James Brown usaba ruleros: en defensa del mundo de fantasía
La obra de Yasmina Reza, dirigida aquí por Alfredo Arias, tematiza la cuestión de la identidad de género mostrando con sutileza y humor insólito que todo es una máscara construida a lo largo de la historia
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Autora: Yasmina Reza Versión: Gonzalo Garcés y Alfredo Arias. Dirección: Alfredo Arias. Intérpretes: Marcos Montes, Claudia Cantero, Dennis Smith, Adriana Pegueroles y Juan Bautista Fernandini. Vestuario: Julio Suárez. Escenografía: Julia Freid. Iluminación: Matías Sendón. Música: Alejandro Terán. Sala: Teatro Sarmiento (Av. Sarmiento 2715). Funciones: jueves a domingos a las 20 horas. Duración: 65 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
En estos tiempos de sociedades polarizadas y de vidas literales, en las cuales todo lo que se muestra en redes sociales es lo que es, casi sin metáforas, el teatro se eleva como una disciplina por momentos extraña y espiritual. Esta actividad artesanal, física, que requiere del encuentro de artistas y público en un mismo espacio y hasta se anima a la transgresión de pedir que se apaguen los celulares, se ha convertido en un centro de resistencia, capaz de habitar la contradicción. Algo de esto es lo que sucede en el último estreno en el Teatro Sarmiento, con la obra James Brown usaba ruleros, escrita por Yasmina Reza y dirigida por Alfredo Arias.
Yasmina Reza es una codiciada autora de teatro y narrativa. Esta escritora francesa es la responsable de títulos muy populares en todo el mundo, y en Argentina, como Art (1995) y Un dios salvaje (2007) y es conocida por enfrentar a sus personajes en duelos verbales y emocionales, evidenciar las fallas del discurso, exponer los vacíos en el lenguaje. Fue la propia autora quien le propuso dirigir este material a Alfredo Arias, un premiado y reconocido director, actor y regisseur de ópera argentino, radicado en Francia, pero que desde hace dos años se encuentra viviendo en Buenos Aires.
James Brown usaba ruleros lleva al paroxismo la contradicción sobre la identidad de género y expone las incongruencias de todos los discursos, sin bajar línea, pero sí dejando en evidencia los problemas para llenar de sentido algunas cuestiones de la condición humana. En el programa de mano se plantea que la autora combina esa obsesión de nuestra época con la autopercepción y la corrección política con preguntas más perdurables y profundas, como: ¿Hay mayor alegría que jugar a ser otro? ¿Pero quién puede cantar su alegría solo?
Y así la obra funciona como un péndulo, entre tematizar la cuestión de la identidad de género y qué es lo que corresponde pensar o no, hasta mostrar con sutilezas, cómo todos los personajes juegan roles en sus vidas (de padres, de médicos, de personas fuertes y con certezas) y que todo no deja de ser una máscara, construida a lo largo de la historia.
La fuerza de este espectáculo es que un humor insólito, imprevisible y de asociaciones inéditas recorre toda la obra y de esta manera permite abrir el sentido, más que cerrarlo y logra que ninguna idea u opinión clausure el contenido. El argumento ya es desopilante: Jacob (interpretado por Dennis Smith) es un joven que cree ser Céline Dion -una de las voces más exitosas de todos los tiempos-. Sus padres, el matrimonio Hutner (Claudia Cantero y Marcos Montes), deciden internarlo en una clínica psiquiátrica; allí hay otro paciente, Philippe (Juan Bautista Fernandini), que es blanco, pero se cree negro. La psiquiatra (Adriana Pegueroles), atiende ambos casos y escucha a los padres, sin que el espectador tenga claridad sobre los métodos y objetivos del tratamiento. La pieza hace grandes volantazos respecto de cualquier lugar común que se pueda tener sobre estas temáticas: los padres no son personas violentas y represivas, negadoras absolutas de la realidad. Se muestran frágiles, inseguros, angustiados, intentando ayudar a su hijo y al mismo tiempo, incapacitados de comprenderlo. Jacob, que en realidad durante toda la obra es ella y se considera Celine Dion, no suelta jamás ese mundo de fantasía, que lo capturó en la adolescencia y nunca más soltó. Es notable plantar eso en escena: un personaje incapacitado de soltar el juego, que necesita ser otro para vivir y no lo soltará hasta las últimas consecuencias. Otro paciente del hospital, una persona que se siente negra aunque no lo sea, también expresa una sensibilidad y registro del otro conmovedora. Los actores juegan con los diálogos al límite, las entradas y salidas, las apariencias y el desborde, con un estilo que se acerca al clown, sin desbordarse ni soltar el verosímil. Dennis Smith, como Celine Dion, canta los hits de la artista canadiense con una notable pasión y técnica vocal.
No hay buenos ni malos. La problemática de la salud mental, la idea de la “normalidad” se cuestiona en distintos momentos del espectáculo y tiene su máxima expresión cuando la psiquiatra ofrece un discurso respecto al valor real de las hermanas del personaje Cenicienta y cómo este relato formó parte de una estrategia de manipulación para definir qué es lo hermoso y a quién le corresponde el poder y el reconocimiento. Un gran momento del espectáculo.
El diseño espacial y de vestuario es un viaje a una realidad otra, un tanto futurista, un mundo escéptico de cabinas vidriadas, de un blanco higiénico, un techo repleto de ventiladores que podrían asociarse con cierta idea de máquina (lo mismo sucede con un árbol plateado) que contrasta con un vestuario tomado por los colores y la mezcla de estilos: trajes del estilo Jackie Kennedy, con sombreros y colores vibrantes, se cruzan con peinados de plumas, capas con escamas tornasoladas y sacones negros y cueros, más cercanos al mundo Matrix. Todo es posible en este espectáculo, que tiene la enorme virtud de plantear que no hay que quedarse con una única lectura de la vida, las ideas y los sentimientos, pero lo que sí habría que evitar es encerrarse en la soledad del que canta pero no tiene a nadie que lo escuche.
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