La orquesta brilló y el pianista defraudó
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Director: Arkady Leytush. Solista: Alain Lefèvre, piano. Programa: Rachmaninov: Concierto para piano y orquesta Nº 1, Op.1; Lefèvre: "Lailatov"; Brahms: Sinfonía Nº4 en mi menor, Op. 98. Abono de la DAIA. Teatro Colón.
Nuestra opinión: bueno
Dos señales claras denotaban que éste era un concierto del abono de la DAIA. En primer lugar, algunos dispositivos de seguridad tan lógicos como no habituales en el Colón y, en segundo término -y esto ya no es exclusivo de este abono sino de cada situación que promueve que un público no tradicional concurra al teatro- los consabidos y cálidos aplausos luego de cada uno de los movimientos de una obra. Ante este tipo de situaciones, un director, hace años, comentaba que este hecho era altamente estimulante porque indicaba que había nuevo público en las butacas.
Lo que no fue estimulante fue la primera parte del concierto, que contó con la presencia del pianista Alain Lefèvre, quien demostró muchísima más musculatura que sensibilidad. La apertura brillante del Concierto Nº 1 de Rachmaninov, una adaptación "a la rusa" del celebérrimo pasaje inicial del Concierto para piano de Grieg, ofició de muestra para lo que habría de venir. Lefèvre arrojó, casi con violencia, una catarata de notas, incluso algunas cuya autoría fue responsabilidad exclusiva de los dedos que presionaban la tecla equivocada. Desde ese preciso instante, se pudo intuir lo que efectivamente habría de ocurrir. Desde el piano, el primer movimiento sonó aparatoso, golpeado, con fraseos forzados o ausentes, con fortísimos de calidad dudosa, con movimientos muy ampulosos de sus manos al retirarlas del teclado, casi como si de un servicio de tenis se tratara, y hasta con ciertas vibraciones corporales muy teatrales y de escasa utilidad si tocar con gran sonoridad es el objetivo. En el Andante, el segundo movimiento, expulsada la aparatosidad, fue el momento de los amaneramientos en el toque, con arpegiados y rubati demasiado remanidos. Por último, las durezas y la grandilocuencia retornaron en el Allegro del final.
No hubo necesidad de muchos aplausos para que Lefèvre volviera a sentarse frente al piano ya que la obra "Lailatov" -en hebreo, "buenas noches"-, de su autoría, estaba incluida en el programa. Explicó en inglés y en francés que estaba dedicada en agradecimiento a una familia judía que lo acogió mientras estuvo estudiando música en París, que, en sí, puede ser muy emotivo, pero relatado casi como si de un refugiado de la Shoá se tratara.
"Lailatov" es una pieza con pocas o nulas ideas y decididamente efectista, en la menor, sin modulación armónica alguna a todo su largo. En su primera parte incluye abundantes, profusas y reiteradas segundas aumentadas, un intervalo característico de la música judía de Europa oriental. La segunda, que tampoco es original, presenta una típica melodía de canción judía sentimental. La pieza, además, estuvo "engalanada" con infinitas notas en velocidad, siempre tenues, con movimientos corporales de congoja al tono y con un toque general sensiblero que, en algunos sentidos, hizo recordar al mejor o al peor Richard Clayderman. El final, con tres toques muy lentos sobre el la agudo, innecesarios, artificiosos y delicados en ultrapianísimo, con el imprescindible rostro doliente, cerró una de las actuaciones más flojas que se recuerden en el Colón en un largo tiempo.
Afortunadamente, en la segunda parte del concierto, la Filarmónica y Leytush se combinaron para extraer lo mejor de sí y ofrecer una muy buena interpretación de la cuarta sinfonía de Brahms. Un tanto rígido en el comienzo, el director se fue soltando para llegar con firmeza y musicalidad a la passacaglia del final. Las maravillas de Brahms, bien leídas e interpretadas, lograron hacer olvidar aquella pobre primera parte y, de algún modo, compensar con una calificación aceptable el encabezamiento de este comentario.
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