Sin falsas pretensiones
L' Elisir d'amore. ópera cómica en dos actos de gaetano donizetti, con libreto de felice romani basado en el filtro de eugène scribe / Dirección musical: Francesco Iván Ciampa / Dirección de escena: Sergio Renán / Escenografía: Emilio Basaldúa / Vestuario: Gino Bogani / Iluminación: Sebastián Marrero / Diseño audiovisual: Alvaro Lun / Dirección de coro: Miguel Martínez / Elenco: Adriana Kucerová (Adina), Ivan Magrì (Nemorino), Giorgio Caoduro (Belcore), Simón Orfila (Dulcamara), Jaquelina Livier (Gianetta) / Coro y orquesta estable. Teatro Colón / Próximas funciones: 10, 12 y 14 de mayoNuestra opinión: muy buena.
Todo aquello que puede esperarse de L'elisir estuvo en la nueva producción del Colón: un entretenimiento sin falsas pretensiones más allá de la belleza de su música -¡nada menos!- y de la inocencia de su historia, sumado al placer de un estilo -el belcanto- que convierte al sonido de la voz humana en primera y última finalidad de su estética. Comenzando por la columna vertebral de esta definición: un elenco de voces consistente.
El sargento Belcore -rival del protagonista, interpretado por el barítono italiano Giorgio Caoduro- se lució con las coloraturas y la seguridad de sus líneas, destacado en el aria de entrada Come paride vezzoso. Mejor aún, el charlatán Dulcamara, encarnado por el bajo español Simón Orfila, buen volumen, clara dicción y proyección de voz combinada con desenvoltura escénica. El tenor siciliano Ivan Magrì, como el protagonista Nemorino, luego de superar inconvenientes en la apertura del personaje (una molestia en el pasaje de registro que le jugó una mala pasada), continuó una buena actuación y llegó en forma a la consagratoria "Una furtiva lagrima" (aria que el propio Pavarotti -paradigma de este repertorio- consideraba el diagnóstico más completo de la voz), difícil desde el inicio con una incómoda "u" y peligrosos matices en los que se miden las habilidades del tenor lírico y la belleza vocal. Excelente la soprano eslovaca Adriana Kucerová como Adina, estrella de la noche por la gracia de su interpretación, la fluidez y técnica y el control de las exigencias del belcanto: frescura, ligereza, homogeneidad y dominio en el detalle.
Expresiva la orquesta bajo la batuta del joven italiano Francesco Iván Ciampa, sosteniendo la acción con swing, bello sonido, vivacidad y plasticidad en el acompañamiento. Brillaron los ensambles y los logrados números de masa. Notable el rendimiento del coro con dirección de Miguel Martínez.
En el plano escénico, Renán creó una régie de aire costumbrista desarrollada en tres momentos: el exterior de un pueblo de Italia ambientado como una plantación de naranjas cuya reina, la dueña, es una Adina rubia; el interior de la fábrica; y un parque como espacio imaginario. Coreografías ágiles, marcaciones claras y seguras, con la superposición de proyecciones -diseño de Alvaro Luna- aportando elementos de lenguaje cinematográfico y acotaciones de planos cortos.
La realización escenográfica de Emilio Basaldúa lució técnicamente impecable, efectiva en su diversidad de circulaciones, planos, alturas y perspectivas por momentos imponentes. En la iluminación a cargo de Sebastián Marrero predominaron las tonalidades cálidas homogeneizando la pintura general con breves toques de luz negra que "recortaron" escenas especiales como los dúos con atractivo efecto. Estupenda confección de vestuario en las manos de Gino Bogani. Finos cortes, movimientos delicados y un final sublime con trajes blancos representando la inocencia al claro de la luna.
En el último cambio de escena -a partir de la famosa Furtiva lagrima luego de un movimiento del disco giratorio que siempre resulta atractivo-, el espacio se abre y, en contraste con los cuadros anteriores más sobrecargados y voluminosos, se respira un clima nuevo, completamente inesperado. Es la sorpresa de la producción y hay que esperar ese momento, el más sensible de la obra: el mensaje de Sergio Renán en la despedida de esta cándida historia que por un instante, sobre su romántico cierre, nos transporta a una escena fantástica, al sueño de un jardín como metáfora del amor.
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