Un Parsifal redimido
Parsifal / Dirección musical: Alejo Pérez / Dirección escénica: Marcelo Lombardero/ Escenografía: Diego Siliano / Vestuario: Luciana Gutman / Principales intérpretes: Christopher Ventris (Parsifal), Stephen Milling (Gurnemanz), Ryan McKinny (Amfortas), Nadja Micahel (Kundry), Héctor Guedes (Klingsor), Hernán Iturralde (Titurel) / Orquesta Estable del Teatro Colón / Coro Estable y coro de niños del Teatro Colón / En el Teatro Colón / Nuestra opinión: muy bueno
La simplicidad de la instrumentación de Parsifal, sobre la que tantas veces se habló, podría resultar engañosa. Esa austeridad implica una renuncia -otra más, en una trama dominada por ella- y por eso mismo una crítica a aquello a lo que se renuncia. He ahí uno de los muchos dobles fondos que Richard Wagner dejó en su testamento musical.
Acerca del "espíritu", por decirlo así, de la obra, el teólogo Hans Küng llamó la atención sobre la pugna entre arte y religión. Es cierto que no existe un Evangelium secundum Wagner, pero el cristianismo, a pesar del budismo entrelíneas, se presenta en escena, tenso. No parece seguro, como creía Pierre Boulez, que pueda dejarse completamente de lado esa tensión, sobre todo porque en ella consiste también la agudísima novedad de la obra.
Parsifal no admite un divorcio entre elementos alegóricos y expresivos y, por eso mismo, hablar de su "texto" implica en este caso hablar a la vez de texto musical y de texto dramático, en el sentido de una sintaxis verbal y formal unificada. Cualquier violencia a la que sea sometida la trama afectará también a la música.
En el primer acto, la puesta de Marcelo Lombardero presenta un eficaz paisaje desolado, tecnológicamente obsolescente. La cruz está allí, pero está hecha en verdad los maderos de un poste de electricidad. Los caballeros del Gral portan ametralladoras. El recinto del Gral es un galpón, pero las insinuaciones ojivales de los arcos dan la impresión de un convento edificado sobre los restos de una civilización posindustrial.
El drama de los dramas
Por más logrados que estuvieran, estos rasgos introdujeron una tensión subsidiaria, aunque no supuesta en la obra, lo que vuelve problemática su condición necesaria. Más acertado estuvo Lombardero en el segundo, en la soledad del diálogo entre Kundry y Parsifal, que resultó entre conmovedor y escalofriante.
Parsifal no es ya una ópera, pero ni siquiera es un drama musical a la propia manera wagneriana, y, en cambio, está bastante más cerca del oratorio e incluso del auto sacramental. Si puede hablarse de un "drama de los dramas" es porque el drama resulta aquí superado, vuelto pura interioridad. Ninguna acción queda ya por fuera de la música. En este punto, el Parsifal que entrega Alejo Pérez, con un rendimiento sin fisuras de Estable, será difícil de olvidar.
Ya en el preludio al primer acto, la lectura de Pérez no pudo ser más detallada, incisiva y colmada a la vez de perspectivas. La suya fue una versión de una sola pieza.
Pero no hay Parsifal que valga sin las voces correctas y aquí cada una encaja en su lugar. Experto en el papel, Christopher Ventris hizo un Parsifal con una transición perfecta de la ingenuidad a la decisión.
El Gurnemanz de Stephen Milling fue tan apabullante y vocalmente sólido como el Amfortas de Ryan McKinny, y cumplieron también con sobrada consistencia Hernán Iturralde como Titurel y Héctor Guedes como Klingsor.
Una cosa más: quien escuche a Nadjia Michael en el segundo acto y preste atención al trabajo de Pérez entenderá para siempre por qué Parsifal es la primera obra auténticamente moderna.
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