Temporada Alta, un festival de teatro que ya tiene un espíritu propio
Con buena afluencia de público y en medio de un clima de encuentro y debate permanente, la sexta edición de este festival internacional que organiza Timbre 4 abrió con dos notables propuestas de Uruguay y de México
La primera quincena de febrero es, todavía, un período de escasas propuestas teatrales alternativas. En ese contexto, la sexta edición del festival Temporada Alta, que se organiza desde el teatro Timbre4 y Temporada Alta Girona, oxigena el panorama. Lo hace con criterios curatoriales interesantes, con obras hispanoamericanas que permiten ver poéticas complementarias, que discuten y expanden las formas de abordar lo escénico.
Prueba de esto fue la primera jornada del festival, que comenzó con el unipersonal Solo una actriz de teatro en la sala de la calle México, interpretado por la actriz uruguaya Estela Medina. Discípula directa y dilecta de la mítica Margarita Xirgu, Medina arma un juego de cajas chinas, personifica a la asistente de una gran actriz, a la gran actriz y, de a ratos, a la propia Xirgu que dialoga con García Lorca. A partir de esa identidad siempre flotante, cuenta su experiencia. En la obra, todo es representación y todo es verdad, los guiños al público y al proceso escénico se multiplican sin que ella pierda nunca el hilo. Clase magistral en la que Medina testimonia en su cuerpo una forma de entender el oficio del actor. Remarca la importancia del texto, la capacidad de recitar en verso, la expresividad en los ojos, la atención a la respiración y otros tesoros. No ahorra objeciones para lo posdramático, pero lo más movilizante es el despliegue del legado de una estirpe irremplazable, testimonio vivo de cómo ocupar el escenario.
La misma jornada terminó en la sala de Boedo, con la obra Lo único que necesita una gran actriz es una gran obra y las ganas de triunfar de la compañía mexicana Vaca 35. Ya desde el título, parecía presagiar el opuesto complementario de la pieza uruguaya. Si la primera ofrecía una multiplicidad de herramientas y recursos, esta afirmaba que las ganas podían suplir todo. El espacio es apenas una esquina. Allí, dos mujeres: un cuerpo enorme frente a otro menudo. Empiezan a recitar a los gritos textos de Las criadas, de Genet, mientras lavan el piso y se revuelcan. Si los primeros minutos hacen creer al espectador que está ante el típico trabajo festivalero altisonante, pronto caerá en su error. Con una artesanalidad enorme, las actrices despliegan una teatralidad que no está tanto en el dominio de una técnica o la sumisión a lo textual sino en dos cuerpos atravesados por un vínculo, de esos que solo puede generar el trabajo en grupo y el proceso de laboratorio. Compartir la comida, bañarse, insultarse, todo adquiere un sentido ritual no exento de humor a partir de la corporalidad extraordinaria de estas actrices guiadas por un superlativo trabajo de dirección de Damián Cervantes. Aquí el texto está muy por detrás, lo que importa es la visceralidad del vínculo, la emotiva intensidad con la que se sostienen entre sí, mostrando las zonas a las que puede llegar el trabajo grupal. Vaca 35 toma su nombre porque cada uno de sus miembros, en sus inicios, aportaba 35 pesos mexicanos semanales (al cambio, casi lo mismo que los pesos argentinos) para producir. Desde esa austeridad presupuestaria, llegaron a esta pieza de conmovedora honestidad que ha recorrido el mundo. El diálogo es fértil con la obra anterior, son dos maneras que aparentan ser opuestas pero que arriban, por distintas vías, a una verdad teatral.
La otra presentación de Vaca 35 investiga sobre Chéjov, se llama Ese recuerdo ya nadie te lo puede quitar. Ahí se ve un abordaje algo más superficial, una sucesión de cuadros acerca de un equipo que busca llevar a escena al gran autor ruso desde el amateurismo, emborrachándose en el camino y perdiendo el espíritu que parecía unirlos. La metáfora, en esta obra, es bastante más explícita, se siente cierta subestimación al público y, aunque no faltan los golpes y las caídas, la totalidad del espectáculo deja de sorprender, se vuelve estable.
De cualquier manera, eso es también un recordatorio de que a un Festival conviene ir con la mente abierta, dispuesto a ver cosas distintas. Porque, lo que se destaca en Temporada Alta es un espíritu festivalero que respira teatro. Hay una gran presencia de la juventud, pero hay también fructíferos cruces generacionales, las obras se discuten después de verlas en distintos acentos, con gente que proviene de latitudes remotas, que habita mesas de investigación y conversatorios. Los pasillos y los bares aledaños están poblados de personas interesadas por el teatro que tienen ahí un faro de encuentro.
Esta sexta edición de Temporada Alta ha tenido una buena afluencia de público y todavía queda mucho hasta el domingo: obras de Chile como Yo maté a Pinochet y Pompeya, catalanas como Indomador y Psicosis 4:48, diversos especialistas, el estreno (a la gorra) de Yo tenía un plan, y el tradicional y siempre entretenido torneo de dramaturgia con entrada gratuita en el que, en un ring y con presentador, se baten a duelo dramaturgos catalanes y argentinos para que el público elija cuál es la mejor pieza.
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