Actuar para animar
Andrea Politti, Juana Viale y Guido Kaczka, hoy. Claribel Medina, Gabriel Corrado, Nicolás Vázquez, Carmen Barbieri, Georgina Barbarossa, Dady Brieva y tantos más, ayer. Mariano Martínez y (de nuevo) Damián De Santo, muy pronto. ¿Todavía nos sorprende o nos llama la atención que los canales abiertos de la Argentina alienten todo el tiempo la convocatoria a actores y actrices de nombre para conducir programas de entretenimientos o talk shows de actualidad?
Este presente nos llamaría menos la atención si recurrimos una vez más a las lecciones del pasado. Aunque todavía no existe un consenso absoluto entre los historiadores, la memoria más conocida nos dice que el animador de la emisión inaugural de la televisión argentina fue un actor.
Iván Grondona ya era una figura reconocida en 1951 por sus apariciones en películas muy populares (Calle de los sueños, La barra de la esquina). Y en aquel puntapié inicial de la vida televisiva en la Argentina, el 17 de octubre de ese año, estuvo en primera fila. Al menos desde una exposición que repitió y defendió con energía durante el resto de su vida. "El acto lo largo yo, desde la torre de Obras Públicas, a las 14.24 de la tarde. Antes de conectar con los locutores en Plaza de Mayo, una gran foto de Eva Perón ocupó la pantalla. Esa tarde también aparecieron los locutores Ignacio de Soroa y Juan José Piñeyro", dice en un relato recogido por Carlos Ulanovsky en las primeras páginas de Estamos en el aire, la gran historia escrita de nuestra televisión.
De esa mención a los locutores que hace Grondona se desprende también una parte muy significativa de la historia posterior de la tele. Muchos de esos locutores notables, que llegaron desde la radio a escribir páginas notables de la TV a lo largo de los años llegaron circunstancial o frecuentemente a desempeñar tareas de estirpe actoral. De Guillermo Brizuela Méndez a Orlando Marconi, de Juan Carlos Mareco a Eduardo Bergara Leumann, de Fernando Bravo a Nicolás Repetto. Hasta el enorme Antonio Carrizo se dio el gusto de explotar al máximo su vis cómica como partenaire perfecto de Juan Carlos Calabró en tantas y tantas temporadas de El contra.
En consecuencia, que en la actualidad haya actores al frente de programas que no pertenecen a la ficción no es ni una rareza ni un experimento de dudosa eficacia. Es la reacción consciente y deliberada a un estímulo que acompañó la evolución televisiva. Y que también tiene una correspondencia en el exterior. Cualquier historia exhaustiva de la televisión estadounidense recuerda, por ejemplo, la exitosísima etapa de conductor televisivo que vivió Groucho Marx en la cadena NBC luego de triunfar en la radio (You Bet Your Life, década de 1950).
Más cerca en el tiempo, nombres que son muy familiares por su influencia en la televisión de Estados Unidos, y desde allí a todo el mundo, tuvieron orígenes actorales. Allí está buena parte de los grandes presentadores de los clásicos shows nocturnos de la televisión abierta y del cable: Bill Maher, Jimmy Fallon, Jon Stewart, Stephen Colbert. También estrellas que nos acostumbramos a ver más como actores que como anfitriones del entretenimiento televisivo, como William Shatner (el capitán Kirk del elenco original de Viaje a las estrellas) y fuera de la franja horaria nocturna, la fenomenal Ellen DeGeneres, que acaba de cumplir 60 años en la plenitud del éxito de su talk show vespertino, que lleva 15 temporadas consecutivas y 2532 episodios.
La nueva ola de actores devenidos conductores está cerca de su apogeo en la televisión argentina. Los canales abiertos encontraron esa veta tal vez como respuesta apurada a las preguntas, por lo general inadvertidas, que el propio medio se hace acerca del perfil actual que debería tener un animador. Qué se espera en estos tiempos de quien maneja semejante responsabilidad.
El actor posee varias cualidades naturales que a priori pueden funcionar muy bien en el terreno de la animación televisiva. Primero, ese histrionismo innato que convoca la atención de quienes se encuentran a su alrededor y a la vez propicia, si se lo emplea bien, la mejor atmósfera posible para el juego. Ese despliegue de recursos, por lo general graciosos, es muy compatible con el espíritu lúdico de estas competencias. Segundo, el reconocimiento inmediato del público y la confianza que inspira una cara conocida que disfruta del apoyo y la admiración del público. Tercero, un conocimiento previo y cabal del espacio televisivo que le ayuda a asimilar con rapidez las reglas del género y manejarlas con destreza en el menor tiempo posible.
Algunas figuras llegadas del mundo actoral aprovecharon a la perfección todo este potencial y alcanzaron los máximos logros imaginables en su nuevo papel. El ejemplo indiscutido es la excepcional vigencia de Mirtha Legrand, que empieza a transitar el año de sus bodas de oro como anfitriona de banquetes televisados diarios o semanales, lugar al que llegó después de una maravillosa carrera como actriz. Un triunfo difícil de igualar y de encontrar en el resto del mundo.
Pero más allá de esta proeza, hay que decir aunque parezca obvio que no todos los actores pueden convertirse en animadores, porque esa función tiene una identidad propia, reglas, condiciones y un perfil que exige especializaciones. El animador de profesión puede hacer las veces de actor en determinadas ocasiones, pero su tarea responde a un conjunto de preceptos y guías bien precisas: información, buen manejo de vocabulario, intuición para manejar cambios sorpresivos o inesperados (sobre todo cuando la transmisión se hace en vivo y en directo), saber entrevistar, infundir confianza plena al participante (respetarlo y hacerlo sentir cómodo para que pueda expresarse de la mejor manera) y manejar a la perfección los espacios y los tiempos televisivos. Cuando alguien que llega desde afuera (los actores) no logra manejar del todo esos atributos corren el riesgo de aparentar cierta frialdad (Viale) o rigidez (Kaczka).
Quienes parecen respetar mejor que nadie hoy esas condiciones (y tradiciones) en nuestra televisión son dos nombres. El primero es Leandro Leunis, que por simpatía y buena presencia aparece como el heredero más genuino de la mejor escuela de los animadores argentinos de programas de entretenimientos. Candidato a seguir esos pasos es Iván de Pineda, ya consolidado en este mundo luego de triunfar en el terreno de la moda. Y el segundo es Julián Weich, que sabe moverse como nadie dentro de un estudio cuando la transmisión se hace en vivo y maneja los tiempos de sus programas de un modo insuperable. No es casual que haya iniciado su gran carrera televisiva como actor.
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