Salvadora bondad perruna
Perro que fuma. / Dirección y dramaturgia: Leo Mendonca. / Intérprete: Manuela Fernández Vivian. / Escenografía y vestuario: Debbie McDonald. / Luces: Román Tanoni. / Música: Alejandro Deluca. / Sala: Timbre 4, Boedo 640. / Funciones: domingos, a las 16,30, a $ 70 y 50. / Duración: 50 minutos.
Nuestra opinión: muy buena.
Un niño que acaso sea una niña que simula ser niño: tal el personaje protagónico absoluto de una obra que se distingue netamente, con una modestia cartonera no exenta de justificado orgullo, en la cartelera porteña. Este ambiguo personaje, en una edad de pasaje a la adolescencia, quizá sea sordomudo, aunque lo más probable es que ese silencio sea su refugio porque está enojado con el mundo, se siente malquerido por su despreciable familia, compuesta por un padre embustero y golpeador siempre en calzoncillos; una madre gorda que apela a la presunta discapacidad del chico para sacar ventaja en el supermercado; un hermano que trabaja haciendo fotocopias y se compra zapatos en doce cuotas para estar a tono; una hermana mendiga de amor que es dejada sistemáticamente por sus novios. El grupo vive en un segundo piso de 31 metros de un edificio inacabado, tomado por okupas, "que iba a ser para gente normal, pero el tipo que lo construyó se escapó con la guita". En pos de un espacio propio, esta frágil criatura se instala en la ventana que da a un viaducto, pega con chicle una sillita en la pared exterior, juega, fantasea, hace inconducentes cálculos, habla de su gusto por el pollo con papas, de su disgusto hacia su familia, se escuda en una suerte de ingenuo cinismo, en su pequeña filosofía cruel.
Perro que fuma emplea con mucha eficacia el monólogo interior, ese fluir de la conciencia que se afirmó como técnica literaria narrativa en el siglo XX (de Virginia Woolf y James Joyce a William Faulkner y el nouveau roman, por citar algunos ejemplos ilustres), pasando naturalmente al teatro, donde vale preguntarse: ¿a quién se dirige este discurrir?, ¿al público? ¿o el personaje de marras dialoga consigo mismo? En el caso del ambiguo chico de Perro? se da el doble juego del pensamiento sin filtro, que se va ramificando sin aparente organización lógica, y la respuesta del público, que oscila entre la empatía por el desamparo infantil y la risa por el humor renegrido que se cuela en las entrelíneas de esta pieza de Leo Mendonca, escritor y cineasta brasileño aquerenciado en Buenos Aires, que ganó el premio Rozenmacher con este texto y se animó a debutar como director. Con ese fin reunió a un equipo atípico con gente de otros palos, como las artes visuales, que arropan a Perro que fuma con una suma de aciertos que logran sorprender.
Hubo un poeta (Paul Valéry) que dijo con mucho tino que "todo el perro está en su mirada", y hubo otro, también francés (Alphonse de Lamartine), que aventuró: "Donde haya un desdichado, Dios enviará un perro". En la obra de Mendonca, el personaje que se hace pasar por chico, acentuando los tics de la masculinidad tradicional en busca de su identidad sexual, ha soñado que el perro del quiosquero fumaba con las patas cruzadas. Y cuando, en la realidad, se le muere el dueño, ese animal llora y su mirada tristísima ablanda la coraza del pretendido varón que se resiste un poco ("un hombre que sabe karate no llora") antes de dejarse humanizar por el perro, uno de los hallazgos poéticos de esta pieza que -sin subrayados habla de los caídos del mapa, de los géneros como construcción cultural, de prejuicios que son el pan de cada día, del malestar de la pubertad, de la amabilidad de los canes capaces de confortar un corazón solitario?
La labor de la joven actriz Manuela Fernández Vivian -que trabajó con el director en la versión definitiva del texto asombra de continuo por la relevancia de su memorable creación: el gesto corporal sutil y ajustado, la mirada desvalida detrás de los anteojos y de la voz enronquecida mediante un revelador falsete, que suena genuino en esta obra contra cualquier forma de naturalismo.
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