Allegro
Rossini tenía gracia, pero a veces desconocía las reglas más elementales del tacto y la diplomacia
- Desde su establecimiento en París, en 1825, Giacomo Meyerbeer sólo acumulaba satisfacciones. El compositor -nacido como Jakob en Berlín y que luego italianizó su nombre-, se había transformado, tras el estreno de "Roberto le diable", en 1831, en el músico más relevante de la "grand opéra", un tipo de drama musical netamente francés, pomposo, con decorados generosos y con el espacio y el tiempo necesarios para que el consabido número de ballet tuviera su momento destacado. Pero, en virtud de su formación alemana y de su experiencia italiana, logró proveerle al espectáculo musical francés un creciente romanticismo, tal vez la clave para entender su éxito. Es altamente simbólico que la era de Meyerbeer en París comenzara apenas concluida la de Rossini, que, luego de la presentación de "Guillaume Tell", en 1829, se alejó de la composición operística para nunca más regresar. Los resquemores del italiano para con la nueva música romántica son sostenidos como uno de los motivos esenciales para comprender las razones de un silencio que se extendería casi por cuarenta años. Sin embargo, a Meyerbeer, a diferencia de Rossini, nada le resultaba sencillo y, a pesar de su gran prodigalidad y su aparente facilidad para la escritura, trabajaba incansablemente. Además, tenía la obsesión de ensayar rigurosamente sus óperas antes de estrenarlas. Un día, después de una de las larguísimas sesiones que precedieron a la primera presentación de "Le prophéte", Rossini lo vio quejándose de algún malestar. El italiano le preguntó qué le estaba pasando. "Oh, maestro, tengo dolores por todo el cuerpo y me siento realmente enfermo." Rossini utilizaba magistralmente las ironías y las segundas intenciones, y le dijo: "Yo sé qué le sucede. Usted escucha demasiado su propia música y eso, créame, no es nada bueno para su salud".
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