Entrelíneas. Una polémica que no se extingue
El reality show sigue dando que hablar con nuevos ciclos y frutos más que dispares
PUNTA DEL ESTE.- En estas horas, la televisión norteamericana le ha encontrado una nueva vuelta de tuerca a ese material altamente inflamable llamado reality show, el formato televisivo más expresivo y funcional de la globalización tanto en concepto, ideología, comercialización y recursos tecnológicos. Genéricamente, el meollo es siempre el mismo: un grupo de ignotos que, convocados con diversas consignas -sobrevivir en una isla ("Expedición Robinson"), regentear un local de expendio de bebidas ("El bar") o poner a prueba la fidelidad de pareja ("Confianza ciega")-, admiten convertirse en rehenes voluntarios de la TV. A cambio de una efímera fama y de un sustancioso premio para el ganador, los mantiene cautivos bajo sus inquisidores micrófonos y cámaras, en una pulseada psicológica y mediática que termina quebrándolos (verbigracia, los escandaletes en programas de chimentos, las demandas judiciales y los tratamientos y traumas psicológicos protagonizados por varios ex "Gran hermano", el reality más famoso e inspirador de todos los que vinieron después, y que en la inminente nueva versión italiana, que empieza este mes, incluirá la participación de un sacerdote).
El asunto tendría su gracia si no atravesáramos una época universalmente complicada en materia laboral: el magnate de bienes raíces Donald Trump, devenido insólito conductor del reality "El aprendiz" -tal como ayer lo informó LA NACION-, "despedirá" de a un participante por programa a 15 de 16 jóvenes empresarios y expertos en administración de empresas que han comenzado a someterse a sus duras pruebas con tal de acceder, al fin de la competencia, al lauro mayor: nada menos que un puesto con una remuneración de 250.000 dólares anuales como ejecutivo de alto rango de su imperio.
En vez de la selva de "Survivor", contra la que deben luchar sus participantes por la pantalla de CBS, Trump propone a la misma hora, pero desde la sintonía de NBC, luchar en medio de la feroz selva de cemento neoyorquina.
En efecto, según consigna un cable de la agencia Reuters, "divididos por sexo en dos equipos, ocho hombres y ocho mujeres se enfrentan en una serie de proyectos asignados por Trump para probar sus habilidades en la calle y el arte de vender. En el estreno de la serie, a los dos grupos se les dan 250 dólares en efectivo con el propósito de establecer su propio puesto al aire libre de limonada, para ver cuál puede vender más al finalizar el día. Los ganadores son recompensados con pasar la noche en el lujoso departamento de Trump. Los perdedores son convocados a la sala de sesiones de Trump, donde ponen lo mejor de su parte para explicarse antes de que uno de ellos sea eliminado. Entre los siguientes retos están renovar y arrendar departamentos vacíos y producir un concierto de rock, todo en un día o dos".
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Más allá de cumplir con su función de entretener a las masas de televidentes que se encuentran del otro lado de la pantalla, luego de una primera etapa de realities lineales que se agotaban a sí mismos muy rápidamente, apareció una segunda más interesante generación de realities utilitarios, donde la TV se transfiguró en imprevista y eficaz maquinaria de casting y de selección de personal.
Para elegir un ejecutivo de tan alto nivel de su corporación, en otro momento Trump debió haber apelado a los carísimos servicios de un "head hunter". Ahora la TV no sólo se lo proveerá gratis, sino que él también ingresará buen dinero por el negocio montado si el programa despierta la adhesión de la audiencia y los publicitarios resuelven apoyarlo.
El reality show es el juego preferido de la globalización: reviste de celebridad precaria a quienes sean capaces de cualquier cosa con tal de llevarse el premio mayor. Todos entran enarbolando en alto el espíritu de compañerismo y la amistad, pero lo cierto es que eso sólo es una hipócrita fachada que encubre el verdadero objetivo: apartar a todos del camino y llegar solo victorioso a la meta. El reality de Trump aporta obscena sinceridad al género, puesto que sus participantes ya no son "nominados", sino "despedidos".
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En medio de tantas perversas variantes del rubro, hasta el momento el reality que genera mayor y mejor negocio, de manera más perdurable y fuera de la TV, es el del tipo musical ("Operación Triunfo", "Popstars", "American Idol", etc.), aunque la proliferación de esta vertiente en la TV argentina de los últimos años ha arrojado más estrellas fallidas que languidecen o han caído antes siquiera de levantar mínimo vuelo.
No es el caso, por cierto de Bandana y Rouge, sendos quintetos femeninos pop que noches atrás, en el parking del hotel Conrad de Punta del Este, protagonizaron una "cumbre" muy particular sobre el escenario. La confluencia de ambas exitosas bandas, nacidas de sendas versiones de "Popstars", en un balneario tan sofisticado como el de Punta del Este, con entradas entre 15 y 35 dólares, sin embargo, no despertó la sostenida demanda que Bandana suele tener en el Gran Rex cuando agrega un show tras otro. Por demás curioso resultó que para el recital previsto para anoche de los Erreway (la banda sobreviviente del fenecido programa "Rebelde way") se registrara mucho más movimiento en boletería.
Atacó primero Rouge, con toda su alegría carioca y sus habituales sobreactuados movimientos. Una vez que las brasileñas se retiraron del escenario (no sin antes cantar una energizante versión en portugués de "Llega la noche", uno de los "hits" de Bandana), subieron las argentinas, que soltaron todos sus clásicos, incluso en bises que nadie les pidió, con el despliegue vocal y la simpatía que las caracteriza. Tal como corresponde a grupos "de probeta", que a la inversa que los cantantes tradicionales van labrando sus carreras de menor a mayor, el éxito imprevisto como primer acto de la vida profesional de los intérpretes surgidos de los realities, impuestos por la descomunal fuerza difusora de la TV, también genera un público raro, distinto, nada homogéneo y de muy ligera fidelidad, cuyo comportamiento, por lo tanto, es muy variable, caprichoso y poco previsible. En la función del Conrad, por ejemplo, se notó frío y poco participativo y sólo se encendió tibiamente hacia el final con las Bandana. Quizás haya cundido también cierta desilusión por lo que se suponía obvio: que en algún momento ambas bandas armaran algo juntas. Pero nada de eso sucedió.
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En "El reality show: una perspectiva analítica de la televisión" ("Enciclopedia Latinoamericana de Sociocultura y Comunicación", Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2003), su autor, Fernando Andacht, afirma que la televisión transforma la organización de lo público y lo privado de nuestras vidas. "Qué mostrar y qué ocultar al otro -subraya- es un cambio social notorio que el formato del reality show exacerba."
Quién sabe si después de los reality shows, que siguen gozando de muy buena salud en el mundo -aunque aquí se han pegado algunos buenos golpes ("La playa", "El candidato de la gente", "Escalera a la fama", "Luxstars", etc.)-, nuestra vida ya no seguirá siendo la misma.
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