La laguna
Sentimientos en juego y lazos familiares intrincados en medio de la ruta
Texto y dirección: Agostina Lopez / Intérpretes: Germán Da Silva, Martina Juncadella, Denise Groesman / Vestuario: Sofía Berakha / Escenografía: Mariana Tirantte / Luces: Alejandro Leroux / Asistente de dirección: Matías Garber / Producción: Matías Mendelevich / Colaboración artística: Florencia Vecino / Sala: Camarín de las Musas, Mario Bravo 960 / Funciones: domingos, a las 20. 30
Nuestra opinión: buena
La vuelta al pueblo natal es un tema que se ha frecuentado mucho en la ficción (canciones, películas, obras de teatro) a través de lenguajes y poéticas muy distintas, que, en la mayoría de los casos, dejan entrever algún vestigio de las historias personales de sus creadores. Es posible que meterse con los recuerdos de la infancia –aunque esos recuerdos pertenezcan a personajes ficcionales muy distintos de los que puedan tener sus creadores– toque fibras personales, y cada artista elige su manera de andar esos terrenos como quiere –o como puede–. En su segundo trabajo como dramaturga y directora, Agostina López se vale de este tema para crear una obra que bien podría ser una road story, si los protagonistas echaran su auto y sus acciones a rodar.
El hecho puntual que hace a la historia es sencillo: un hombre (Germán de Silva) decide volver al pueblo en el que pasó su infancia para visitar a su familia, a sabiendas de que esta visita tal vez sea la última en la que vea a su mamá, ya grande, ya enferma. Viaja en auto junto a sus dos hijas (Denise Groesman y Martina Juncadella) y un baúl lleno de ropa que las chicas usaban de pequeñas, un dato que se menciona al pasar en la obra, pero que vale la pena traer a cuento para ayudar a entender el clima nostálgico que propone el texto.
Y, tal vez porque el presente inmediato no ofrece demasiada tela para cortar (un auto detenido en medio de la ruta, en algún momento del trayecto, tres personas a la espera de nada en concreto) y porque las circunstancias invitan a pensar en el pasado, los recuerdos aparecen y se van hilvanando solos: la separación de los padres, las canciones compuestas por la banda de música familiar, los juegos y los códigos compartidos que aparecen y cargan con una intensidad extra hasta los diálogos más triviales. En La laguna no importa tanto lo que sucede sino cómo va sucediendo, y qué sentimientos se juegan en ese relato que esta familia de tres construye para sí misma y para los demás. Y en ese plano retórico, descriptivo, es donde se encuentran el gran haber pero también el debe de esta puesta. López logra que sus actores pasen por el cuerpo las sensaciones que justifican los diálogos nada fáciles de transitar, pero no se hace cargo de un tema tabú con el que su texto coquetea de manera constante: qué pasa cuando el amor de un padre a sus hijas se convierte en algo más complejo que el amor paternal. Los mitos de Narciso –la laguna como símbolo de descubrimiento del yo– y de Electra asoman en escena, pero piden un poco más de pista que la puesta no les llega a dar.
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