Magnífico policial, como un juego de ajedrez
La sutil debilidad del rey
Nuestra opinión: muy buena
Dramaturgia, dirección: Rubén Mosquera. Intérpretes: Matías Alarcón, Mario Campodónico, Gastón Chamorro, Martín Di Paola, Víctor Frisardi, Hilario Laffitte, Ariel Li Gotti, Nanda Mcroy, Justina Ovejero. Escenografía y vestuario: Vanesa Abramovich. Sala: Teatro del Pasillo. Funciones: viernes, a las 21.
En la sala de espera advierten de un asesinato. Las ropas de los posibles sospechosos están dispuestas para ser probadas. Las hipótesis sobre quién pudo ser el asesino no tienen ningún asidero porque faltan piezas. Todas las sospechas se desvanecen en aire. Mientras los espectadores se ubican en los asientos se puede observar a alguien desparramado en el escenario: la muerte lo encontró en una posición incómoda.
La sutil debilidad del rey consiste en reconstruir las circunstancias y las causas, tal vez, de la mencionada muerte. ¿Un policial más? En realidad es un interesantísimo trabajo sobre el lenguaje. Es verdad que la trama es policial. Al fin y al cabo, hay un detective y su ayudante, intentando descubrir al homicida. Sin embargo es, a la vez, un tablero de juego. Aclaremos: el acontecimiento escénico remeda un juego reglado. Como todas las reglas son arbitrarias, convencionales y se respetan hasta las últimas consecuencias. Y por supuesto, solo responden a sí mismas.
El escenario/tablero presenta las piezas. Las distribuye de un modo o de otro. Propone modos diversos de batallas, de movidas, de razones. Los protagonistas tienen un vínculo entre sí. Mejor dicho, dos: todos viven en un mismo edificio, son jugadores de ajedrez que se muestran orgullosos de su propio juego. Un conjunto finito de jugadores que compiten entre sí.
En tanto lo que son, los personajes construidos cumplen con sus roles a rajatabla. La pieza propone una ética para sus comportamientos. No hay modo de no responder al código que los rige. Se lo autoimponen. Si prometen algo lo cumplen. Si pierden pagan. La regla que está por encima es la ley del juego. La propuesta es profundamente coherente consigo misma ¿hasta el final? Eso lo sabrán los espectadores que la vean.
De todos ellos, parece que hay uno que es un tanto superior en el ajedrez: el muerto. El uso del presente no es un error. La puesta propone ciertas reconstrucciones y en la vuelta atrás en el tiempo, el jugador se presenta vivo. La materialidad escénica permite la reiteración de las jugadas. Con un doble anclaje en el pasado: por un lado, una trayectoria diferente (un cambio en los rasgos de un personaje articula un recorrido diverso, generoso o egoísta, amable o irascible, y como el conjunto se constituye en una constelación, el giro de uno determina el resto de las vinculaciones, que a su vez, inciden en los movimientos de los otros) pero además, quedan los ecos de las voces ya escuchadas, que se inscriben sobre el momento percibido por los espectadores, decires que vienen de un tiempo inmediatamente anterior.
Como un tablero en el que se proyectan las múltiples jugadas se puede observar qué sucede si se mueve una pieza u otra para ver las estrategias y consecuencias. Nada será definitivo. Las hipótesis compiten por el triunfo del verosímil.
Una propuesta brillante, irónica, entretenida. Con el entretenimiento que provoca la puesta en juego de la inteligencia en la dramaturgia y en la dirección de Rubén Mosquera. Y que lleva la arbitrariedad al punto máximo: el personaje que muere se dispone a jugar una partida de ajedrez con el mismísimo Dios. Ese juego es la coartada de todos los vecinos: el supremo no acepta una derrota. Una serie de cosas que no serán dichas porque es necesario guardar la dosis mínima de suspenso, hacen de esta pieza un entramado flexible que permite múltiples lecturas: literales y metafóricas. Es interesante observar cómo se regulan los movimientos respetando códigos, reproduciendo roles, inhibiendo o aceptando maneras de desplazarse.
Los protagonistas ficcionales proponen una solución al enigma. Pero ya se sabe, el juego puede volver a empezar, una nueva apertura, nuevas estrategias, discursos renovados, o tal vez, la solución del narrador borgiano "solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios". La cita a Borges no es azarosa, al fin y al cabo, él también propone un demiurgo que mueve a los hombres como si fueran piezas de algún ajedrez.
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