Teatro. El siglo XVIII quería ser veraz
"El miércoles 27 de diciembre fui a la Comedia Italiana y vi cinco decoraciones de teatro diferentes. Una de ellas representaba tres avenidas de cipreses, largas hasta perderse de vista; otra, el puerto de Chíos, donde estaban admirablemente representados la Place Dauphine y el Pont Neuf; la tercera figuraba una ciudad, la cuarta un palacio del que se veían numerosos aposentos, y la quinta ofrecía un jardín con hermosas balaustradas. En estas diversas decoraciones la perspectiva había sido tan bien observada que todos los paisajes parecían perderse de vista, aunque el escenario no tuviera, en realidad, más de cuatro o cinco pies de profundidad."
Así expresaba el conde D´Ormesson, en 1716, su asombro ante la novedad que los comediantes italianos habían llevado a París, a partir de una obra titulada "La finta pazza" ("La loca fingida"): el decorado en perspectiva rigurosamente ortogonal, siguiendo los preceptos de la pintura renacentista, empeñada en procurar la ilusión de la profundidad mediante el uso del famoso "punto de fuga". Pero un escenógrafo, también italiano, Servandoni, introdujo poco después otra visión: perspectivas oblicuas, con numerosos puntos de vista. "El arte teatral", de Gastón Baty y René Chavance (Fondo de Cultura Económica, 1951), de donde se extraen estos datos, consigna: "En vez de ofrecer la monotonía de las líneas rectas que se hundían paralelamente, se simularon distintos planos, se hizo posible cortar la escena y se pudieron abrir ambos lados del foro".
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La preocupación de la época era representar "la verdad" en el escenario. Soplaban ya, aunque muy leves todavía, los vientos de un romanticismo incipiente, en contra de las rígidas preceptivas estéticas que caracterizaron el siglo de Luis XIV, el Grand Siécle. Francia seguía siendo el modelo estético de toda Europa, pero en Francia misma empezaban a mirar con interés al otro lado del Canal, donde los ingleses disfrutaban de una mayor libertad de acción y buscaban, sobre todo, la comodidad y el contacto con la naturaleza. Faltaría poco para que el simétrico y artificioso jardín francés, codificado por Le Nôtre, fuera reemplazado por el mucho más despeinado y liberal jardín inglés.
La misma inquietud regía respecto de la ropa. En el teatro francés, prosiguen Baty y Chavance, el empeño de veracidad llevaba a una revolución análoga en los trajes. "Adriana Lecouvreur representaba todavía a las heroínas de la antigüedad clásica en traje de gran ceremonia, con larga cola y amplio miriñaque, mientras que los actores conservaban el traje romano. Pero hacia mediados del siglo XVIII, la actriz Clairon y el actor Lekain se lanzaron en pos de la verdad". Empezaron por abolir la melopea, casi un canto, que era la forma tradicionalmente aceptada de decir el verso en los escenarios franceses, y de allí pasaron a la reforma del vestuario. Aunque hubo inconvenientes.
La Clairon proclamó haber perdido la fantástica suma de diez mil escudos en la reforma total de su guardarropa de escena: Marmontel se sorprendió al verla, en el camarín, vestida de sultana, "sin miriñaque, con los brazos desnudos y con un verdadero traje oriental".
Aquellos brazos desnudos causaron un escándalo, no menor que el ocasionado cuando, para representar una "Electra" de Crébillon, la actriz se presentó con un sencillo vestido "camisa", sin adornos, el pelo suelto y los brazos cargados de cadenas. El colmo del estupor del público y de los cronistas ante tamaña audacia llegó cuando, en el quinto acto de una "Dido, reina de Cartago", la emprendedora dama apareció... en camisón, porque se suponía que unos mensajeros acababan de despertarla. Tal fue el alboroto que la Clairon debió comprometerse públicamente a no reincidir.
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