Un fantasma en busca de "Il trovatore"
Por la sala desierta del Colón, Luchino Visconti parece pasearse esperando la ópera que tanto amó
Descorra la roja cortina e ingrese en la sala. Avance por la alfombra, también roja, de la platea vacía del Colón hasta llegar cerca del foso de la orquesta, también desierto. Ahora dirija su mirada a los palcos avant-scéne. En alguno de ellos descubrirá una figura difusa, el aura espectral de un artista italiano que murió no hace mucho, en 1976, pero que bien pudo pertenecer al siglo anterior. Es Luchino Visconti, cineasta, régisseur de ópera, director teatral. Tal vez usted lo conoce. Está ahí; hay que imaginarlo un poco, pero está. Supo que esta noche volverían a poner en escena "Il trovatore" y su fantasma errante no quiere perdérsela, la den donde la den, porque es uno de sus amores eternos, de esos fuegos que siguen ardiendo en el silencio de la tumba. No habrá función de "Il trovatore" esta noche, porque el imperio de la realidad a veces es más fuerte que el arte, pero él aún no se ha enterado: su presencia expectante va muy bien con el abismo misterioso de la sala en silencio. Su postura, su espera, su ubicación lo retrotraen a una noche de casi cincuenta años atrás.
Por una infidencia de Franco Zeffirelli -también cineasta y régisseur- sabemos que en 1952 Visconti fue a una actuación de Maria Callas en "Il trovatore" en el Teatro alla Scala de Milán y, como espectador, se ubicó en un palco avant-scéne; desde esa perspectiva lateral, muy cercana a los bastidores, tenía una visión distinta del espectáculo, el que en cierto modo se le antojaba doble, porque veía simultáneamente la puesta en escena y una parte de la platea y los palcos. Al llegar al cuarto acto, cuando la Callas avanzó hacia el proscenio para el canto de Eleonora, Visconti tuvo un sobresalto, una certeza: "¡Ahí está! ¡Ya sé cómo debe ser mi film!"
El film que tenía en mente y que rodaría un año y medio más tarde era "Senso" ("Livia, un amor desesperado", 1954), basado en un modesto relato de Camilo Boito al que el realizador y la guionista Suso Cecchi d´Amico le darían aliento de tragedia (allí Zeffirelli, por lo demás, se desempeñaría como asistente). El comienzo de esta película es una de las grandes secuencias de apertura de la historia del cine; arranca con el final del tercer acto de "Il trovatore" en el teatro La Fenice de Venecia en 1866, cuando la ocupación austríaca en Lombardía y el Véneto está llegando a su fin. Es, claro, la cabaletta de Enrico "Di quella pira". La de Manrico es una arenga ("¡A las armas!"), dirigida a sus seguidores, para intentar salvar a su madre de la hoguera a la que la ha condenado el perverso conde Luna, rival del protagonista. Y esa arenga, en el comienzo de "Senso", el film de Visconti, vale para el público de vénetos y lombardos de la platea, donde están mezclados con los oficiales austríacos de la ocupación. A ese público están destinados los panfletos que los jóvenes patriotas, en una "operación comando" al estilo de la época, arrojan desde las galerías y tertulias al grito de "Viva Verdi! Viva l´Italia!": había que precipitar el final de la dominación austríaca.
La cámara de Visconti se sitúa en la escena misma, sigue a Manrico, que avanza al proscenio y encuadra a la platea. Alessandro Bencivenni, estudioso de Visconti, advierte sagazmente: "Sobre el fondo del melodrama, comienza a ser descripta la sociedad que allí es espectadora".
En esa confrontación entre la sociedad de una época y el ímpetu rebelde de la ficción melodramática se desliza, también, la especularidad entre Verdi y Visconti, artistas separados por dos siglos tan distintos (el cineasta nace en 1906, cinco años después de la muerte del compositor) y sin embargo tan próximos en su visión estética de la vida, de las pasiones y de la historia. "Senso" precipitó, en los años cincuenta, una polémica. Se dijo que Visconti, en el momento crítico de la posguerra, interpretaba el drama de Boito desde una perspectiva gramsciana: el Risorgimento había renunciado a su cometido revolucionario y se había quedado en una mera reforma, del mismo modo que a fines de la década del cuarenta (la posguerra) Italia había defraudado a los que apuntaban, luego del fin de la monarquía, a una transformación más radical.
Entre los espectadores de "Il trovatore", en "Senso", los aristócratas se dividen en colaboracionistas y sutiles resistentes, mezclados en platea y palcos con los impecables oficiales austríacos, que acaso ignoren que el compositor al que aplauden desliza su mensaje patriótico a través de metáforas. En ese "Viva Verdi!" que se oye desde las galerías se esconde un mensaje en clave, el célebre acróstico de "Vittorio Emmanuele Re D´Italia". La causa por la emancipación y unificación, que había comenzado en 1818, ya llevaba 50 años y había concretado unos cuantos acuerdos para la unidad de la desmembrada Italia. Y es significativo que cuando Verdi comienza a componer "Il trovatore", en 1852 (se estrenaría al año siguiente), el patriota Camillo Benso di Cavour, uno de los impulsores del Risorgimento, sea designado primer ministro.
Visconti ambienta esa representación de ficción de "Il trovatore" de 1866 en La Fenice de Venecia en parte por la región (aún en poder de Austria) y también por la fascinación "escenográfica", que, para el film, brindaba aquel pequeño teatro, suerte de bombonera mágica, en nuestros días desdichada víctima del fuego voraz. Pero hay una coincidencia real: cuando Verdi se instaló en Sant´Agata, el primer encargo que recibió fue de La Fenice, que quería estrenar una ópera suya en el carnaval de 1851, y el compositor pensó en ofrecer una versión de "El trovador", del español Antonio García Gutiérrez. (Se decidió, en cambio, por Victor Hugo: "Le roi s´amuse", luego "Rigoletto".)
Entre Verdi y Visconti se da un cruce curioso, paradojal; en un siglo en el que el arte italiano se prestigia con destellos de aristócratas (Manzoni, Leopardi), Verdi se abre paso con la energía y la fibra del campesino desbordante que en rigor es, en el fondo, por su ascendencia. Visconti, en una época en que se han impuesto las democracias y han surgido artistas de origen popular, se perfila como el talentoso sobreviviente de una aristocracia declinante; se fortalece y se actualiza con ideas de izquierda (¿qué habría pensado él de una acción sindical que esta noche lo dejará sin "Il trovatore"?), pero en sus escenografías, en la gestualidad que acierta a dibujar en los intérpretes de sus decadentes personajes asoma el refinado testigo de un mundo extinguido.
Más allá de eso, ambos son, en sus respectivas épocas, dos genios anacrónicos. Como decía Alberto Moravia, Verdi no tiene nada de "moderno", es decir, no adopta ninguna postura vanguardista y su impostación, en el drama lírico, antes que romántica es shakespeareana. Y Visconti, luego de su paso por el neorrealismo (que era de avanzada en lo social, antes que en lo estético), se instala en una tesitura clásica, con raptos de melodrama. Eso sí, parte de su obra tiene un claro aliento operístico, incluido "Il Gattopardo" (donde, dicho sea de paso, le hace interpretar fragmentos de "La traviata" a una banda de pueblo).
¿Qué otra idea habrá cruzado por la cabeza de Visconti, desde su palco avant-scéne, aquella noche de 1952 en Alla Scala? Es seguro que para entonces ardía en deseos de montar óperas, dejar crecer su bosque de melodrama, en el que se sentía hermano de Verdi. La Callas, nada menos, será su primera diva, dos años después, cuando concrete su viejo anhelo en un escenario de ópera con su régie de "La vestale", de Gaspare Spontini. Y en 1955 volverá con Callas en "La sonnambula", de Vincenzo Bellini y, el mismo año, con Verdi: "La traviata" (Callas, Giuseppe Di Stefano), con Carlo Maria Giulini en el podio.
Después, alternando con Donizzetti, Gluck, Strauss y Mozart, reincidirá con Verdi en sus montajes de "Don Carlo" (1958), "Macbeth" (1958) y de nuevo "La traviata" (1963), hasta que en 1964 -por fin- llega la hora de "Il trovatore", primero con Piero Cappuccilli, Gabriella Tucci y Carlo Bergonzi (dirección musical de Gianandrea Gavazzeni) y el mismo año, en Londres, con Peter Glossop y Gwyneth Jones, con dirección de Carlo Maria Giulini, en el que sería el último trabajo conjunto del régisseur y el maestro de orquesta.
Ahora, tímido lector, deje la platea desierta del Colón y anímese a abordar el palco de Luchino Visconti. Aproveche que no hay nadie y siéntese en cualquiera de las sillas desocupadas (el tapizado también es rojo), aproveche el silencio de una noche sin ópera y escuche su confesión: "Stendhal habría querido que en su tumba se tallara este epígrafe: "Adoraba a Cimarosa, Mozart y Shakespeare". Del mismo modo, yo querría que se escribiera en la mía: "Adoraba a Shakespeare, Chejov y Verdi". Verdi y el melodrama italiano han sido mi primer amor. Casi siempre de mi obra emana cierto tufo a melodrama, sea en mis films o en mis régies de ópera. Me lo han criticado, me lo han recriminado, pero para mí es más bien un elogio".