La dolce vita, o la fantasmagoría del carnaval perpetuo
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A mediados de los años cincuenta un episodio nunca aclarado sacudió la vida social de Roma. En la playa de Torvaiánica, a 20 kilómetros de Ostia (esas arenas vecinas en las que solían acabar ciertas fiestas nocturnas), apareció el cuerpo semivestido, sin vida, de Wilma Montesi, de 21 años, que había desaparecido dos días antes. Los medios y la proliferación de pettegolezzi (chismes) transformaron el “caso Montesi” en un escándalo que, como bola de nieve, llegó al Consejo de Ministros y forzó a que su subsecretario (figura de la DC) renunciara al cargo.
En pocos años –nos consta a los veteranos que, de adolescentes, veíamos noticieros de Europa–, la recuperación económica de posguerra estaba generando excesos mundanos solapados en las clases altas; Italia, con la tentación de cruceros y nightclubs, no fue ajena al fenómeno: en ese marco –se decía– había ocurrido el caso de la joven Montesi. Pasados tres o cuatro años, el asunto se olvidó, pero hay quienes aseguran que Federico Fellini, quien para entonces ya había filmado Los inútiles (I vitelloni), había registrado el trágico episodio y que a cierta altura lo consideró con Tullio Pinelli y Ennio Flaiano, dos guionistas amigos: algo podrido había en el reino de la alta burguesía romana.
El destino de la bella e infortunada Wilma, a punto de casarse pero acaso encandilada por festicholas con las que adolescentes ricos se desquitaban de las pasadas miserias de la guerra, generó fantasías acerca de un mundo subrepticio que –hipotéticamente– era registrado de contrabando por fotógrafos sensacionalistas. Ese universo de ficción, ya en el set, tuvo un despliegue que permitió a Fellini ejercitar su estética desbordada. Resultó un fresco que, muchos años después, el celebrado fotógrafo Paolo di Paoli estimó inexistente, propio de la onírica imaginación de Fellini.
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Uno podría decirle a Di Paoli: “Sí, flaco, tal cual”. Fellini inventó eso, así como el actor Walter Santesso inventó a un colega suyo, un fotógrafo “notero” atrevido e invasor que en la ficción se llamó Paparazzo. Es así, Fellini inventó todo, hasta la memoria de su propia Rímini. No era un documentador realista sino “un gran mentiroso”, como se autodefine en un revelador documental inglés (Sono un gran bugiardo, de Damian Pettigrew, 2002).
Tuve un maestro triestino, amigo de Federico, Tullio Kezich, que en 1959, durante cinco meses de rodaje, trajinó todos las locaciones y los sets en los que fue creciendo esa criatura totalizadora y monstruosa que marcó la estética del siglo y que, acaso irónicamente (porque detrás palpitaban el vacío y la degradación) se tituló La dolce vita; casi tres décadas después de su estreno, el viejo crítico triestino cifró en una frase el carácter irreal y farandulesco de la peripecia felliniana: “En realidad el film se ofrece como una dramática alegoría de un desierto, ese que despunta detrás de la fachada de un carnaval perpetuo”.
Una fantasmagoría, en suma, un territorio inapresable que solo puede transferirse al espectador a través de una mentira, sí, pero una mentira genial.
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