El sueño posible de volver a casa
El encuentro entre nuevos y viejos melómanos reeditó las posibilidades de disfrute
El público que asistió a la primera función del Gran Abono con etiqueta, al parecer, optativa -pues en ninguna parte se especificó esa obligatoriedad de otros tiempos-, estuvo conformado por una buena parte de los titulares y otra con los nuevos. Así se hizo visible la ley de la vida y del paso del tiempo. El Colón estaba abierto, ofrecía un espectáculo de categoría y la majestuosa sala lucía su sobria suntuosidad y elegancia de líneas arquitectónicas. Fue como estar nuevamente en el Colón de 1947, cuando Beniamino Gigli cantó Radamés en la Aida de Verdi. Pero esta vez hubo un fervor inusual. Se palpó en contados instantes que, más allá de la representación de La bohème , se había generado una sensación de distensión, de confraternidad y de amistad que quedó perfectamente fotografiada en la felicidad de los rostros, de los reencuentros, en las muestras de una educación y formación. Y también en la marca exclusiva de una manera de ser bien auténtica, pero que suma la estirpe de las diferentes razas y culturas de antepasados de una impresionante variedad de orígenes.
También fue palpable al visitar el Salón Dorado, la emoción de todos al observar tanto cuidado en su restauración y en esto participaron aquellos que lo caminaron con un respeto monacal. Y al retornar a la sala, de pronto, allá en un palco lateral se vio el inconfundible rostro de una grande de la lírica, Teresa Berganza, que hace gala del don de la ubicuidad. Ahí, ella estaba presente solamente para gozar con el espectáculo y no para mostrarse, y por eso fue una espectadora más. Entonces, la velada, sí, fue realmente una fiesta y un privilegio.
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