La Filarmónica de Buenos Aires, con Joshua Bell
En este concierto, la orquesta tuvo como solista a un violinista "de otra galaxia"
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires / Dirección: Enrique Arturo Diamecke / Solista: Joshua Bell (violin) / Programa: Esteban Benzecry: Rituales amerindios; Bruch: Concierto para violIn y orquesta Nº 1, op. 26; Sibelius: SinfonIa Nº 1, op. 39. / Sala: Teatro Colón / Función: el jueves, en la temporada de conciertos de la filarmonica.
Nuestra opinión: excelente
Como en los viejos tiempos, antes de comenzar el concierto, a raíz de las cesantías de ocho empleados del Colón, siete de ellos delegados gremiales, por decisión del director del Teatro, un miembro de la orquesta, a viva voz y sin micrófono, se acercó hasta el proscenio para manifestar al público el rechazo de la orquesta a la disposición tomada. Entre los aplausos de la mayoría del público, se oyeron algunas reprobaciones. Ignorando esos abucheos, muy mínimos, lo que vino después fue un concierto maravilloso, de lo mejor de la temporada, incluso tomando en cuenta todas las visitas extranjeras, fiel testimonio de la buena voluntad, el profesionalismo y la probidad de músicos que tienen que estar trabajando en el medio de una tormenta que se abatió sobre ellos en tiempos de absoluta calma y normalidad.
En el comienzo, Enrique Diemecke dirigió, de memoria, el estreno sudamericano de Rituales amerindios , un tríptico sinfónico de Esteban Benzecry no sólo muy bien escrito sino francamente atractivo. Casi como una manifestación de principios, décadas después de la guerra frontal que sobre el nacionalismo se declaró desde las trincheras del llamado universalismo y, ahora, con la globalización esplendorosa, con toda la uniformidad que ella implica, Benzecry adscribe a un nacionalismo, en este caso latinoamericanista, digno de encomio. Heredera, a su modo, de las grandes obras ceremoniales de Revueltas o Ginastera, entre muchos más, Rituales amerindios es una gigantesca pieza orquestal en tres movimientos, en la cual se pueden percibir, muy bien ensamblados y estéticamente mejor aún ordenados, diferentes secciones todas pobladas de sonidos, timbres, ritmos y perfiles latinoamericanos sin caer en el lugar común de presentar alguna melodía originaria "auténtica" que pudiera distinguirse entre todos ellos. Excelentemente dirigida y perfectamente ejecutada, Rituales... fue un preludio más que apropiado para anteceder a Joshua Bell, un artista superior, un músico de otra galaxia.
Bell, saludado con una estruendosa ovación, ingresó muy tranquilo, luciendo pantalón y camisa negros y su profusa cabellera rematada con su conocido flequillo de adolescente de otros tiempos. En el inicio del Concierto , de Bruch, luego del redoble del timbal y de los mínimos sonidos tenues, Bell arrancó su cadencia de apertura con un sonido profundo, envolvente y mágico, un pasaporte directo al paraíso. Lo que continuó, hasta el final de la obra, fue una sucesión de infinitos logros, todos interpretados con una técnica impecable y apabullante, pero, sobre todo, con una expresividad intensa y un alto compromiso emotivo. Diemecke y los músicos de la Filarmónica, altamente estimulados por la presencia de este violinista milagroso, se sumaron a la fiesta. Juntos elaboraron una de las mejores interpretaciones que puedan recordarse de cualquier concierto para violín y orquesta. Sin atender a las objetividades que pregona cierto posmodernismo, Joshua Bell, intensamente romántico y con una sensibilidad exquisita, pareció querer resumir una historia gloriosa de las mejores tradiciones interpretativas de la historia, reuniendo en su violín el sentimentalismo de Heifetz y la electricidad de Maxim Vengerov, en una comparación en la que puede sostenerse sin ninguna dificultad. Fuera de programa, para demostrar que no sólo es capaz de hacer la mejor música y el más espléndido arte, a puro virtuosismo, tocó una fantasía sobre "Yankee Doodle", la popular canción tradicional estadounidense.
Si se pensaba que después del huracán Joshua el resto iba a ser atravesado por alguna medianía irremediable, pues Diemecke vino a demostrar que la vida continuaba. Concentrado y con una orquesta en plenitud ofrendaron una interpretación intensa y potente de la primera sinfonía de Sibelius, iniciada con un memorable solo de clarinete a cargo de Mariano Rey. El altísimo grado de compromiso revelado fue premiado con una aclamación triunfal. Tal vez, aquellos que en el comienzo habían denotado más intolerancia que capacidad para entender la intimidad lastimada de una orquesta, bien podrían reflexionar sobre la injusticia de aquel abucheo. La Filarmónica de Buenos Aires había brindado un concierto de excelencia. Sus músicos y su director se merecen comprensión y el más profundo de los respetos.
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