Retratos de una obsesión
Agosto de 2002 en Los Ángeles. El verano es todavía más soleado en el sur de California. Otra tarde diáfana y placentera está por comenzar en uno de los puntos más altos del Sunset Strip. Desde el ventanal de una de las amplias, despojadas suites del Hotel Mondrian, blancas de cabo a rabo y embellecidas por una suave brisa, un puñado de cronistas llegados de los cinco continentes mata la espera mirando la extensa planicie urbana que baja a espaldas de la avenida símbolo de West Hollywood, Sunset Boulevard.
Pocos minutos después, frente a esa pequeña Babel periodística (que incluye al autor de estas líneas), sentado en el centro de una mesa redonda, Robin Williams sonríe. Viste una camisa azul, pantalones oscuros tipo cargo (con bolsillos a la altura de las rodillas) y zapatos deportivos. Le toca pasar la tarde entera en ese lugar, a pocos pasos de los clubes de comedia que consagraron su talento y en el que prueban suerte todo el tiempo los continuadores de ese arte superior en el cine y la televisión de Estados Unidos. También está muy cerca de allí, cruzando Sunset Boulevard, el legendario Chateau Marmont, el lugar en el que 20 años antes de ese día recibía a un Robin Williams entregado a su adicción a las drogas. Allí fue casi testigo de la muerte por sobredosis de su amigo John Belushi. Pudo haberle tocado a él. Lo cuenta como un sobreviviente, recuperado en su amor por la vida después del nacimiento de su primogénito, Zachary. "¿Saben lo que significa que un hijo se levante en el medio de la noche y vea a su alucinado padre peleando con arañas gigantes?", se pregunta sin dejar de sonreír. Una sonrisa que parece pedir a cambio algún gesto de piedad, de silenciosa comprensión.
Y de repente, después de esos instantes de confesión en carne viva, el auténtico Williams desaparece y se refugia por completo en uno de sus personajes. Ahora que el mundo entero llora a uno de los grandes reyes de la comedia y no cesa desde el lunes por la noche en la búsqueda de explicaciones a su decisión de quitarse la vida, una posible respuesta juega con las riesgosas consecuencias de la pérdida de identidad. Como Peter Sellers, otro payaso atribulado por demonios internos, Williams podía ser cualquiera. Todos tenían un lugar en su camaleónico ser, menos él mismo.
Instalado en ese lugar parece más feliz que nunca. Sobre todo cuando logra que los cronistas estallen de risa al escucharlo imitar las voces de George W. Bush, Tony Blair y el papa Juan Pablo II en la misma frase. Williams es desborde y control al mismo tiempo: baja la cabeza y habla sin parar con toda clase de acentos mientras alinea con sus manos todos los grabadores del grupo de periodistas y comienza a hacer con ellos movimientos de péndulo de un lado al otro, como si fuesen naipes.
Hasta que vuelve a sus recuerdos más oscuros, que trata de exorcizar a puro humor. "Hacer reír es una bendición, una liberación. Algo catártico que ayuda a superar las peores situaciones y olvidar el dolor, porque uno aprende cómo manejarlo. Lo que no sé es si podría evadirme con mis propios chistes, porque así como en el pasado abusé de algunas sustancias, en este caso podría hacer abuso de mí mismo. Ahora bien, si quieren fotos de esa época conmigo no cuenten", dice a propósito de la película que estaba por estrenar en aquel momento.
En Retratos de una obsesión (título con que se estrenó en la Argentina One Hour Photo), Williams encarna al solitario encargado del laboratorio fotográfico de un centro comercial obsesionado por seguir al detalle la vida de una familia que en apariencia tiene de sobra lo que a él le falta: la alegría de vivir. Con ese incómodo personaje, el actor parecía escapar quizá por primera vez de su clásica imagen de frenético comediante. Pero, como llegó a observar en ese momento Claudia Puig en USA Today, lo único que hizo fue encontrar el lado siniestro de su maniática comicidad. En el fondo, nada cambiaba.
Esa reseña adquiere perturbadoras connotaciones actuales cuando Williams viaja de la ficción a la realidad para hablar de sus propias imágenes. Cuenta que en 2002 se cumplieron 15 años desde el momento en que decidió confiar a una persona muy cercana y fiel la tarea de revelar sus fotografías personales y familiares. Y dice que tomó la decisión nada más que para proteger a sus seres queridos y no exponerlos.
Por entonces, los tres hijos de Williams ya habían nacido. La única mujer, Zelda Rae, era la del medio. Recibió su primer nombre de la devoción que su padre tenía por el personaje central de un famoso videojuego de Nintendo, Legend of Zelda. En los últimos días, una multitud de firmas trata de lograr que la próxima versión del juego sume a un personaje de las características de Williams, a modo de homenaje. Circula por Internet un video bastante reciente que muestra al actor (con una barba digna de Papá Noel) y a su hija compartiendo el gusto por el juego y explicando el origen del nombre de la chica.
Zelda tiene hoy 25 años y no sólo heredó de su padre los genes artísticos. También decidió seguir la conducta paterna en la voluntad de velar por su derecho a la privacidad. Pero el contexto no ayuda. Aquel 2002, tiempos de fotos reveladas en apenas una hora, es la prehistoria. Aquellos laboratorios ya no existen y las imágenes, registradas ahora en su mayoría por teléfonos celulares, circulan sin límites ni pudores a través de las redes sociales.
El miércoles último, la hija de Robin Williams escribió a los seguidores de su cuenta de Twitter (@zeldawilliams), que hoy suman casi 210.000, un mensaje de despedida. Allí comunicaba la decisión de alejarse de sus cuentas de Twitter, Tumblr e Instagram "durante un largo tiempo, tal vez para siempre". Estaba incómoda como nunca, martirizada por el acoso de dos usuarios que no dejaban de enviarle mensajes "crueles e innecesarios", que hasta incluían fotos adulteradas del cadáver de su padre.
Zelda también estaba muy molesta con quienes reclamaban, de manera casi perentoria, que compartiera en las redes sociales más fotos familiares de las que decidió dar a conocer. Como si la voluntad de tantos y tantos que eligen renunciar a su privacidad fuese a estas alturas algo obligatorio por definición y naturaleza. "Tuve la suficiente fortuna de compartir tiempo con mi padre sin cámaras alrededor", dijo con sorprendente lucidez.
Twitter suspendió ese mismo miércoles las cuentas de los dos acosadores virtuales y uno de los máximos encargados de velar por la seguridad de la red, Del Harvey, anunció que a partir de ahora se reforzarán los controles y las acciones destinadas a proteger a las familias de los usuarios fallecidos.
¿Qué es lo privado en estos días?, se pregunta Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo. En su mirada, lo público y lo privado se confunden en una suerte de happening donde somos a la vez espectadores y actores. "Recíprocamente -explica- nos lucimos exhibiendo nuestra vida privada y nos divertimos observando la ajena en un strip- tease generalizado en el que nada ha quedado ya a salvo de la morbosa curiosidad de un público depravado por la necedad". En medio del dolor, la hija de Robin Williams nos advierte que ese juego voyeurista no tiene nada de divertido. Es el desagradable, triste y patético retrato de otra obsesión.
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