“Me gusta ser un outsider”
Con Blur celebró lo inglés desde la cima del brit pop; se rió de la mercantilización de la música con Gorillaz y recorrió el mundo guiado por sus sonidos. Hoy, a los 46 años, lanza su primer disco solista
LONDRES (El País).- El paso del tiempo elige lugares inesperados para manifestarse. Por ejemplo, el interior de una caja de cartón. Damon Albarn lleva una en las manos mientras sube la típica escalera inglesa empinada y estrecha. Despeinado, con barba de tres días, un jean que descubre la mitad superior de su trasero y una camiseta que parece haber tomado de un montón de ropa sucia, Albarn luce ese entrañable aire de despistado especialidad de la casa. Un aspecto entre la locura y la resaca, tocado por su contagiosa sonrisa ahora presidida, eso sí, por un diente de oro.
A simple vista, ni el escenario ni el propio personaje delatan nada nuevo bajo el cielo nublado de este barrio residencial del oeste de Londres. Pero entonces Albarn apoya la caja sobre la barra de la cocina de su estudio privado de grabación y, en lugar de las previsibles latas de cerveza, empieza a extraer de ella saludables verduras y frutas ecológicas.
Esta semana se cumplieron 20 años de la edición de Parklife, el álbum de Blur que supuso la explosión del brit pop. Si el punk surgió para borrar del mapa a los hippies, el brit pop pretendía lo propio con el grunge. Frente a aquellos melenudos atormentados y sensibles, ellos preconizaban la frivolidad y la holgazanería. No era la sociedad capitalista la que los oprimía y les impedía realizarse; eran ellos mismos los que se negaban.
Se trataba de una reivindicación de lo británico, sobre todo de los clichés de su clase obrera. El fish and chips, los baked beans, el fútbol, la tiendita de la esquina frente al despersonalizado centro comercial.
A principios de los 90, la cultura británica –y la europea en general– estaba colonizada por los Estados Unidos. "Coca-Colonizada", en palabras del propio Albarn. Como dijo muchos años antes George Orwell, el intelectual inglés acepta cualquier chauvinismo excepto el del propio inglés. Entonces llegaron los Blur, enojados después de una desastrosa gira por los EE.UU., y decidieron despertar a la juventud británica del letargo grunge y hacerles desempolvar sus discos de Bowie y de los Kinks.
Modern Life Is Rubbish, el segundo álbum del grupo, fue el inicio del brit pop; Parklife, el tercero, su momento cumbre. Uno de esos contados discos que capturan realmente el signo de los tiempos. Es a la vez el reflejo y el padre de una nueva cultura.
Damon Albarn y su pareja de la época, Justine Frischmann, cantante de Elastica, otra de las grandes bandas de brit pop, eran los emperadores del movimiento. Imaginen a Beyoncé y a Jay-Z y empápenlos bien de alcohol. Su casa de Kensington Park Road era el centro de una borrachera, escrutada por los tabloides y una prensa musical en su máximo apogeo.
Después de Blur, Albarn volvió a triunfar con Gorillaz; reunió a leyendas de la música en The Good, The Bad & The Queen; cultivó su pasión por los sonidos étnicos al frente del colectivo Africa Express, y escribió una ópera. Y ahora, con 46 años, uno de los personajes más influyentes de la música durante las tres últimas décadas lanza por primera vez un disco comercial con su nombre.
–La palabra melancolía ha estado muy asociada a su persona. Y desde luego es un término que calza con este disco.
–Definitivamente, es un disco muy íntimo. Quizás el más íntimo de todo cuanto he hecho.
–Peter Ackroyd, estudioso de la cultura y la historia de Londres, sostiene que en la escritura de los anglosajones siempre es invierno.
–Estoy de acuerdo. Siempre hay algo en el ambiente, en lo que te rodea en esta isla, que conduce a la melancolía. Puede ser una mañana con niebla o la quietud de una hermosa noche de verano. O esa oscuridad extraña que invita a evadirse. Es una parte esencial de vivir aquí.
–Se dice que es usted ahora un hombre de familia, con una vida rutinaria…
–Lo intento, lo intento. Llevo a mi hija al colegio por las mañanas. Luego vengo a mi estudio cerca de las diez y trabajo hasta las cinco de la tarde. Descanso los fines de semana y siempre me tomo un mes libre en verano.
–¿Tiene eso que ver con la idea de Everyday Robots [Robots cotidianos] que da título al disco y a la primera canción?
–Así es. "Everyday Robots" habla también del dominio tramposo que ejerce la tecnología sobre las personas. El teléfono, todos esos dispositivos ridículos. Pero, en efecto, trata de cómo nos convertimos en máquinas que a lo largo del día atraviesan diferentes estados hasta que, al final, se pone el sol y volvemos a nuestro estado pétreo. Muchas actividades para luego volver a esa piedra neolítica. Puedes leer mucho de mi situación actual en esas primeras cuatro líneas de la canción.
–Es curioso que ese anhelo de una vida más simple estaba también en el segundo disco de Blur, Modern Life is Rubbish [la vida moderna es una basura].
–Es cierto, hay una fuerte conexión. Me he movido muy extensamente por la música, he hecho viajes extraordinarios, pero parece que hay un hilo conductor. Supongo que es cómo veo un mundo cambiante a través de los mismos ojos.
–Hace tiempo hablaba de la capacidad de la música pop para explicar lo que es ser británico. Defendía que su esencia podría comprenderse trazando una línea que uniera The Kinks en los 60, The Jam en los 70, The Smiths en los 80, hasta llegar a Blur en los 90. Desde luego, si un historiador en el futuro quisiera comprender qué era el Reino Unido al final del siglo XX, un punto de partida sería la trilogía de Blur compuesta por Modern Life is Rubbish, Parklife y The Great Escape.
–En Europa vivimos en esos años una transición de Estados individuales a un gran superestado moderno. Construimos una gran homogeneidad inspirada por Norteamérica. Nos convertimos en una especie de Estados Unidos de Europa. Nuestra identidad nacional cambió drásticamente. Abandonamos la idea de comunidad local por algo mucho mayor. Y eso trascendió desde la gran política hasta lo más cotidiano. Nos deshicimos de las pequeñas tiendas familiares y las sustituimos por grandes supermercados. Todo se convirtió en súper. Y al final llegó Internet y acabó de borrar cualquier resquicio de identidad nacional.
–Describe los noventa como el momento en que todo se hizo supergrande. Ustedes mismos se convirtieron en algo gigante. La prensa musical, los tabloides, aquella ridícula batalla con Oasis.
–En aquel momento tampoco pensaba en ello en esos términos. Es difícil hacerlo cuando estás en el centro de algo. Hablamos de bandas que se convierten en tan enormes y generan tal cantidad de trabajo e ingresos para tanta gente tan diferente que es una locura. Toda esa maquinaria hace que seas completamente incapaz de tener perspectiva. He llegado a la conclusión de que, como artista, tienes que intentar permanecer fuera. Ser un outsider es muy importante.
–Gorillaz se podría ver como una reacción a esa mercantilización de la música. Una banda sin caras, sin personas. Aunque, irónicamente, se convirtió en igual o más grande que Blur.
–En la música pop es subversivo ser completamente anónimo. En ese momento, aquello parecía lo más revolucionario que podías hacer, desplazar cualquier aspecto humano. Me refiero, cuidado, a la parte relacionada con el marketing. La música no debe perder nunca su humanidad. La cultura digital elimina la diferencia, todo suena igual, y eso es malo.
–Como el investigador musical que ha sido en estos años, ¿qué piensa de las posibilidades que abre Internet?
–Yo estoy un poco perdido. Estoy perdido sin formato. Nunca me ha gustado en realidad la música digital. Nunca he sido capaz de organizarla. Todo a mi alrededor se mueve muy rápido y yo me muevo también, pero hacia el repliegue. Estoy en un vacío tecnológico. Mi experiencia musical es escuchar y tocar, más que sentarme y ponerme discos. Tengo determinados períodos intensos, sobre todo en Navidad, cuando voy a mi casa de Islandia, en los que sólo escucho música durante una semana entera. Todo cosas nuevas. Soy muy promiscuo cuando se trata de música. Mi amor por la música no ha disminuido, sólo ha cambiado.
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