Entre dos silencios
Hace poco se comentó en esta columna el problema expresivo del actor cuyo personaje debe permanecer en silencio mientras sus colegas hablan, y reflejar en su máscara, en su actitud corporal y, sobre todo, en la mirada, lo que aquéllos están diciendo. Ahora bien, ¿cuál es el valor del silencio, de la total ausencia de palabras, en el arte teatral? A diario se alude a la condición, presuntamente letal, del llamado "silencio de radio", cuando sólo un leve zumbido, casi cóncavo, abre un hiato en el torrente de palabras que, se supone, debería manar incesantemente del receptor.
Ese criterio se ha trasvasado, tal cual, a la televisión, sin reparar en la potencia informativa de la imagen por sí sola. De ahí la casi desesperada urgencia con que las voces se precipitan a subrayar que -por ejemplo- una persona viene caminando hacia la cámara, cuando la estamos viendo, precisamente, ejecutar esa acción. El cine, en cambio, usa el silencio con más sabiduría, o más astucia: es una herramienta dramática de primer orden, si bien debe tenerse en cuenta que la actitud del espectador no es la misma en una sala cinematográfica que en una teatral.
* * *
En "Le corps poétique", el gran maestro francés de teatro Jacques Lecoq (fallecido en 1999, ocasión en que el dramaturgo y actor inglés Stephen Berkoff dijo: "ƒl nos enseñó a ser artistas") propone: "En toda relación humana emergen dos grandes zonas de silencio: antes y después del discurso. Considerando estas situaciones silenciosas y observando la naturaleza humana, podemos redescubrir, en el teatro, los momentos en que las palabras todavía no existen. La otra forma de silencio viene después: cuando ya no hay nada más que decir". Esto se relaciona -en nuestra opinión, al margen de Lecoq- con esa rara cualidad, presente tan sólo en los actores verdaderamente grandes: la capacidad de mostrarse asombrados ante lo que les ocurre a sus personajes, como si no se supieran el libreto de memoria. Retomando a Lecoq: tal capacidad provendría, justamente, de esa previa operación silenciosa, anterior al discurso.
Por su parte, nuestro conocido y admirado Peter Brook, en una reciente recopilación de las conferencias que dio en 1993 ante gente de teatro, en Dallas, titulada "Between Two Silences", coincide con su colega francés: "Dos extremos tiene el polo del silencio. Hay un silencio muerto, que no nos sirve de nada, y está el otro silencio, el supremo momento de comunicación, o comunión: el momento en que personas normalmente separadas por las comunes barreras entre los seres humanos, repentinamente se descubren juntos, unidos de verdad". Brook está hablando del teatro, naturalmente. Agreguemos que ése es el momento único, incomparable, en que el escenario recupera por un instante su antigua traza de altar y, como en sus orígenes, funde religiosamente a los espectadores en la común revelación de algo que nos atañe a todos, que nos revela la pertenencia a una especie y a una cultura. El momento en que, para decirlo con la voz de otro gran hombre de teatro, el legendario Charles Dullin, "el dios ha bajado". (Sólo por un instante, cabría añadir.)
Ninguna otra forma de expresión dramática ha conseguido superar al teatro en esa comunicación integral, profunda, visceral. El cine y la televisión recurren a un intermediario mecánico: en escena, el actor está ahí, en carne y hueso, nuestro prójimo, nuestro hermano, también mortal, también herido. También capaz de levantarse y seguir soñando.
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