Allegro. La ópera y la plomería
Admiración
Sandro, Prince, Raphael, Midori o Cher, cada uno en lo suyo y entre muchísimos más, son artistas que, por razones personales o por simples estrategias de marketing, dejaron sus apellidos originales a un costado del camino. En sentido inverso, están también aquellos cuyos primeros nombres son, apenas, materia de conjetura. Sólo los estudiosos o los más entusiastas de entre sus admiradores saben que su nombre completo era Thomas Stearns Eliot. Para el resto de la humanidad, el gran poeta, dramaturgo y también crítico y editor estadounidense fue y sigue siendo, simplemente, T. S. Eliot. En 1946, estando en Londres, fue invitado por su amigo Ronald Duncan para ver La violación de Lucrecia, la ópera de Britten de cuyo libreto era el autor. Se ubicaron en una de las galerías del teatro y Duncan comenzó a ponerse nervioso al escuchar, persistente y molesta, una filtración incesante que provenía del baño de caballeros, que estaba exactamente del otro lado de la pared. Sin poder concentrarse y definitivamente incómodo, en silencio, logró escabullirse de su sitio y, decidido, se encaminó al baño. Sin herramientas, con las cuales era sumamente hábil, se preocupó por encontrar la llave de paso. La cerró y cesó ese ruido infame. Luego de hablar con un empleado para asegurarse de que nadie la volviera a abrir, más calmado, volvió a escuchar la ópera. Mientras abandonaban el teatro, Duncan le preguntó a Eliot si le había gustado la obra. Con la mayor de las discreciones. Eliot le dijo que no demasiado. Elogió el libreto, por supuesto, pero enumeró algunos reparos para con la música de Britten. Pero, al final, no se privó de un último elogio: "Lo que más me sorprendió, sin embargo, fueron tus conocimientos de plomería".
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