Por eso, antes de su tema "Power", insta a buscar el camino de empoderarse (y, sí, aunque no haya una dedicatoria puntual a las mujeres en esto, se siente el efecto del #8M).
La puesta en escena no tiene límites. Hay coreografías, esferas, cubos que suben y bajan, alas para Perry. Y mucha locuacidad. La cantante repite "Buenos Aires" cada vez que puede. Saluda. Se aprende palabras en español y habla mucho y pausado en inglés. Como cuando hace subir a un fan con la bandera de Argentina y, junto al tiburón-traductor, entiende que se llama Nicolás y que tiene 18. Y le dice que lo ama, también. Y, un poco más adelante, regala a otro chico del público su propia camiseta del equipo nacional que tiene el número 10 y dice, por supuesto, "Perry".
Witness: The Tour es el nombre de la gira, que viene del título de su último disco (Witness). Y en eso nos convertimos: en testigos fisgones del propio devenir de la californiana. De la misma que sabe que la contradicción puede ser parte de una. Porque canta "I Kissed a Girl" aunque reconoce que se trata de una trivialización amateur de la sexualidad y aunque ahora ella misma se haya convertido en una luchadora por los derechos LGBTIQ. Por eso, aunque se proponga como objeto-alimento en uno de sus tantos hits que toca aquí ("Bon Appétit") ella termina comiendo el banquete.
Hay un momento flaco: el acto dedicado al set acústico resulta desparejo. No desde lo visual. Pero sí como parte de un show dominado por el movimiento. Aunque ella aclara en esta instancia que se trata de uno de sus temas favoritos si la gente la acompaña ("Wide Awake") y aunque remonte con el asunto del poder ("Power") y siga el pie para el final y el festejo bien arriba con los solos de baile de sus "ladies" ("Swish Swish"), los rugidos que ella reclama ("Roar") y los fuegos artificiales ("Firework"). Y queda claro que de eso se trata: de un artificio del pop, de una ilusión bien resuelta.
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