El actor disfruta de su éxito en teatro -coprotagoniza La madre, junto con Cecilia Roth- aunque reconoce que le gustaría que hubiese más trabajo en televisión; a los 69 y después de superar varios momentos difíciles, asegura que el balance es positivo
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Gustavo Garzón es uno de los máximos representantes de una televisión que hoy no existe más. De aquella que extrañan los mismos actores y las familias que esperaban una hora determinada para juntarse en el living o dejar lo que se estaba haciendo para sentarse frente a la pantalla y seguir la suerte de sus héroes de ficción; esas tres décadas que van de los 80 a 2010 y que se fortalecían de telenovelas tan diversas como La extraña dama, Los machos, Vulnerables y Franco Buenaventura, el profe. Ya sea con el ojo casi artesanal de Alberto Migré o la impronta de Adrián Suar, Garzón estaba ahí, como galán, reparto o participación estelar. Como el profesional camaleónico que es, supo adaptarse a los tiempos que corren, y por ello su vigencia, ya que hoy se lo puede ver también en plataformas con series como El marginal y Barrabrava y películas independientes recién estrenadas, por caso Los bastardos y Cuando ya no esté.
Sin embargo la entrevista con LA NACION no se realiza para un remanido revisionismo de la industria, por el contrario, para hablar de su auspicioso presente que lo tiene como protagonista junto a Cecilia Roth de la pieza teatral La madre, la cual comparten con Martín Slipak y Victoria Baldomir, dirigidos por Andrea Garrote sobre un encriptado y potente texto de Florian Zeller.
“Creo que es la obra que más me costó memorizar en mi carrera. No porque tengo mucha letra sino porque la letra por momentos se repite pero con diferentes desenlaces según cada escena. Entonces, si me equivoco, tal vez salto a otro momento y eso desorientaría a todos. Tengo que estar muy concentrado, es una obra muy mental. Hay que prestar mucha atención pero la autora apunta a eso, a mantener al espectador atento a todos los detalles”.
-Compartís elenco con nada menos que Cecilia Roth.
-Ella comparte elenco conmigo, no yo con ella. Ya habíamos trabajado en una obra de teatro que se llamaba Días contados, hace 20 años, con la dirección de Oscar Martínez. Lo bueno y que lo pude comprobar cuando comenzamos a ensayar es que ninguno de los dos perdió la curiosidad, el orgullo por actuar, la vergüenza de querer hacerlo bien y sobre todo la pasión. Queremos ser mejores cada día y si bien tenemos nuestra trayectoria, no vale nada cuando nos subimos al escenario. Yo tengo que justificar por qué estoy al lado de Cecilia Roth. Y eso me mantiene vivo, activo e interesado por lo que hago.
-¿Sentís la presión de estar a la altura de las circunstancias en una cartelera teatral plagada de figuras?
-No siento la presión por la boletería. Yo sé que, más o menos, 30 entradas vendo por función. No más que eso. Lo comprobé en los pueblos, en las giras que hago. Tengo un pequeño público, pero no lleno una sala. Nosotros dependemos de Cecilia, que es una figura convocante y ella sí vende toda la platea. Somos el sostén para que ella pueda desplegar su talento. Ella es internacional y yo soy de cabotaje. Es la realidad. El espectáculo es ella. Está todo el tiempo en escena y recurre a todo tipo de recursos actorales para llevar a su personaje lo más arriba posible. Es admirable lo que hace.
-Aunque te bajes el precio, sos un referente para muchos actores.
-No sé si soy referente para los actores más jóvenes. Lo que recuerdo es que, cuando comencé, iba al teatro a robarle a los buenos actores lo que hacían. Yo me nutrí de los Ulises Dumont, Norman Briski, Federico Luppi, Luis Brandoni. Tengo una anécdota que habla mal de mí y responde a la pregunta: una vez, Luciano Castro y Mariano Martínez estaban en Mar del Plata, haciendo temporada, y como mis hijos son fanáticos de sus telenovelas, los fuimos a ver. A los 10 minutos me quedé dormido, estaba agotado, no podía más. Y cuando terminó la obra los fui a saludar y Castro me dice: “Hijo de p…, estábamos contentos que venías a vernos, vos, un referente de la televisión y te vimos cómo dormiste toda la obra”. Les pedí mil disculpas. Me doy cuenta de que se me quiere, y ese cariño me hace muy bien, sobre todo de ellos, los actores más jóvenes, que tienen mucho éxito.
-¿Qué te motivó a entrar en la profesión de actor?
-Me motivó que estaba perdido con mi vida y se me ocurrió que esto podría ser un salvavidas. No me gustaba ninguna carrera universitaria. Vengo de una familia de clase media, mi padre era médico y me sentía en la obligación de seguir algo. Pero no quería seguir cualquier carrera por conveniencia. En mi vida nunca hice nada por conveniencia, sino por vocación. No encontraba nada y me acordé que en cuarto año la profesora de literatura nos llevó al Teatro Payró y que ese día sentí un impacto sensorial fuera de lo común. Me anoté en el conservatorio y no paré nunca más.
-¿Paralelamente trabajabas o solo estudiabas?
-Estaba desesperado por actuar, pero trabajé de todo. Fui cadete, empleado y vendedor. Vendía de todo y me encantaba porque me daba libertad para ir de un lado al otro. No me gustaba estar encerrado en una oficina. Pateaba la calle. Empecé vendiendo tornillos, los compraba en el mayorista y los vendía en los talleres mecánicos. Vendí Ginebra Bols y para Olivetti. Vendí las primeras calculadoras que llegaron al país. Tenía que convencer a los almaceneros de que era mejor la calculadora que el lápiz. Y les explicaba cómo con esa máquina gigante con manija al costado hacían las cuentas de manera más rápida. Era un país más fácil. Yo con esos trabajos me alquilaba mi departamento y me bancaba los estudios.
El cariño de la gente
-¿Cuándo diste el salto?
-Cuando hice La lección de anatomía. Ahí me pagaron mi primer sueldo como actor y fue el paso previo a Aprender a vivir, en Canal 9. Eran los años 80 y ahí me hice un nombre y se me hizo todo más fácil. Si no hubiese entrado ahí, tal vez hubiese abandonado porque arranqué de grande, ya casi con 22 años. Pero siempre fui vendedor, de hecho hoy sigo vendiendo mis obras, las que me gestiono. La vez pasada me fui a Pehuajó con una obra mía.
-La televisión de antes generaba una fama al estilo hollywoodense.
-Nunca tuve un gran éxito. Siempre laburé pero nunca tuve un ¡Grande, pá!. Ahí sí, no hubiese podido caminar por la calle. Igual la gente nunca me molestó, conmigo siempre fue cariñosa. Una vez sola la pasé mal porque estaba haciendo La extraña dama y ya habíamos terminado de grabar y me preguntaron cómo terminaba. Yo decía que no sabía y no me creían, y se pusieron insistentes, pero realmente no sabía. Antes eran los autógrafos, ahora las fotos. Me gusta ese folklore. Al menos nunca lo padecí.
-De galán de telenovelas a estar vestido de mujer con José María Muscari.
-Cuando me vi vestido de mujer en Casa Valentina fue un espanto. Creo que fue lo peor que hice en mi vida. Me salía muy mal. Lo subestimé. Cuando me puse los tacos y veía lo bien que lo hacían mis compañeros y lo mal que caminaba yo, me quise morir. Un bochorno. Fabián Vena hacía una composición perfecta. Diego Ramos también, siempre con su voz poderosa, mientras que yo me quedaba afónico. Tampoco entendía la parte policial y Muscari me decía: “No tenés que entender nada, actuá y dejate de joder”.
-¿Extrañás la televisión que te impulsó como actor?
-No soy de añorar el pasado, pero sí me gustaría que estuviese la oferta laboral de antes. Por mí y por mis pares. Añoro la cantidad de puestos de trabajo que teníamos antes. Ahora la vida se volvió muy difícil. Antes, ganarse el dinero no era tan imposible. Pero sacando eso, no extraño mi pasado. No quisiera vivir lo que ya viví. La pasé bien, aprendí, me di mis gustos, tampoco tiro manteca al techo y acepto que estoy constituido por mi trayectoria, pero la vida es hoy. No soy de melancolizar: “Cuando Alberto Migré venía y me decía…” (actúa la frase). Ponerme a sufrir por algo que no está no tiene sentido, suframos por algo que está y podamos modificar.
Vida privada
Al repasar la vida de Gustavo Garzón uno visualiza el cielo y el infierno de manera nítida. Momentos muy luminosos, interrumpidos por profundos abismos en los cuales solo él sabrá la magnitud del dolor vivido. Preguntarle por ello es entrar en un terreno incómodo e íntimo, que traiciona la sonrisa con la que comenzó la entrevista. En retrospectiva, el recuerdo de Alicia Zanca (fallecida en 2013), su primer gran amor y madre de su hija Tamara y de los mellizos Mariano y Juan, sobrevuela la charla. También un duro trance de salud que vivió en 2009 y que lo tuvo contra las cuerdas durante un largo tratamiento. A esta sucesión de imágenes, como negativos antiguos, hay que agregarle la alegría por el nacimiento de su cuarto hijo, Joaquín, en 1998, fruto de su relación de 15 años con la psicóloga Ruth Alfie.
-Viviste momentos muy dolorosos, por los que otros hubieran tirado la toalla.
-A todo el mundo le pasan cosas feas. Muertes, enfermedades. Pero la vida te da la opción de elegir entre la vida y la muerte. Y yo siempre me agarro de la pulsión de vida. A los problemas hay que enfrentarlos, buscarle la vuelta y convivir con la dificultad. Yo me llevo bien con la adversidad. La adversidad me desafía y me pone más fuerte. Con todo lo que me pasó, entendí que me gusta vivir. Disfruto de la naturaleza, del mar, de las cosas que me gustan hacer como escribir y actuar. Y sobre todo porque no encuentro más felicidad que cuando estoy con mis cuatro hijos y mi nieta, todos juntos.
-Tus cuatros hijos son artistas.
-Joaquín, el menor, es músico pero trabaja con Internet y le va muy bien. Tamara es actriz, directora y ahora docente y los mellizos cada tanto actúan. La historia de ellos fue así, como a todos los chicos con Síndrome de Down, les gusta mucho bailar, actuar y disfrazarse. Pero como no había una escuela específica adonde enviarlos, la creamos con mi hija Tamara, hace 15 años: es la Escuela de Teatro Musical para personas con discapacidad intelectual que actualmente está en El Camarín de las Musas. El trabajo que hace Tamara como docente especializada es maravilloso y descomunal. Tiene 80 alumnos.
-Su nieta Miranda, hija de Tamara, tiene ocho meses.
-Estar con mi nieta lo vivo como si nunca hubiese tenido hijos. Es todo nuevo. Estoy fascinado con la experiencia de ser abuelo. No estaba ansioso por serlo, pero la tuve en brazos y descubrí nuevamente el amor. Me tiene hipnotizado. Es una conexión especial, como volver a lo esencial. Mi nieta me devolvió la sonrisa. Yo no sonreía y ella me hizo sonreír nuevamente. No me discrimina por viejo, no sabe quién soy, pero me mira y me derrito. Estoy feliz. Y ahora tuve la suerte de conocer a una mujer hace cuatro meses que me hizo volver a creer en el amor. Estas dos son mis novedades más importantes que me hacen disfrutar a pleno de mis 69 años.
Para agendar
La madre, de Florian Zeller y dirección de Andrea Garrote. Sala: Teatro Picadero (Pje. Enrique S. Discépolo 1857). Funciones: jueves a las 20; viernes a las 22; sábados a las 20 y domingos a las 18.30 [el domingo 15 de diciembre será la última función de 2024; la obra regresa a partir del 9 de enero de 2025]
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