Ronda al Colón la sombra del sobresueldo
El actual director del Teatro Colón, Tito Capobianco, gana mucho, muchísimo más que sus dos jefes inmediatos juntos, el secretario de Cultura porteña, Gustavo López, y el jefe de gobierno, Aníbal Ibarra. Se trata de una emprolijada variante "en blanco" de los últimamente muy renombrados sobresueldos de la era menemista, que tanto escozor generan por estos días en la opinión pública y en la Justicia.
En efecto, a pesar de que luego de producidos tales excesos gubernamentales, se dictaron algunas saludables disposiciones nacionales (ley de ética pública, N° 25.188, en 1999) y urbanas (ley de relaciones laborales en la administración pública de la ciudad autónoma de Buenos Aires, N° 471, en 2000) con vistas, precisamente, a cerrarles el paso a tan irritantes irregularidades, en un contexto de sueldos deprimidos y desempleo, el nunca pasado de moda refrán "hecha la ley, hecha la trampa", sin embargo, pudo, una vez más, demostrar una fortaleza superior que por estas latitudes ya parece indestructible y definitiva.
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Quizá no haya en el escalafón estatal otro cargo, como el del director del Teatro Colón, que en los últimos años haya sufrido tan abruptas y caprichosas oscilaciones salariales: desde cero pesos (Luis Ovsejevich se desempeñó ad honórem) a 14 mil (Kive Staiff), pasando por seis mil pesos (Emilio Basaldúa) y 10 mil (Sergio Renán), cifras que bien podían verse sensiblemente engrosadas sí, como en los dos últimos casos mencionados, el director accedía a la cuestionable modalidad de contratarse a sí mismo como régisseur (todavía se recuerda, por ejemplo, que la puesta de “Lady Macbeth de Mtsensk” costó una cifra astronómica que se elevaba por arriba de unos cuantos cientos de miles de dólares, en las doradas épocas de la convertibilidad).
A partir de la llegada de la dupla integrada por Gabriel Senanes (director general) y Pablo Batalla (administrador), que, como se recordará, terminó a las patadas, se impuso un muy buen sano principio que se respetó durante toda esa gestión: el director general pasaba a cobrar por todo concepto 5100 pesos en bruto y se suprimían los contratos de locación de servicio para evitar la tentación, tan a mano, de contratarse a sí mismo. Y sí, eventualmente, como sucedió, Senanes dirigió algún concierto, al menos no hay evidencias de que haya cobrado extra por hacerlo.
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Ahora bien: Tito Capobianco, el director actual, según consta en su recibo de sueldo como agente municipal en relación de dependencia, cobra mensualmente un salario similar al que percibía Senanes: 5000 pesos. Hasta allí, todo correcto.
Las cosas se complican a partir de dos cuestionables plus: un contrato paralelo de 10 mil pesos por asesoramiento (¿a sí mismo?), audiciones y concurso de voces, que le abona la misma empleadora (ésta es, como se dijo, la Secretaría de Cultura porteña) y otro monto idéntico que recibe, vía Fundación Teatro Colón, por “desarraigo” (Capobianco, como todo el mundo sabe, es argentino, pero desarrolló la mayor parte de su carrera como directivo de teatros líricos en los Estados Unidos, donde permanece parte de su familia, incluida su esposa). Sumando los tres ítem, Capobianco ingresa mensualmente en su cuenta bancaria 25 mil pesos. “«No es un problema mío sino de ustedes» –reconoció ayer a LA NACION Capobianco que les dijo a sus superiores cuando pidió ganar lo que gana.
Si Capobianco vale (o valía) para las autoridades de la ciudad ese dinero, debió habérsele fijado un “honorario internacional”, avalado por los organismos de control específicos y refrendado por la Legislatura.
La extraña conformación de sus emolumentos –sueldo por planilla, contrato de asesoría y plus por desarraigo– demuestra que se prefirió seguir un camino más solapado, aunque con el correspondiente aval político. Sin embargo, es muy clara la limitación que fija el artículo 56 de la Constitución porteña, sancionada en 1996 (“Los funcionarios... son responsables... por los actos u omisiones en que incurrieran excediéndose en sus facultades legales”), y, más aún, el inciso J del artículo 11 de la ley 471, que prohíbe “recibir dádivas, obsequios u otras ventajas con motivo u ocasión del desempeño de sus funciones o como consecuencia de ellas”.
Pronto, el 25 de junio próximo, Capobianco cumplirá un año al frente del llamado “primer Coliseo”.
Cierto desaliento general cunde en este primer aniversario en ciernes: en los empleados, por tener un director que recibe de plus cuatro veces más que su sueldo oficial y que, además, decretó un virtual “estado de sitio” interno, en un contexto gremial más que tenso; en el propio Capobianco, que pensó que iba a poder avanzar más rápido en sus proyectos, pero que tropieza a cada paso con severas restricciones burocráticas; en los abonados y público en general, que sufren funciones diferidas a fechas no previstas, cambios de programas y de staffs; en los proveedores de distintos servicios, porque padecen demoras en los pagos, y en la propia Secretaría de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, que ya no vería con tan buenos ojos cierta inclinación al divismo del director general.
Histriónico, seductor, muy político y un tanto autoritario y polémico en sus decisiones internas –alquiler del Salón Dorado a los artistas que antes actuaban allí gratis; exceso de contrataciones que, en algunos casos, se superponen con cargos ya existentes, la repetición de nombres en la presente temporada (algunos, incluso, de calidades discutibles), que cobrarían suculentas retribuciones, etcétera–, los afanes personalistas de Capobianco se manifiestan de tres maneras distintas en el renovado programa de mano de la ópera “Don Quichotte”, que hoy, a las 17, se verá por penúltima vez.
En su editorial ilustrado con su foto, exhorta, con lenguaje exótico, a “consolidar la solución del Teatro Colón: la autarquía teatral con legislación y reglamentación propias”.
En la misma edición, hay una publicidad que promueve el programa que él mismo conduce los lunes, de 11 a 12, por Radio Nacional Clásica, “Teatro Colón... Bicentenario”, título confuso, ya que alude a los 200 años de la Revolución de Mayo, aunque la sala sólo cumplirá 100 en 2008.
Pero lo más comentado de todo ha sido, sin duda, el aviso a página completa de una conocida bodega que ofrece a los poseedores de una determinada tarjeta de crédito 1500 botellas, para conmemorar la primera representación de “Don Quichotte”, autografiadas, cual si fuese María Callas, por el mismísimo Capobianco.
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Hay otra noticia más, mala o buena, según se vea.
Las anunciadas y ambiciosas reformas del teatro, que debían quedar listas a más tardar antes del 25 de mayo de 2008 (fecha en la que se celebrarán –¿se celebrarán?– los cien años de la apertura de la extraordinaria sala, ubicada frente a la plaza Lavalle), quedarán para mejor oportunidad, al menos las que tienen que ver con la más profunda e inquietante (por las consecuencias que podrían llegar a tener sobre su insuperable acústica) que se efectuará en el escenario principal.
Está en duda también, como se había prometido, que sea “Aída”, primer título representado en la temporada inaugural de 1908, la ópera que conmemore, dentro de tres años, el centenario.
En el Estado porteño se sueña, en cambio, con la presencia de una figura mundial como Plácido Domingo, pero las cifras pretendidas por el artista (no menos de quinientos mil dólares y se escapan hasta el millón) alejan, por ahora, esa posibilidad.
El Teatro Colón tiene asignado un presupuesto anual de 43 millones de pesos, de los cuales sólo genera 12 millones por ingresos genuinos de boletería, venta de abonos, alquileres, visitas guiadas y otros servicios. Casi 32 millones, pues, deben ser aportados por Hacienda de la Ciudad Autónoma (27,5 millones para sueldos, costo fijo, aun con el teatro cerrado, y otros 16,5 millones para producir, contratar y en gastos varios de funcionamiento).
Si Tito Capobianco cobra extras a los mencionados desde el ámbito privado, las leyendas que se tejen y las versiones interesadas se entremezclan demasiado con la realidad como para arriesgar opinión responsable alguna. Lo que sí está comprobado y reconocido desde el gobierno porteño es que, además de los 65 mil pesos anuales que por su sueldo básico recibe, sus plus oficialmente reconocidos ascienden a 230.000 pesos.
Más allá de que esos honorarios deberían encuadrarse en la normativa vigente –y no al revés, a través de “parches” legales–, cada quien deberá sacar sus propias conclusiones si se trata de mucho o poco, de acuerdo con los resultados que están a la vista.
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