En el reality el objetivo es encontrar un talento, aunque esa no sea justamente la condición fundamental para triunfar en la TV; ¿son creíbles estos shows?
La premisa es diversificar, hacer un lavado de cara, pero sólo un poco, porque la idea es no desorientar y que el televidente no pierda esa identificación; pero sí lo suficiente como para sentir que el producto es distinto, novedoso. Y empieza el acting, palabra de moda si las hay, que incluye respirar hondo, ahogar el llanto, guardar grandes pausas sin hablar, y luego charlar con el soñador sobre lo dura que resulta la vida y abrazarlo con uno de esos apretones que parecen sinceros, esos que se le da al amigo de toda la vida. Y que no falte esa palmada en la espalda que al instante convierte a un presentador de televisión en un humano macanudo, una sana excepción dentro de la basura que abunda. Si todo eso aburre está lo otro, lo de siempre, la marca registrada más rendidora de los últimos 20 años de televisión argentina: los gritos que obligan al replanteo del micrófono, las poses estudiadas, las muletillas y la sobreadjetivación que todo enaltece, tan empalagosa que más que describir, entumece. Es el estilo. Así se le dice a eso que define a Soñando por cantar y a cada uno de los programas que se le parecen y provienen de esa fábrica de fantasías que es Ideas del Sur.
Y en el medio -y al comienzo y al final y en todos lados- está la gente, creyentes de la fama instantánea, que va y que mira, que alienta, que muere por ver si el famoso es igual que en la tele, que cree en que un poco de notoriedad es el comienzo de todo, tenga 5, 20 o 48 años. No importa en qué momento ni cómo, pero lo que importa es ser famoso, sentir que llegaste, y después se verá para qué. Y para ello basta con que esos cuatro jurados sentados en cuatro sillones rojos con cuatro estrellas hechas de papel aluminio digan que valés, y que hay que seguir adelante, sin importar lo que pase. "Tené cuidado de no pasarte de energía", dice Oscar Mediavilla, mientras Alejandro Lerner sentencia "tenés muchas condiciones", y entran (supongamos que sin querer) en el juego de las contradicciones, en el que le hacen creer a ese soñador que con el talento es suficiente para pegarla, mientras que después, en Showmatch, el programa insignia, se mezclará una minoría que sí sabe hacer algo con una gran mayoría cuyo talento se limita a mostrar el culo en plano ginecológico, o a discutir sobre enfermedades, infidelidades y demás tópicos de ocasión.
Y en ese juego funcional, en el que el talento sirve mientras el rating acompañe y sino volvemos a mostrar las tetas, siempre hay un conductor, un remador todoterreno formado a imagen y semejanza del dios Marcelo Hugo. El nuevo José María Listorti, ponele. En un lugar en el que la impronta propia parece ser pecado, Mariano Iúdica se asume devoto de su religión, esa que lo llevó de ser asistente de producción a movilero y ahora a presentador, y de la que "El Chato" y "Fede" son sacristanes. Y como un practicante fiel, adopta el estilo de su creador, el original, que indica desde cómo agarrar el micrófono hasta la manera de vestirse. Lo que antes fue Etiqueta Negra o Liguria mañana será otra marca, o no, quién sabe. Y luego se hablará de ello, de esto y de lo otro en cada programa satélite, en cada show de chimentos que aunque quisiera, no podría hablar de otra cosa.
El sistema es perfecto y el negocio, redondo. Todos lo saben (lo sabemos). "¡Impresionante!", gritará Iúdica cada noche (siempre pasado de energía) en su big show federal en el que todo, absolutamente todo, es de un nivel superlativo. La pregunta -volviendo a eso de que Soñando por Cantar es un concurso de talentos- es qué hay más allá de la fama. Quizá nadie se lo haya preguntado todavía, un poco aturdido por las luces, el ruido y el griterío, que sólo terminan cuando el conductor grita aún más fuerte que todos, y mientras el televidente siente morir allí su espíritu crítico.