La guerra actual, bajo la mirada del derecho

Lo que sucede hoy entre Rusia y Ucrania mantiene en vilo al mundo entero, pero no es nuevo. En la edad contemporánea los países (en especial los que se interesan en el diseño de la geopolítica global) se siguen peleando como en el pasado, alegando las más variadas justificaciones. La soberanía y los límites territoriales, la antinomia capitalismo-comunismo o la lucha contra el terrorismo aparecen en ese contexto más bien como excusas, porque en realidad de lo que se trata en última instancia es siempre de los recursos económicos que hay –o faltan– en los territorios (y los que genera la propia industria bélica).

Nada justifica la violencia, pero es llamativo que la defensa de los derechos humanos –a pesar de las veces que se los usó como argumento– no haya sido hasta ahora, por sí solo, un motivo real, claro y definitivo para la intervención armada en ningún rincón del mundo. No lo fue puntualmente en la Segunda Guerra Mundial, a pesar del Holocausto, ni tampoco después –con suficiente claridad– en ninguna de las conflagraciones bélicas de las que hemos tenido noticias.

Albert Einstein y Sigmund Freud, allá por 1933, intentaron comprender: ¿por qué la guerra? La respuesta del psicólogo fue explicar que los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan, en principio, mediante la violencia del fuerte sobre los débiles, pero apuntó enseguida que esta situación encuentra su límite en la unión permanente y duradera de los débiles, que “constituye el derecho”. En ese instante, Freud advirtió también que la situación se complica por la desigualdad “innata y no eliminable entre los seres humanos”, que lleva a los dominadores a intentar “elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes” y a los oprimidos a procurarse más poder para alcanzar la plena igualdad de derecho.

Lo mismo ocurre entre los países. La actual Organización de las Naciones Unidas (ONU) hoy tiene poder propio para evitar o resolver los conflictos armados: el Consejo de Seguridad es el único órgano de la ONU cuyas decisiones los Estados miembros están obligados a cumplir. Pero entonces nos encontramos, de nuevo, con la desigualdad: del total de 193 miembros de la ONU, tan solo quince integran el órgano encargado de mantener la paz y la seguridad internacionales, pero solo cinco son los miembros permanentes: China, Francia, Rusia, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y los Estados Unidos de América.

El afán de poder y el interés económico, que Einstein apuntó ayer como causas para explicar el fracaso de un organismo internacional de control supraestatal, siguen hoy minando la ONU. La superioridad militar de los Estados miembros del Consejo de Seguridad y su peso para definir “acusaciones”, resolver “absoluciones” y hacer “justicia” a nivel internacional, sin llegar a transitar procesos ante la Corte Penal Internacional, da sustento actual a lo que Freud señaló antes sobre la desigualdad.

Los poderosos deciden las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que el derecho puede –o no– violarse, y cuando puede –o no– castigarse. La realidad muestra hoy, en paralelo, el poco efecto concreto que tiene cuestionar las violaciones a los derechos humanos conocidas de algunos de los miembros permanentes de la ONU (o de los regímenes que cuentan con su aquiescencia), o plantear la configuración de un crimen de agresión, que ocurre cuando una persona “estando en condiciones de controlar o dirigir efectivamente la acción política o militar de un Estado, planifica, prepara, inicia o realiza un acto de agresión que por sus características, gravedad y escala constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas”.

Resulta incontrastable que en todos los conflictos armados el cinismo, la hipocresía y la mentira juegan un papel protagónico como en ningún otro escenario. Nada puede salir bien con ellos, pero así y todo se sigue apelando a estos recursos básicos, fundamentalmente para justificar las acciones de los agresores, porque –sacando lo positivo de lo negativo– afortunadamente sigue siendo difícil, y a la vez necesario, brindar argumentos plausibles para justificar la muerte, la destrucción, la opresión y la injusticia, todas consecuencias naturales o “daños colaterales” de los conflictos bélicos, a pesar de las regulaciones internacionales que existen sobre la materia.

Dado que el propio Freud desechó la posibilidad de desterrar las inclinaciones agresivas de los hombres, vale citar sus palabras con la esperanza que nos hagan reflexionar y contagien a todos: “La guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella; lisa y llanamente no la soportamos más”.

Abogado. Diplomado internacional en Derechos Humanos y en Corte Penal Internacional