De los Jackson 5 y las exigencias de su padre a su muerte en 2009, un viaje en profundidad por la historia del Rey del Pop
Esta nota fue publicada en el especial para coleccionistas dedicado a Michael Jackson de la Serie Bookazinez, en 2014.
Al final, fue precisamente lo que quiso y lo que siempre intento ser con todas sus fuerzas: la estrella más grande del mundo. Si había habido alguna duda, se despejó la tarde del 25 de junio de 2009, cuando se conoció la noticia de que Michael Jackson había muerto en Los Ángeles a los 50 años. El shock inicial y luego el dolor fueron los más grandes y más instantáneos que el mundo había conocido hasta el momento, sin contar los hechos del 11 de septiembre de 2001. Si bien las muertes de John F. Kennedy y Martin Luther King Jr. tuvieron más peso histórico, y las muertes de Elvis Presley, John Lennon y Kurt Cobain simbolizaron el final de diferentes eras, ninguna otra muerte llegó tan rápido a las primeras planas de todo el mundo como la de Michael Jackson. En los días que le siguieron, los canales de noticias, los especiales de televisión, las revistas especializadas y las tapas de los diarios intentaron entender lo que había sucedido. No tanto los detalles de la muerte de Jackson –si bien hubo algo de confusión alrededor de la misma– sino más bien la naturaleza de su vida y de su legado. Era un hombre con una personalidad complicada, un hombre con una historia a la vez gloriosa e infame. No era un hombre que te resultara indiferente. La declaración más conmovedora se la escuché pronunciar a un joven negro, Egberto Willies, cuyo video salió por CNN: “Me crié”, dijo Willies, y después hizo una pequeña pausa, “con Michael Jackson. Amaba... a Michael Jackson. Odiaba... a Michael Jackson. Admiraba... a Michael Jackson. Me daba vergüenza... Michael Jackson. Me daba pena... Michael Jackson. Estaba orgulloso... de Michael Jackson”. Lo que resultó obvio de inmediato en la cobertura fue que a pesar de toda la ignominia con la que se había topado, a pesar de las acusaciones más graves que se habían hecho en contra de él, a pesar de sus extravagancias, de sus miedos idiosincrásicos, de su patente megalomanía (o narcisismo) y del prolongado abandono de su arte, el mundo todavía respetaba a Michael Jackson por la música que había hecho durante más de cuatro décadas. Ningún otro artista –de hecho, ninguna otra fuerza ni movimiento– pudo eclipsar los logros de Jackson en los primeros años de su carrera adulta como solista. Está claro que muchos otros artistas nos han brindado un arte enorme, una indignación enorme, una enorme inventiva y un enorme rejuvenecimiento, pero Michael Jackson modificó el equilibrio del mundo pop de una manera en la que nadie ha podido volver a hacerlo. Obligó al rock & roll y a la prensa mainstream a reconocer que la mayor estrella pop del mundo podía ser joven y negra, y al hacerlo, derribó muchas más barreras que nadie. Pero también es uno de los mejores ejemplos del famoso verso del poeta William Carlos Williams: “Los productos puros de América/ enloquecen”. La música estadounidense ha tenido muy pocos productos más puros que Michael Jackson.
No hay historia, en la música popular, más providencial y sin embargo más trágica que la de Michael Jackson. Los dos destinos recorren su vida, más o menos desde el principio: desde niño se convirtió en la fuente principal de sustento de una familia grande y en un activo de valor incalculable para una de las compañías discográficas más importantes de la historia. Jackson se benefició con todo eso: ganó fama y dinero, y desarrolló una imagen personal que lo diferenció del resto del mundo. Había vidas enormes dentro suyo: allí rumió y transformó sus resentimientos y deseos en un arte a la vez glorioso y extremo. Allí también encontró sus fortalezas y guardó sus debilidades hasta que se convirtieron en flaquezas letales. Dada su crianza, no es difícil entender por qué necesitó armarse de esa vida interior.
No hay historia, en la música popular, más providencial y sin embargo más trágica que la de Michael Jackson.
El padre de Michael, Joe Jackson, fue operador de grúas en los años 50, en Gary, Indiana: un lugar en el que, según cuenta Dave Marsh en Trapped: Michael Jackson and the Crossover Dream, se imponían cupos límite de trabajadores negros que podían avanzar hacia tareas más especializadas en los molinos de la ciudad. Los trabajadores negros cobraban mucho menos que los blancos y eran más propensos a sufrir enfermedades mortales relacionadas con su trabajo, pero Joe Jackson tenía esperanzas de que la música le cambiara la vida. La madre de Michael, Katherine Scruse, era oriunda de Alabama y vivía en East Chicago, Indiana, cuando lo conoció a Joe. Se había criado escuchando música country y occidental, y si bien había abrigado el sueño de cantar y hacer música, un brote de polio la había dejado con una renguera permanente. Joe y Katherine se casaron jóvenes, en 1949, y formaron una familia rápidamente. Su primera hija, Maureen (Rebbie), nació en 1950; le siguió Sigmund (Jackie) en 1951, Toriano en 1953, Jermaine en 1954, La Toya en 1956 y Marlon en 1957. Michael nació el 29 de agosto de 1958, y Randy en 1961. Janet, la más chica, no llegaría hasta 1966.
Michael y sus hermanos escuchaban música todo el tiempo. A Joe le gustaba mucho el blues eléctrico, urbano y pendenciero que se estaba haciendo en Chicago, así como el primer rock & roll. Joe formó una banda con sus hermanos, The Falcons, y así tenía un ingreso extra muy modesto al tocar en bares y bailes universitarios en Gary. “Tocaban las grandes canciones del primer rock & roll y blues de Chuck Berry y Little Richard”, escribió Michael en Moonwalk, su autobiografía de 1988. “Eran estilos increíbles y nos influenciaron muchísimo, aunque en ese momento éramos demasiado jóvenes como para darnos cuenta.” Cuando The Falcons fracasó, Joe guardó su guitarra en el placard de la habitación y la cuidaba con recelo, al igual que todo lo que estaba bajo su dominio. Sin embargo, Katherine a veces hacía que los chicos cantaran canciones country y les enseñó a armonizar. Tito, al igual que su padre, tenía mucha facilidad para tocar instrumentos, y un día, después de sacar la guitarra para tocar con sus hermanos, le rompió una cuerda. Michael recordó más tarde que Joe le pegó a Tito para castigar su transgresión (“Le dio en serio”) y después lo desafió a que le mostrara qué canciones sabía tocar. Al parecer, Tito sorprendió a su padre. Tal vez en ese momento Joe Jackson vio cómo volvía a florecer la esperanza de un futuro. Le compró a Tito una guitarra y le enseñó algunas canciones de Ray Charles; después, le compró a Jermaine un bajo. En poco tiempo, había armado una banda con todos sus hijos varones. Aunque en el fondo Joe era un hombre de blues, sabía que el R&B contemporáneo –Motown, el soul– era el tipo de música que le gustaba a sus hijos. Joe preparó a Jermaine para que fuera el cantante principal, pero un día, Katherine escuchó a Michael, que tenía sólo cuatro años, cantar una canción de James Brown; Michael superaba a su hermano mayor tanto con su voz como con sus movimientos. Le dijo a Joe: “Me parece que tenemos un nuevo cantante principal”.
Katherine diría más tarde que a veces las habilidades precoces de Michael la asustaban –probablemente se dio cuenta de que lo llevarían a un estrellato temprano– pero también tenía que reconocer que había algo indiscutible en su voz joven, que podía comunicar deseos y experiencias que ningún niño había tenido a esa edad. Michael era naturalmente el centro de atención. Le encantaba cantar y bailar, y como era tan joven –un vehículo inesperado para una expresión conmovedora y directa–, se convirtió en el foco de atención obvio cuando actuaba con sus hermanos. El pequeño Michael Jackson era precioso, pero el pequeño Michael Jackson también la rompía.
Joe Jackson hizo las cosas bien. “Sabía exactamente qué era lo que yo tenía que hacer para convertirme en profesional”, dijo Michael más tarde. “Me enseñó a agarrar el micrófono, a hacerle gestos y a manejar al público.” Pero también era exigente, como admitió el propio Joe. “Cuando supe que mis hijos estaban interesados en convertirse en artistas, me puse a trabajar en serio con ellos”, le dijo a Time en 1984. “Los hice ensayar tres años antes de que empezaran a tocar en público. Ensayaban todos los días, durante dos o tres horas... al principio se enojaron un poco porque los otros chicos la pasaban bien... pero después me di cuenta de que, a medida que mejoraban, lo disfrutaban más.” Michael tenía otros recuerdos: “Tocábamos y él nos criticaba”, escribió en Moonwalk. “Si nos equivocábamos, nos pegaba, a veces con una vara. A mí me pegaba por otras cosas. Me hacía enojar tanto, me lastimaba tanto, que yo trataba de devolvérsela para que me pegara más. Agarraba un zapato y se lo tiraba, o directamente se la devolvía, le pegaba con los puños. Por eso yo la ligaba más que todos mis hermanos juntos. Yo le hacía frente y mi padre me mataba, me destrozaba.” Esos momentos –y seguramente muchos otros– marcaron una pérdida de la que Michael nunca se repuso. Era esencial para el negocio musical de la familia, pero, más allá de eso, no había ningún otro lazo entre padre e hijo. En Moonwalk también escribió: “Una de las cosas que más lamento es no haber podido tener una relación cercana con él. Con los años, él se fue creando una coraza, y cuando no hablábamos de trabajo, le costaba mucho relacionarse con nosotros. Estábamos todos juntos y él se iba”.
Hacia 1964, Joe empezó a anotar a los hermanos Jackson en concursos de talentos, y ganaron casi todos. “Big Boy”, un single que grabaron para el sello discográfico Steeltown, tuvo éxito local. “Al principio me convencí de que eran sólo niños”, dijo Joe en 1971. “Pero después me di cuenta de que eran profesionales. No había que perder más tiempo. Estaban listos para salir al escenario, ya no tenía razones para seguir entrenándolos.” En 1966, les consiguió fechas en varios boliches negros de Gary y en algunos de Chicago. Muchos servían alcohol y algunos tenían strippers. “No me parece bueno para un chico de 9 años”, le dijo Katherine a su marido, pero Joe no le hizo caso. “Me acuerdo de que yo me quedaba atrás del escenario en uno de estos boliches de Chicago y miraba a una chica que se llamaba Mary Rose”, recordó Michael. “Se sacaba la ropa y la bombacha y se la tiraba al público. Los hombres la agarraban, la olisqueaban y se ponían a gritar. Mis hermanos y yo veíamos todo eso y a mi padre no le importaba.” Sam Moore, de Sam and Dave, recuerda que Joe encerró a Michael –que tendría unos 10 años– en un camarín mientras él disfrutaba de sus aventuras. Michael se quedaba solo durante horas. Más tarde, Michael también recordó que tenía que subir al escenario incluso cuando había estado enfermo en cama todo el día.
Michael y sus hermanos salieron de gira por el “circuito negro”: una red de boliches a lo largo de Estados Unidos. (Joe se aseguró de que sus hijos no se atrasaran en el colegio y de que sus notas se mantuvieran en un nivel aceptable.) En estos teatros y boliches, los Jackson teloneaban para un montón de artistas de R&B, incluyendo The Temptations, Sam and Dave, Jackie Wilson, Jerry Butler, The O’Jays y Etta James, si bien ninguno le gustaba tanto a Michael como James Brown. “Me sabía todos sus pasos, sus gestos, sus gruñidos, sus vueltas”, recordó. “Su actuación te extenuaba, te dejaba liquidado emocionalmente. Su presencia física, el fuego que salía de sus poros... era fenomenal. Podías sentir cada gota de transpiración de su cara, sabías lo que estaba sintiendo. Es imposible transmitir lo que yo aprendí al estar ahí parado mirándolo.”
El boliche más famoso de estas giras era el Apollo en Nueva York, donde los Jackson 5 ganaron un concurso en la Noche Amateur, en 1967. Joe había invertido todo lo que tenía en el éxito de sus hijos, si bien cualquier reconocimiento real o beneficio que obtuvieran sería un éxito para él también. En el circuito, Joe conoció a Gladys Knight, que tenía varios éxitos con Motown, el sello del mejor pop negro de Estados Unidos. Por consejo de Knight y de Bobby Taylor, la estrella R&B de Motown, Joe llevó a sus hijos a Detroit para una audición con el sello. En 1969, Motown llevó a la familia Jackson a vivir a Los Ángeles, los ubicó en las casas de Diana Ross y Berry Gordy, el dueño de la compañía, y empezó a pulirlos. Michael recordó que Gordy les dijo: “Los voy a convertir en las estrellas más grandes del mundo... Su primer disco va a ser Número Uno, el segundo también, y el tercero también. Tres Número Uno seguidos”.
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En 1959, Gordy creo Tamla Records –que pronto empezó a ser conocido como Motown– en Detroit. Cuando firmó con los Jackson 5, hacía bastante tiempo que Motown era el sello discográfico negro más importante de Estados Unidos y había engendrado éxitos como Smokey Robinson and the Miracles, The Temptations, Mary Wells, The Four Tops y Diana Ross and the Supremes, entre otros. A diferencia de Stax y de Atlantic, el soul de Motown no era grumoso ni demasiado cercano al blues; tampoco era música que hablara explícitamente de temas sociales o de la lucha negra en Estados Unidos. Por su naturaleza, el sello daba cuenta del éxito negro, pero la música estaba calibrada de manera tal que pudiera ser asimilada por el pop mainstream, lo que significaba que el público tenía que ser tanto blanco como negro (los primeros discos del sello llevaban la leyenda “El sonido joven de América”). En ese momento, el rock se estaba publicando cada vez más en formato álbum. Motown, por otro lado, mantenía su identidad como la fábrica que manufacturaba singles exitosos, a pesar de haber lanzado discos revolucionarios de Stevie Wonder y Marvin Gaye. Gordy estaba buscando un grupo que sacara singles pero que no sólo hiciera hits para la juventud, sino un grupo que los jóvenes aceptaran como propio, que fuera fuente de identificación y de adoración. Los Jackson 5, dijo Gordy, serían el ejemplo del “soul bubblegum”.
Los primeros tres singles de los Jackson 5 –“I Want You Back”, “ABC” y “The Love You Save”– se convirtieron en Número Uno, tal como había prometido Gordy, y hubo incluso un cuarto, “I’ll Be There”. Fred Rice, que creó el merchandising de los Jackson 5 para Motown, dijo: “Yo les digo los Beatles negros... es increíble”. Y tenía razón. Los Jackson 5 definieron la transición del soul de los 60 al pop de los 70 al igual que Sly and the Family Stone, y en un momento en que Estados Unidos no veía con buenos ojos las aspiraciones de poder de las minorías, los Jackson 5 trasmitían un ideal agradable de orgullo negro, uno que reflejaba afinidad y aspiraciones antes que oposición. Representaban una realidad que el movimiento de derechos civiles había posibilitado, y que no habría sucedido cinco o seis años antes. Además, los Jackson 5 se ganaron el respeto de la crítica. En la reseña de “I Want You Back” de Rolling Stone, Jon Landau escribió: “El arreglo, la energía y el espaciado simple del ritmo contribuyen al impacto fascinante de la canción”. Nadie dudaba quién era la verdadera estrella de los Jackson 5. La voz de Michael, además, funcionaba más allá de las nociones convencionales de una voz masculina de soul: funcionaba incluso más allá de las nociones de género. El crítico cultural y músico Jason King escribió en un ensayo excepcional: “No es una exageración decir que era el cantante popular más avanzado de su edad en la historia discográfica. Su tenor en bruto era asombroso. Está claro que esa autoridad vocal a tan temprana edad era algo fuera de lo común”.
Durante los primeros años, Michael y sus hermanos parecían omnipresentes y disfrutaron del elogio de todos. Pero rápidamente experimentaron algunas dificultades. La música que hacían no tenía inventiva –ellos no la componían ni la producían– y luego de que Michael fuera relegado a grabar canciones viejas como “Rockin’ Robin”, en 1972, le preocupaba que antes de llegar a la adolescencia, los Jackson 5 se convirtieran en una banda que hacía antigüedades.
Los Jackson 5 empezaron a presionar para producir y crear su propio sonido. Wonder y Gaye habían demostrado que podían crecer y cambiar –y vender discos– cuando les habían dado el control creativo, y con “Dancing Machine” de 1974, los Jackson demostraron que podían evolucionar con un estilo más funk. Motown, sin embargo, no quería saber nada. “No sólo se negaron a aceptar nuestro pedido”, dijo Michael en Moonwalk, “sino que nos dijeron que era un tabú siquiera mencionar que queríamos hacer nuestra propia música”. Michael se dio cuenta de lo que significaba esto: no sólo Motown no los dejaría crecer a los Jackson 5, tampoco lo dejaría crecer a él. Esta vez, Michael esperó y se puso a estudiar a los productores con los que trabajaban sus hermanos y él. “Yo era como un halcón que acechaba de noche”, dijo. “Prestaba atención a todo. No hacían nada sin que yo lo observara. Quería aprender de verdad.”
En 1975, Joe Jackson negoció un nuevo contrato para sus hijos, esta vez con Epic Records, y la tarifa de regalías aumentó en un 500 por ciento. El contrato también estipulaba discos solistas para los Jackson (aunque el arreglo no incluía a Jermaine, que se casó con la hija de Gordy, Hazel, y se quedó en Motown, lo que creó cierta rispidez en la familia, que duró años). Motown intentó dejar el contrato sin efecto y finalmente les impidió a los hermanos usar el nombre Jackson 5, por lo que pasaron a llamarse The Jacksons. En un principio, Epic les asignó a los productores de Filadelfia Kenny Gamble y Leon Huff, pero recién con Destiny, de 1978, los Jackson pudieron por fin asumir el control de su propia música y reestructurar su sonido: sexy y elegante en hits bailables como “Blame It on the Boogie” y la trascendental “Shake Your Body (Down to the Ground)”, con nuevas profundidades y complejidad emocional en canciones como “Push Me Away” y “Bless His Soul”.
Destiny, sin embargo, fue sólo un preludio: cuando terminaron el disco, Michael estaba listo para hacer cambios cruciales que lo encaminarían a la supremacía como solista. Despidió a su padre, que dejó de ser su manager, y en efecto encontró un nuevo padre, el productor Quincy Jones, a quien Michael había conocido mientras filmaba El mago (una remake de El mago de Oz). Jones era un músico de jazz respetado, líder de una banda, compositor y arreglista, había trabajado con Clifford Brown, Frank Sinatra, Lesley Gore, Count Basie, Aretha Franklin y Paul Simon, y había compuesto la banda de sonido de películas como El prestamista, A sangre fría y Al calor de la noche. A Jackson le gustaba el oído del arreglista para mezclar beats duros y complejos con capas de sonido más soft. “Fue la primera vez que compuse y produje mis canciones completamente”, dijo Jackson más tarde, “y yo estaba buscando a alguien que me diera esa libertad y que además no tuviera límites en cuanto a la música”. Sobre todo, Jackson quería que sus discos solistas tuvieran un sonido distinto del de los Jackson; quería algo más limpio y más funk. La colaboración resultó una de las más providenciales de la historia. Jones le agregaba un optimismo etéreo a la fiebre erótica y suave de Jackson en canciones como “Rock With You” y “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, y en un momento sorprendente como el de “She’s Out of My Life”, Jones tuvo el buen tino de no dejar que nada oscureciera el magnífico pesar en la voz del cantante.
El disco que surgió de esto, Off the Wall, y que lo estableció a Michael como una fuerza artística por derecho propio, es uno de sus trabajos más cohesivos. Además, fue un éxito masivo: en Estados Unidos, vendió más de 5 millones de unidades sólo en 1985.
En efecto, Michael Jackson se había convertido en uno de los artistas negros más importantes de Estados Unidos, y esperaba que Off the Wall fuera premiado en la ceremonia de los Grammy en 1980. Pero sólo recibió un premio, Mejor Artista Masculino de R&B. “What a Fool Believes” de los Doobie Brothers ganó Canción del Año y 52nd Street, de Billy Joel, se llevó el Disco del Año. Jackson se quedó pasmado y amargado. “Mi familia pensó que me había vuelto loco porque lloraba todo el tiempo”, recordó. “Sentí que me ignoraron, y me dolió. Me dije: «Esperá hasta el próximo. No van a poder ignorar el próximo». Esa experiencia alimentó mi fuego interior.”
Jackson le dijo a Jones (y al parecer a varios otros) que su siguiente disco no sólo iba a ser más grande que Off the Wall: iba a ser el disco más grande de todos. Cuando salió Thriller, en noviembre de 1982, no parecía tener un tema dominante o un estilo cohesivo. Sonaba como un rejunte de singles, como un disco precoz de grandes éxitos. Pero pronto estuvo claro que era exactamente lo que Michael Jackson había querido que Thriller fuera: una colección brillante de canciones pensadas como hits. Cada una de ellas había sido diseñada para que la escuchara un público masivo con gustos diferentes. Jackson sacó “Billie Jean” pensando en la gente que quería bailar, “Beat It” para los rockeros blancos, y después reforzó cada uno de estos híbridos con videos muy astutos hechos para subrayar a la vez su encanto y su inaccesibilidad. Sin embargo, después de que estas canciones siguieron su curso vital en la radio, quedó claro que eran mucho más que temas excepcionales. Eran un corpus de canciones concebidas desde la pasión, el ritmo y la estructura que definían la sensibilidad –si no la vida interior– del artista que las había compuesto. Eran canciones instantáneamente seductoras sobre la claustrofobia emocional y sexual, sobre una madurez lograda con esfuerzo, y sobre una nueva clase de propósito que funcionaba como árbitro entre los miedos del artista y el hecho incontestable de su fama. “Wanna Be Startin’ Somethin’” parecía una pesadilla revitalizante en sus mejores versos (“Estás estancado en el medio/ Y el dolor es un huracán... igual te odian, sos un vegetal... Te comen, sos un vegetal”). “Billie Jean”, por su parte, exponía las maneras en que la interacción entre la fama del artista y el mundo exterior podría llegar a provocar un deshonor torturante. (“La gente siempre me advirtió: «Cuidado con lo que hacés… Porque una mentira se convierte en verdad», canta Jackson, seguramente pensando en una acusación de paternidad antigua.) “Beat It” era puro enojo: la representación impactante de la violencia como pose masculina, una herencia social que tal vez podría ser superada. De hecho, las partes de Thriller se sumaban para lograr un tipo de arte muy improbable: una obra de revelación personal que, al mismo tiempo, era una pieza maestra para públicos masivos. Es un logro que probablemente nunca será superado.
Salvo por el hecho de que, en cierto sentido, Jackson sí lo superó, y lo hizo a los pocos meses de haber lanzado Thriller. Fue en un especial de televisión del 16 de mayo de 1983, para celebrar los 25 años de Motown. Jackson acababa de cantar un medley de sus grandes éxitos con sus hermanos. Era un material muy emocionante, pero para Michael no era suficiente. Cuando sus hermanos se despidieron y dejaron el escenario, Michael se quedó. Por un momento, pareció darle timidez; estaba buscando qué decir. “Sí”, dijo casi en un susurro. “Esos fueron buenos tiempos… me gustan mucho esas canciones. Pero sobre todo…”, y entonces apoyó el micrófono en el pie y con una mirada imponente dijo: “Me gustan las canciones nuevas”. Se agachó, agarró un sombrero, se lo puso con confianza y empezó a cantar “Billie Jean”. Fue una de las primeras actuaciones públicas de Michael Jackson como estrella independiente de sus hermanos, y se hizo evidente que no sólo era uno de los artistas en vivo más cautivantes de la música pop, sino que además era el primero capaz de encender la imaginación del público desde Elvis Presley. Hay veces en que uno sabe que está escuchando o viendo algo extraordinario, algo que capta las esperanzas y los sueños a los que aspira la música popular, que podría unir e inflamar a nuevas multitudes. Eso fue lo que sucedió esa noche en las pantallas de televisión a lo largo del país: la visión de un hombre joven marcando su territorio, empezando a construir su propia leyenda pop. “Casi 50 millones de personas vieron ese programa”, escribió Jackson en Moonwalk. “Después de eso, cambiaron muchas cosas.”
Tenía razón. Ese fue el último momento de dicha en la vida de Michael Jackson. Después, sólo hubo discusiones y recriminaciones. Y con el tiempo, decadencia.
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Antes de pasar a eso –donde la historia se divide en dos– probablemente valga la pena preguntarse: “¿Qué clase de persona era Michael Jackson en ese momento? ¿Qué quería? ¿Qué problemas tenía? ¿Qué quería decir o lograr a través de su música? ¿Cómo se llevaba con un público que lo amaba y consigo mismo?”. Hasta este momento, esas preguntas todavía no habían cobrado relevancia. Michael Jackson era un joven muy talentoso. Parecía tímido pero era ambicioso, y sin dudas era muy enigmático. Nadie sabía demasiado de sus creencias o de su vida sexual; casi nunca daba entrevistas, pero tampoco se metía en escándalos. Sí dijo alguna vez que era una persona solitaria, especialmente en la época en la que hizo Off the Wall. Robert Hilburn, un ex crítico de música de Los Angeles Times, escribió en 1981, cuando el cantante tenía 23 años, que Michael Jackson le había parecido “una de las personas más frágiles y solitarias que conocí... casi abandonado. Cuando le pregunté por qué no vivía solo, como el resto de sus hermanos, sino con sus padres, me dijo: «Oh, no, me muero si estoy solo. Me sentiría muy mal. Incluso en casa me siento solo. A veces me quedo en mi cuarto y lloro. Es muy difícil hacerse amigos, y hay cosas que no podés hablar con tus padres o con tu familia. A veces salgo a caminar por el barrio a la noche, para ver si encuentro a alguien con quien hablar. Pero siempre termino volviendo a casa»”.
La ansiedad social de Jackson probablemente se debiera a las heridas de su historia. En su hogar, los chicos no tenían contacto con otros de su edad, y el estatus de Jackson de estrella de toda la vida seguro lo había hecho sentir no sólo aislado de los demás, sino también diferente. “Odio admitirlo”, dijo una vez, “pero me siento muy raro cuando estoy rodeado de gente normal”. No es un sentimiento extraño para los famosos con poco contacto con el exterior, sobre todo los niños-estrella. Pero al mismo tiempo, es una declaración llena de señales: a Jackson no le gustaba rodearse de gente que lo podía guiar de manera positiva. Seguramente nunca le gustó. Tal vez el pasaje más inquietante de Moonwalk es aquél en donde habla sobre los chicos en el mundo del espectáculo que en algún momento caen en las drogas: “Lo entiendo, dadas las enormes presiones a las que los someten desde pequeños. Es una vida difícil”.
Sea como sea, Michael Jackson era una persona respetada. Eminente pero no heroico ni mesiánico aún, y para nada digno de lástima. Siete singles de Thriller llegaron al Top 10 de Billboard; además, se convirtió en el disco más vendido de la historia (hasta el momento, ha vendido más de 50 millones de copias o más), y en los premios Grammy de 1984, Jackson por fin obtuvo lo que se merecía: se llevó ocho premios, incluyendo Disco del Año y Canción del Año. Unos meses después, anunciaron que Michael Jackson haría una gira nacional con los Jackson. No había querido hacerlo, pero se sentía obligado (“Tenía hombros muy débiles para la cantidad de presiones que me pusieron sobre la espalda”, escribió sobre las presiones familiares que recibió durante toda su vida). Estaba claro que su talento y sus aspiraciones iban más allá de las limitaciones que la banda familiar le imponía. En este punto de su carrera, ya tenía derecho de estar solo sobre el escenario.
La aversión de Jackson a la gira Victory se hacía patente cuando se lo veía con muy mala cara en las conferencias de prensa o cuando tuvo que criticar declaraciones de su padre que él interpretaba como intentos de difamación a su equipo de managers, Ron Weisner y Freddy DeMann. “Hubo un tiempo”, dijo Joe, “en que sentí que necesitaba ayuda de alguien blanco para lidiar con la estructura de poder corporativo en CBS... Y pensé que [Weisner y DeMann] iban a saber cómo ayudar”. Michael contraatacó con furia en un comentario en Billboard: “Me revuelve el estómago escucharlo hablar así. No sé de dónde saca esas cosas. La verdad es que el color no es un requisito para mí. No contrato a la gente por su color; la contrato por sus habilidades... Soy el presidente de mi organización y tengo la última palabra en todas las decisiones. El racismo no es mi lema”. Fue el fin de cualquier triza de relación comercial que hubiera entre Michael y su padre.
Durante este periodo, Jackson sintió las primeras repercusiones, aunque más de parte de la prensa que del público. De hecho, comenzaron antes de la gira, a medida que se hacía cada vez más obvio que Thriller rompería todos los records de ventas a un ritmo frenético. A mediados de los 80, gran parte de la prensa especializada en música tenía reparos con los artistas muy populares y masivos, sobre todo si representaban una cultura homogeneizada o condescendiente. Michael Jackson no era un artista con un mensaje sociopolítico revolucionario, y sus letras tampoco reflejaban aspiraciones literarias. Para algunos, en ese momento –y para algunos incluso hoy en día–, lo único que representaba era la ambición de fama personal. No era, al parecer, un artista que lograría para su público lo que habían logrado Elvis Presley y los Beatles para los suyos: el tipo de disrupción que cambiaría tanto la cultura joven como el mundo. En mi cabeza, Michael Jackson, Elvis Presley y los Beatles tenían una virtud en común: reunían a millones de personas diferentes no sólo debido a un gusto compartido, sino también por un consenso sincero que tocaba sus aspiraciones y sus sueños más comunes.
Pero había una preocupación más grave en juego. Las dimensiones raciales de la imagen de Jackson resultaron ser complejas y estar lejos de tener respuestas fáciles en su momento e incluso ahora. Algo de eso tuvo que ver con las acusaciones de que Jackson parecía dispuesto a intercambiar su anterior público negro por una audiencia en su mayor parte blanca. Si no, ¿cómo se explicaba un éxito de ventas tan rotundo en Estados Unidos? Pero no hay dudas de que lo que alentó más estos rumores relacionados con su raza (el terreno en que todo parecía desarrollarse) fue la topografía de la cara de Jackson. A excepción de otras acusaciones posteriores sobre su comportamiento sexual, ninguna otra cosa inspiró más discusiones sobre Michael Jackson que ese rostro.
En su infancia, Jackson tenía la piel oscura y una expresión dulce; muchos de los primeros fans de los Jackson 5 lo veían como el más lindo del grupo. J. Randy Taraborreli, autor de Michael Jackson: The Magic and the Madness, escribió: “[Michael] creía que su piel había arruinado su personalidad. Ya no miraba a la gente cuando les hablaba. Su personalidad, antes juguetona, cambió y se volvió más serio y callado. Pensaba que era feo: decidió que su piel era demasiado oscura y su nariz demasiado ancha. Tampoco ayudaba mucho que su padre, un insensible, y sus hermanos le dijeran «narigón»”. Además, a medida que Jackson entraba en la adolescencia, cada vez le daba más vergüenza tener acné.
La cara que Jackson había mostrado en la tapa de Thriller había cambiado. El tono de la piel parecía más claro y la nariz más angosta y derecha. En Moonwalk, Jackson dijo que muchos de estos cambios aparentes se debían a una modificación en su dieta. Confesó que se había operado la nariz y el mentón, pero negó haberse hecho algo en la piel. Sin embargo, los cambios no terminaron ahí. Con los años, la piel de Jackson se aclaró cada vez más, la nariz se le fue reduciendo y sus pómulos se hicieron más prominentes. Para muchos, todo esto fue motivo de burla; para otros, era una mutilación grotesca, no sólo porque podía haber sido un acto de vanidad para conservar sus rasgos aniñados por siempre, sino más inquietante porque algunos pensaron que Michael Jackson se quería convertir en una persona blanca. O en un andrógino, alguien con rasgos masculinos y femeninos al mismo tiempo. La película Tres reyes tiene una famosa escena en la que un interrogador iraquí le pregunta a un soldado estadounidense capturado: “¿Cuál es el problema de ustedes con Michael Jackson? Su país lo obligó a cortarse la cara... Michael Jackson es el rey del pop de un país enfermo”. El soldado responde: “Mentira. El se lo hizo porque quiso”, y el iraquí le pega con una pizarra en la cabeza. “Es tan obvio. Un hombre negro se aclara la piel y se plancha el pelo y... ¿sabés qué? Tu país jodido y enfermo hace que el hombre negro se odie a sí mismo.”
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En 1985, James Baldwin escribió en Playboy: “La cacofonía sobre Michael Jackson es fascinante porque no se trata para nada de Michael Jackson. Espero que sea lo suficientemente inteligente como para saberlo y que tenga la suerte de escapar de las mandíbulas de su éxito carnívoro. No le van a perdonar haber hecho tanto lío, porque no hay dudas de que ha alcanzado el éxito, y el hombre que hizo saltar la banca en Monte Carlo no le debe nada a Michael. Todo ese ruido es sobre Estados Unidos en tanto custodio deshonesto de la vida y la riqueza de los negros; y sobre los negros, sobre todo los hombres, en Estados Unidos. Y sobre la culpa abrasadora y enterrada de Estados Unidos; y sobre el sexo, los roles sexuales y el pánico sexual; sobre el dinero, el éxito y la desesperación...”.
Y ciertamente, Michael Jackson quiso lograr ese mismo éxito dos veces: quería que el próximo disco fuera incluso más grande que Thriller, que por supuesto era mucho pedir. Un asistente me dijo una vez en 1988: “Michael todavía quiere que el mundo lo reconozca”. Michael también quería reivindicarse, lo que era igual de importante. Se sentía incomprendido y atacado por gran parte de las críticas que llegaron tras la gira Victory, en 1984. Su padre y Motown le habían enseñado que la prensa era una fuerza rencorosa con los artistas, que disfrutaba de construir una figura para tener después el placer de traicionarla y destruirla. En este caso, Jackson no estaba equivocado. Algo del escrutinio del que fue objeto por su excentricidad –su devoción hacia los animales, a los que trataba como amigos, su reconstrucción facial perpetua, las acusaciones desdeñosas de que dormía en una cámara hiperbárica de oxígeno para mantener su juventud– eran puros prejuicios moralistas. Lo peor era que casi todo provenía de los periodistas y columnistas de chimentos, incluso a veces de los comentaristas políticos, que no apreciaban de verdad la música de Jackson y no tenían ningún respeto por la genialidad innegable de su trabajo.
En ese momento, su trabajo era la mejor manera que tenía Jackson de defenderse. En 1987, lanzó Bad. Si bien no fue tan memorable ni ingenioso como lo habían sido Off the Wall y Thriller, Bad era igual de bueno que los discos que había hecho antes. Era fuerte y tenía funk; tenía ritmo y fiebre, irradiaba ira y autocompasión pero también un deseo de gracia y trascendencia. Sobre todo “Man in the Mirror”, una canción sobre la aceptación de las responsabilidades sociales y políticas, sobre un artista que intenta regresar al mundo. Bad vendió millones de discos y logró que cinco singles llegaran al Número Uno, tres más que Thriller, pero como no igualó los logros de Thriller en ventas, fue considerado un fracaso.
A fines de ese año, Jackson preparó su primera gira como solista. Durante varias noches, lo vi entregar actuaciones deslumbrantes que también sirvieron como recordatorio de una verdad a veces olvidada. A saber: que a pesar de sus excentricidades, Michael Jackson obtuvo su fama sobre todo por sus talentos intuitivos e increíbles como cantante y bailarín; talentos que eran genuinos, incomparables y no meras construcciones de la ambición o estrategias publicitarias. A pesar de que tenía la misma constitución flexible de Fred Astaire, la inventiva alocada de Gene Kelly, la agonía sexy de Jackie Wilson, la maestría rítmica de James Brown –o de Sammy Davis Jr.– nadie se movía como Michael Jackson. Ciertamente nadie había irrumpido en escena con una exhibición física tan audaz como él. No inventó el moonwalk –ese movimiento famosísimo e imposible en que se desliza para atrás y que perpetuó en “Billie Jean”, en su actuación para Motown 25– pero eso no importaba. En ese momento se había definido y había desafiado a los demás a que lo superaran, pero nadie pudo hacerlo. Durante el tour de Bad, sus pasos eran impresionantes, a veces inesperados. En las introducciones de canciones como “Bad” y “The Way You Make Me Feel”, parecía algo cohibido y estresado al tener que lidiar con el sentido algo acartonado de la sexualidad superada de ambas canciones, y sus saltos exagerados y gestos obscenos resultaban bastante forzados. Y sin embargo, cuando la música arrancaba, todo el artificio desaparecía instantáneamente. Jackson de repente se volvía más seguro de sí mismo y hacía movimientos asombrosos y robóticos con su cadera y su torso, y al mismo tiempo otros en cámara lenta, deslizantes, que dejaban al público sin palabras. Al ver esos movimientos extraños, era obvio que se originaban en su interior. Te dabas cuenta de que el talento de Jackson era inseparable de su excentricidad.
En 1988, fue nominado de nuevo para premios Grammy claves como Disco del Año, pero la competencia era dura. Algunos artistas, como U2 y Prince, habían hecho la música más visionaria y ambiciosa de sus carreras; música que reflejaba el estado de las cosas en el pop y en el mundo de una manera muy vivificante. En concreto, en 1988, muchos comentaristas sospechaban que la temporada de Jackson como el hijo favorito del pop se había terminado. Ese año no ganó ningún Grammy. En la Encuesta de Lectores de Rolling Stone, Jackson salió primero en seis de las categorías de “Peor del Año” (incluyendo “Peor Cantante Masculino”); además, la Encuesta de Críticos del Village Voice dejó afuera a Bad de su lista de los 40 mejores discos de 1987. Era un giro alarmante con respecto a cuatro años atrás, cuando Jackson había estado en los primeros lugares de las mismas encuestas de ambas publicaciones.
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Michael Jackson nunca recuperó su ímpetu o su ambición después de las críticas negativas de Bad. Finalmente, dejó la casa familiar en Encino y construyó su propia fortaleza, más conocida como Neverland, a unos 160 kilómetros al norte de Los Ángeles, con un parque de juegos y trenes que evocaban a Disneyland. Se convirtió en un lugar donde el mundo iba hacia él, o al menos la parte del mundo que parecía interesarle, sobre todo los niños: la gente con la que, en sus palabras, se sentía más cómodo, dado que una parte de él quería experimentar y compartir la infancia que su padre y la industria del entretenimiento le habían negado. Pero el apetito de Michael por la compañía de los niños le crearía los problemas más lamentables de su vida. En 1993, se conoció la noticia de que Jackson estaba acusado de abusar a un niño de 13 años con quien había compartido bastante tiempo. Era una acusación terrible y muy seria, y dado que le gustaba mucho estar con niños, para algunos, los cargos eran demasiado creíbles. La historia tuvo resonancia no sólo en los tabloides, sino también en los medios más tradicionales. Nunca se presentaron cargos, pero en 1994, Jackson llegó a un acuerdo por fuera del sistema judicial (al parecer, por unos 20 millones de dólares), lo que para muchos fue una admisión tácita de las acusaciones. Sin embargo, Jackson lo negó rotundamente. Más tarde le dijo al periodista inglés Martin Bashir que había querido terminar con el asunto.
El episodio dañó muchísimo la imagen de Jackson, y tal vez lo dañó psicológicamente también. Durante ese periodo, según algunos, desarrolló una dependencia a las drogas recetadas que lo acompañó durante el resto de su vida. (La necesidad de drogas de Jackson también podría haber tenido que ver con el dolor que le causaron varias cirugías.) Ese mismo año, de manera inesperada, se casó con Lisa Marie Presley, la hija de Elvis Presley. Algunos lo interpretaron como un intento de recuperar su imagen y fortalecerla al darle un marco heterosexual auténtico, además de unir su nombre a otro mucho más famoso aún. El matrimonio duró 18 meses. Presley nunca habló mal de Jackson, sino siempre con afecto, hasta después de su muerte. En 2010, le dijo a Oprah Winfrey: “Hubo un momento terrible en nuestro matrimonio cuando tuvo que tomar una decisión: ¿las drogas y los chupasangres o yo? Y me abandonó”.
Jackson se volvió a casar en 1996, esta vez con una enfermera del consultorio de su dermatólogo, Debbie Rowe. La pareja tuvo dos hijos, Prince Michael Jackson y Paris Michael Katherine Jackson. Al parecer, la verdadera razón para casarse había sido tener estos niños; la pareja se divorció en 1999 y Rowe renunció a la custodia de los chicos. (Rowe confesó en un momento que Jackson no era el padre biológico de los niños, sino que habían sido concebidos por inseminación artificial.)
A lo largo de todo este tiempo, por desgracia, la ambición de Jackson se apagó, y la música que sí apareció tuvo un éxito muy esporádico. Su nueva música en general era una declaración de autojustificación. En “Childhood”, una canción de HIStory: Past, Present and Future, de 1995, habló de su excentricidad: “Nadie me entiende/Creen que mis excentricidades son tan raras... Mi destino es compensar/La infancia que no tuve/ Antes de juzgarme, intentá amarme/Hacele caso a tu corazón y preguntate/¿Sabés lo que fue mi infancia?” Dos años después, todavía consternado por la manera en que los medios lo juzgaban, Jackson afirmaba en “It Is Scary”, una canción de su álbum remix de 1997 Blood On the Dance Floor: “Soy la bestia que te imaginabas/Y si tenés ganas de ver/Bizarrías excéntricas/Seré grotesco frente a vos... así que decime... ¿Me tenés miedo?”
Su dolor y su bronca empezaron a expresarse más en su cuerpo con los años. A veces parecía aterrorizado; los ojos apenas asomaban por los agujeros de una máscara quirúrgica o detrás de una burka. Por momentos se movía con una furia explosiva, como en el final de ese video infame pero increíblemente exitoso de 1991 para la canción “Black or White”. Eran movimientos muy diferentes de los movimientos alegres de algunos años atrás. Pero a pesar de los buenos momentos –y de algunos empalagosos reflejos de megalomanía–, la música del Michael Jackson de los 90 no tuvo una presencia real en la cultura popular de ese periodo. Su último disco, Invincible, de 2001, tenía algunos tracks audaces –Jackson estaba finalmente acomodándose a las innovaciones estilísticas y culturales originadas en el hip-hop y otras formas musicales urbanas– pero a grandes rasgos, no le hizo justicia a su título. Esto no quiere decir que no siguiera siendo una gran estrella, sino que su leyenda se había trasmutado: ahora era más conocido por sus excesos y sus malas decisiones. Vivía en un castillo; tuvo otro bebé, Prince Michael II, cuya madre nunca fue identificada, al que una vez zarandeó sobre un balcón en Berlín.
A veces era inevitable preguntarse si Jackson tenía alguna idea de cómo afectaban sus acciones al resto del mundo, lo que tal vez esté bien, a menos que esperes que todos te amen incondicionalmente. El error de juicio más insigne de Jackson se hizo evidente en una entrevista en 2003 con Martin Bashir, en la que el cantante dejó en claro que todavía compartía su cama en Neverland con chicos que no eran los suyos. En un momento del programa, Jackson estaba agarrado de la mano de un nene de 13 años, sobreviviente del cáncer, y explicó que para él ese comportamiento era inocente y encantador. La respuesta del público fue rápida e hipercrítica; muchos interpretaron que a pesar de las acusaciones que había recibido en 1993, Jackson todavía obraba con impunidad. La reacción fue tan devastadora para Jackson que, según algunos rumores, ese mismo año intentó suicidarse con una sobredosis de morfina. Por lo menos, algunos señalaron que Jackson había intentado suicidarse profesionalmente.
La controversia se volvió más seria que nunca cuando el chico del video acusó a Michael Jackson de toquetearlo. Esta vez, sí fue llevado a juicio. El drama en que se encontraba Jackson se ajustaba los temas principales de su vida y su arte: su obsesión con el estrellato, el misterio, la hybris, el miedo y una infancia robada. Si las acusaciones eran ciertas, había que preguntarse qué era lo que Jackson veía en las infancias de los demás. ¿Era capaz de no respetar su inocencia, como no habían respetado la suya? Si las acusaciones eran falsas, entonces había que preguntarse qué tipo de satisfacción residía en verlo arruinado.
El juicio de 2005 fue el espectáculo que todos esperaban ver: un drama sobre la justicia y la fama, el sexo y la indignación, la moralidad y la raza. A pesar de que se hizo eterno, estaba claro que la fiscalía no tenía fundamentos sino mucho resentimiento. Jackson fue sobreseído de todos los cargos. Pero el daño fue, en muchos sentidos, total. Jackson salió de los tribunales como un hombre golpeado. Su economía estaba desquiciada; había gastado cifras astronómicas y no había sabido manejar su dinero. La estrella más grande del mundo había caído desde lo más alto. Se fue del país y se instaló en Bahrein; pocas veces se lo veía o se sabía algo de él. Después, en 2009, anunció que haría una serie muy ambiciosa de 50 recitales –que él mismo llamó “mi última salida al escenario”– que tendrían lugar en el estadio O2 de Londres a partir del 13 de julio.
Es difícil creer que Jackson, que estaba tan orgulloso de sus actuaciones en público y era tan inigualable a la hora de hacerlo, se hubiese comprometido con un proyecto con tantas posibilidades de fracasar estrepitosamente. Por otra parte, no es inconcebible que Michael Jackson hubiera estado en la ruina durante los últimos años. Lo cierto es que el 25 de junio de 2009, en Los Angeles, Michael Jackson murió de un paro cardíaco causado por una sobredosis de propofol, un somnífero muy potente. El doctor Conrad Murray, su médico personal, fue acusado de homicidio culposo por haberle administrado una dosis demasiado alta de esa droga. En 2011 se lo condenó a cuatro años de prisión.
Sin embargo, vale la pena preguntarse qué es lo que mató a Michael Jackson. ¿Su búsqueda permanente de fama y reconocimiento? Sin dudas, aunque sólo en parte. El tema del abuso infantil siempre será un punto crucial en su vida, y además, para mucha gente –y es comprensible– un tema que opaca su arte. Seguramente nunca sabremos cuál es la verdad, y es algo horrible dentro de toda esta pesadilla.
¿Qué fue, entonces, lo que salvó a Michael Jackson después de su muerte? Para empezar, su arte y sus logros. Cuando una persona hace tanta música increíble, nuestros placeres colectivos se enriquecen y nuestra historia se vuelve más intensa y más compleja.
No sorprende, entonces, que la industria Michael Jackson haya florecido en su ausencia. En los últimos cinco años, Michael Jackson en estado de muerto vivo se ha convertido en uno de los músicos más poderosos del mundo: su voz incorpórea es el pilar de la gira Immortal World Tour del Cirque du Soleil, que desde 2011 ha ganado más de 325 millones de dólares con la venta de casi 3 millones de entradas. Vendió más de 50 millones de discos, y This Is It, la película sobre sus últimos ensayos de 2009, recaudó más de 500 millones de dólares.
Sin Michael para gastar extraordinarias sumas de dinero ni jactarse de dormir con niños, los custodios de sus derechos han tenido libertad para cerrar contratos muy lucrativos en nombre de su legado musical. Al morir, debía 500 millones de dólares; sus testamentarios pagaron la deuda en 2012. Durante su vida, lanzó un montón de álbumes de grandes éxitos y aniversario, pero sus herederos han sacado varios más desde que murió: la banda de sonido de This Is It, un disco aniversario por los 25 años de Bad (con un documental de Spike Lee), y Michael, de 2010, una colección de canciones inéditas terminadas por productores como Akon y Lenny Kravitz. Un montón de material de Jackson, incluyendo tracks que Michael había tenido guardados durante años, han visto la luz en este breve período: el aniversario de Bad contenía gemas desconocidas como “Al Capone” y “Streetwalker”, y una compilación de 162 canciones para iTunes del año pasado incluyó una versión en vivo de 1981 de “Don’t Stop ‘Till You Get Enough” y remixes de Will.i.am, Moby y Paul Oakenfold. Michael, de 2010, fue una colección mal concebida de tomas descartadas y tracks a medio terminar, y Xscape fue una colección de temas descartados durante las sesiones de grabación de Thriller, Bad, Dangerous e Invincible coproducida por Timbaland, Rodney Jerkins, John McClain y otros.
Lo que resulta increíble es que nada de esto haya opacado la contribución que realizó durante su vida. En sus ambiciones, en sus fracasos y, lo más importante, en sus sonidos encarnó la historia de la música negra en Estados Unidos. Pero hizo más que eso: las barreras que él franqueó ayudaron a convertir el pop moderno en una escena mucho más inclusiva que antes. Siempre es bueno ver cómo alguien transforma el mundo de posibilidades conocidas. Me acuerdo de que vi, cuando era chico, cómo lo hacía Elvis Presley en el Stage Show de los hemanos Dorsey y en The Ed Sullivan Show. Me acuerdo de ver, cuando era adolescente, cómo los Beatles abrían nuevas posibilidades artísticas e históricas en sus primeras apariciones en Estados Unidos, en el programa de Ed Sullivan. Me acuerdo de haber visto, en mi primer año como redactor para Rolling Stone, a los Sex Pistols romper las viejas superficies y forjar un nuevo futuro; incluso cuando cantaban “no future” en el escenario de Winterland en San Francisco, en su último recital en los 70.
Y sin embargo, nunca me olvidaré de esa noche de 1983 en Pasadena, California, en el recital por los 25 años de Motown, cuando Michael Jackson hizo su primera actuación como artista maduro y llegó para reclamar lo que era suyo al interpretar esa versión asombrosamente agraciada y electrizante de “Billie Jean”. Bailaba, daba vueltas, miraba a un público subyugado con seguridad. Jackson hizo un gran trabajo al animar y mitificar su propia mezcla de misterio y sexualidad. Nunca había visto nada parecido. Seguramente, no lo volveré a ver. Michael Jackson no sólo se llevó todos los laureles: llevó la música hacia otro nivel, uno muy alto, y todavía no ha habido nadie que lo haya alcanzado con la misma elegancia o los mismos resultados que él
Mikal Gilmore
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