Un resumen de las últimas dos noches del Quilmes Rock
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"¿Vos sos el que escribe contra los metaleros en Rolling Stone?", me abarajó cuando bajé del 29 un muchacho que conjugaba perfectamente los rasgos físicos de Scottie Pippen, el Tano Marciello y el Yeti (según averigüé después, el papel necesario para su prontuario policial se obtuvo de la tala de un área del Amazonas equivalente a la provincia de Catamarca). Al mirar por sobre su hombro vi que un verdadero ejército de amantes del rock pesado, armados con palos, piedras, cadenas, hachas, magos, espadas y rosas, me aguardaba pacientemente para hacerme notar su descontento por mi no-reseña de Iron Maiden de la semana pasada. La remera de Richard Marx que había elegido para ese día no hacía más que echarle más nafta al fuego de su enojo. De modo que me tomé un segundo, elegí cuidadosamente mis palabras y respondí a su pregunta con suma elocuencia: "No, soy otro", a lo que ellos contestaron "uh, perdón". Me alejé sigilosamente mientras los veía rascarse las cabezas, y así, sano y salvo, continué con mi periplo hacia una nueva fecha del Quilmes Rock.
En la semana le había preguntado a Roberto, el acreditador de prensa, si estaba enojado por lo del problemita con su camioneta y me contestó que no. También lo consulté si sería posible conseguir un ticket para Los Piojos o Kiss y me respondió que no. Luego lo interrogué: "¿Para vos quién era mejor, Maradona o Giunta?" y volvió a sentenciar: "No". Y finalmente me aproveché de su negativa perpetua preguntándole si no había problemas en que pase por su oficina, me dé su tarjeta de débito, me anote su clave y me deje devolverle todo el lunes que viene. "No", me dijo. Y para allá fui, dispuesto a conseguir el dinero que me reportaría una entrada al campo.
Cuando llegué a River estaba tocando Divididos. Me instalé junto a un puesto de hamburguesas que, habiendo pasado las últimas cuatro horas sin alimento alguno, me tentó inmediatamente. "Una, Willy", le dije al vendedor, que me respondió con un escueto "diez pesitos". "¡¿Diez pesos?! ¿De qué son, de lémur?" le pregunté, anonadado. "No, de Paty", me dijo. Y no me pareció conducente continuar con la conversación, así que junté hasta la última monedita, pagué y me fui.
Entonces levanté la vista en dirección al sector de prensa y ahí estaba Conny, la asistente de Roberto, quien me recibió eufórica al grito de "¿vos quién eras?" y luego me dio una pulsera de color verde manzana que en un principio me hizo sentir importante, pero que finalmente sólo garantizaba mayonesa gratis para los patys de 10 pesos (mientras, desde el VIP, Nahuel Mutti y Juan Cruz Bordeu dejaban de comer sushi para señalarme, reírse y hacerme gestos obscenos tomándose los genitales con ambas manos). "Esto no va a quedar así", pensé. Me mandé de queruza por un pasillo de River y me metí en un cuartito, que resultó ser el que usan para guardar a Gerlo después de los entrenamientos. Me quedé allí, discurriendo amablemente con Danilo, hasta que caí en la cuenta de que Los Piojos ya habían tocado dos horas. Me asomé, intentando ver el último tramo del show, pero los metaleros de la entrada se habían dado cuenta de mi tejemaneje y me esperaban, más furiosos que nunca, también en el VIP. Lo mandé a Gerlo en mi nombre a negociar. Seguramente se perderá algunas fechas del Clausura.
El concierto terminó, la audiencia se fue arengadísima y yo seguía preso en el depósito de marcadores de punta rústicos. ¿Qué iba a hacer, teniendo en cuenta que tampoco tenía entrada para ver a Kiss al día siguiente? Se me ocurrió una idea: quedarme ahí haciendo el aguante hasta que empezara, 20 horas después, el concierto de la banda pintarrajeada. Y eso intenté: jugué 17 horas al Tetris de mi celular y después caí rendido, debilitado por la falta de comida y el dolor de dedos.
Desperté a las dos de la madrugada del lunes. Todo estaba en silencio. Kiss había terminado, y sólo se veía a lo lejos a Juanse, que seguía colgado del escenario que ya habían comenzado a desarmar (del show de los carapintadas sólo pude oír que Paul Stanley estaba muy desmejorado, cosa que se aprecia en la foto que ilustra estas líneas). "Oh", pensé, y me escabullí fuera del estadio, teniendo que caminar hasta mi Wilde natal por haber gastado todos mis ahorros en una hamburguesa que, encima, se quedó a vivir en mi colon.
Cuando llegué a casa, seis horas después, me comí un búfalo entre dos panes mientras pasaban La Viola en TN. Y ahí sí, Pop Life finalmente vio a Los Piojos y a Kiss, por obra y gracia del ubicuo Sr. Contepomi.
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