Teatro. Contra el agobiante calor
Que el verano de Buenos Aires fue siempre abrumador, lo atestiguan las crónicas desde el siglo XVI, el de las dos fundaciones de la ciudad: en 1536 por Pedro de Mendoza, en 1580 por Juan de Garay. Tal vez ninguno lo haya sido más que el de 1900, cuando decenas de personas caían en plena Avenida de Mayo, fulminadas por lo que la gente fina de entonces llamaba coup de chaleur, o sea, insolación. Nunca como entonces (salvo treinta años antes, en ocasión de la epidemia de fiebre amarilla) trajinaron más las ambulancias de la Asistencia Pública -ubicada a una cuadra de la Avenida, en Rivadavia y Esmeralda-, transportando a las víctimas del trastorno. Tal vez suene a frivolidad pero, para completar el cuadro, no resistimos la tentación de describir esas ambulancias tal como las pinta Bernardo González Arrili en "Buenos Aires 1900" (Centro Editor, 1967): "Con sus dos caballos zainos y sus cuatro ruedas de llantas engomadas".
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Los médicos atribuían la responsabilidad del mal, en gran parte, a la vestimenta impuesta a los sufridos habitantes de esta ciudad por la moda y por la noción victoriana del decoro. Para las señoras, el corsé de rígidas ballenas, que prolongaba su tortura en un cuello alto que oprimía la garganta; las numerosas prendas intercaladas entre la piel y el aire exterior, y los complicados sombreros. Para ellos, también los cuellos altos y rígidos, el famoso "rancho" de paja, que distaba mucho de ser refrescante, las medias sostenidas por ligas ceñidas a las pantorrillas, y los botines hasta el tobillo.
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Si abundamos en esta descripción indumentaria es para preguntarnos qué pasaba con la asistencia a los teatros, desprovistos casi todos ellos de una ventilación apropiada. Hasta los años cuarenta del siglo pasado, la mayoría de las salas porteñas cerraba en los meses de verano. Muy pocas de ellas tenían techo corredizo, y el remedio solía ser peor que la enfermedad. Allá por 1930 aparecieron los ventiladores de gran tamaño, portadores de algún alivio, pero también de ruidos molestos: zumbidos, golpeteo de alguna paleta indisciplinada, chirridos por falta de mantenimiento del mecanismo giratorio. Conocido es el desastre ocasionado a la pintura original de la cúpula del Colón -una ronda de ninfas, obra de Marcel Jambon- por haber colocado allí, para los bailes del Carnaval de 1934, una plataforma con ventiladores y barras de hielo. En 1936, el cine Opera fue la primera sala provista de aire acondicionado central, y -si la memoria nos es fiel- el Maipo fue el primer teatro que siguió sus pasos.
¿Cómo se defendían los espectadores, entre 1900 y 1940, del rigor estival en esta ciudad sofocante? Las señoras, con un arma infalible: el abanico. A falta de él, con una modesta reemplazante, la pantalla, obsequio infaltable de fin de año del almacén de la esquina o de la tintorería japonesa. Allí iban, en el aire pesado de la sala a oscuras, movidos por el vaivén incesante de las muñecas, esos frágiles artilugios inventados hace siglos en Oriente. Pero el abanico también puede ser un arma mortal (y no sólo por llevar una daga oculta en el varillaje). Que lo diga, si no, una famosa actriz de nuestros días (no la nombraremos) que estrenó un unipersonal en pleno febrero de hace muchos años, en una sala céntrica desprovista de aire frío. En el momento en que ella abordaba el monólogo más conmovedor de su personaje, una de sus colegas, también muy conocida, pero no tanto, empezó a maniobrar con su enorme abanico. Nadie podía reprochárselo, pues el calor era insoportable. Pero el seco chasquido de las varillas al abrirse y cerrarse sin pausa, impidió al público concentrarse en la emoción del momento. Una maldad, no desprovista de ingenio y, además, con un pretexto admisible: combatir a ese enemigo feroz, el calor de "la ciudad junto al río inmóvil".
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