Un poderoso aleteo
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Solista: Sarah Chang (violín). Director: Enrique Arturo Diemecke. Programa: Sibelius: Concierto para violín y orquesta en Re menor op 47; Bruckner: Sinfonía N° 4 en Mi bemol mayor Romántica. Sala: Teatro Colón.
Nuestra opinión: Excelente
Desde el podio, después del atronador recibimiento al director y a la violinista, Enrique Arturo Diemecke extendió su mano izquierda hacia los violines. Aguardó unos instantes y la derecha hizo un movimiento mínimo. Las cuerdas comenzaron con ese aleteo casi imperceptible que inaugura el Concierto para violín y orquesta de Sibelius. Apenas unos instantes después, Sarah Chang, como lo indica la partitura, "dulce y expresivo", surgió desde la nada con un sonido tenue, afinadísimo y tan sutil como envolvente. Lo que vino después, luego de esa apertura mágica, fue un despliegue inusual e impactante de una de las mejores violinistas del planeta que, concentradísima, ofreció una interpretación pasional, poética y vehemente, de las más cautivantes que puedan recordarse de esta obra prodigiosa, el último gran concierto para violín del romanticismo.
Sarah Chang nació en Filadelfia hace treinta y un años, y desde hace quince está entre las mejores. Cuando se la ve tan intensa y comprometida, hasta corporalmente, con la música que hace, es difícil sustraerse a sus poderes. Su dominio técnico es apabullante y aún en los momentos más encarnizados de esta partitura -uno de los consagrados dijo que esta obra bordea la crueldad- luce con soltura y seguridad. No hay ninguna complejidad que le impida dedicarse a hacer la mejor música. Y lo hace con holgura. Sus pasajes de bravura o de canto intenso en la cuarta cuerda son atrapantes. De las pirotecnias más feroces extrae poesía. La potencia de su sonido -da la sensación de que jamás una orquesta podrá ocultarla- es colosal. Sobre el escenario se mueve con amplitud y la orquesta tuvo que dejarle un área mucho más extensa de las que habitualmente se liberan para cualquier solista. Diemecke y la Filarmónica, contagiados por tanta energía y musicalidad estuvieron absolutamente a la altura de las circunstancias.
Ovación
Después del último e intrincado ascenso hasta el Re sobreagudo del violín y el tremebundo acorde final de la orquesta, se descerrajó una ovación estremecedora. Chang, siempre acompañada por Diemecke, entró y salió varias veces. Fueron más de cinco minutos de aplauso sostenido y no hubo nada fuera de programa. En algunos pasajes de la obra de Sibelius, la violinista hizo movimientos de extensión y de relajación con su mano izquierda, como buscando cierto alivio, tal vez, con alguna lesión que, a juzgar por los resultados, no deberían haber sido la razón para no ofrecer ninguna yapa. Y no la hubo. Nadie discute la licitud de su decisión, pero, ante semejante artista y tanta entrega personal y musical, quedó flotando cierta sensación de escasez.
Mínimo gesto
Después de la conmoción que había significado Sarah Chang, cabía preguntarse qué podrían hacer el director y los músicos para mantener la tensión y el interés. Pues Diemecke repitió la ceremonia. Volvió a extender su mano izquierda, esperó nuevamente algunos segundos, y reiteró su mínimo gesto de la derecha para que las cuerdas volvieran a susurrar. Para superar otros temores, el corno de Martcho Mavrov sonó impecable, afinadísimo y fue el mejor arranque para otra interpretación gloriosa de la Filarmónica frente a una obra ardua, extensa y que, para un buen resultado, requiere una concentración máxima y una eficiencia sin resquebrajamientos a lo largo de una hora. Una vez más, se pudo comprobar los excelentes resultados que puede alcanzar la sorprendente simbiosis de Diemecke y la Filarmónica.
Diemecke, que, como de costumbre, como si fuera sencillo y natural, dirigió de memoria, puede exhibir sus certezas y sus convicciones musicales porque enfrente tiene a una orquesta que no sólo las comprende sino que tiene todas las herramientas para concretarlas. Definitivamente, los resultados que alcanzan reafirman aquel viejo adagio que refiere a la suma de las partes, ambas esenciales. El director tiene dos tipos de gestualidad. La más espectacular es la que utiliza cuando sube al podio con saltito y gestos de torero. Pero cuando dirige es preciso, clarísimo y sus movimientos van directo al grano. Y la orquesta es el otro partícipe necesario. Con Bruckner y todos sus desafíos, de principio a fin, lució irreprochable, como conjunto macizo, preciso y balanceado, y también a través de cada uno de sus solistas. Las dudas y los temores fueron aventados con contundencia. Después de Sarah Chang hubo vida. Y muy buena.
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