Michael Sandel: “La división entre ganadores y perdedores se ha profundizado, separándonos”
En su última obra, el filósofo norteamericano distingue entre mérito y meritocracia, y afirma que la globalización ha abierto una brecha de desigualdad sin precedente que conspira contra la democracia
Desigualdad económica, brecha educativa, polarización política… El cóctel amenaza con demoler el concepto de bien común y de democracia tal como la conocemos. Y Michael Sandel, acaso el profesor de filosofía más renombrado del mundo, encara el desafío que esto implica apuntando directo a la meritocracia. Es decir, a la forma en que se desvirtúa un concepto valioso: el mérito.
¿Cómo es eso? Sandel defiende el esfuerzo personal, la búsqueda de la excelencia y la premisa del ascenso social a través de la educación. Pero alerta sobre los riesgos de un sistema que funciona como una nueva aristocracia hereditaria, donde los que más tienen acceden a mejor educación, mejores empleos y mejores contactos, que llevan a sus hijos a gozar de… mejor educación, mejores empleos y mejores contactos, en un círculo cerrado que excluye al resto.
¿Suena determinista? No para Sandel, que se apoya en estadísticas. Dos tercios de los alumnos de Harvard y Stanford provienen del quintil superior de la sociedad, medido por sus ingresos, mientras que apenas 4% de los estudiantes de las mejores universidades de Estados Unidos vienen del escalón más bajo. ¿Simple cuestión de mérito? ¿O detrás del supuesto mérito se esconde un sistema injusto?
“En vez de promover una mayor igualdad, la meritocracia refuerza la desigualdad e incluso brinda su justificación”, dice Sandel a la nacion desde Harvard, donde desde hace dos décadas imparte el curso sobre Justicia más popular de la universidad. ¿Paradójico lo suyo?
No resulta paradójico para él, que alienta a sus alumnos a responder una pregunta solo en apariencia sencilla: “¿Qué cuenta como una contribución valiosa al bien común?”.
–¿Por qué este libro? ¿Por qué ahora?
–Es un intento de comprender la creciente división entre ganadores y perdedores que hemos visto en países de todo el mundo después de cuatro décadas de globalización. Esa división se ha profundizado, separándonos. Un síntoma de esta división fue la elección de Donald Trump en 2016 y el voto en Gran Bretaña para abandonar la Unión Europea, también en 2016. Fue esa reacción populista de los últimos años la que me llevó a escribir el libro. Esta división se ha profundizado por las crecientes desigualdades y por las actitudes frente al éxito que las han acompañado. Aquellos que han llegado a la cima han llegado a creer que su éxito es obra solo suya y que por tanto merecen toda la recompensa que el mercado les otorga, mientras creen que los que quedan atrás deben merecer su destino.
–¿El factor del esfuerzo personal no es al menos parcialmente válido?
–La meritocracia dice que en la medida en que las posibilidades sean iguales, los ganadores merecen sus logros. Este es un principio atractivo en muchos sentidos, especialmente si la alternativa es el amiguismo, el nepotismo, el clientelismo o el privilegio hereditario. La meritocracia parecía una alternativa liberadora en comparación con esos sistemas de asignación de recompensas y roles sociales. Pero la meritocracia tiene un lado oscuro. Crea jerarquías que surgen de la forma en que definimos el mérito en una sociedad impulsada por el mercado. Genera arrogancia entre los ganadores, y humillación y desmoralización entre los que se quedan atrás. Les dicen: ‘Tuviste la oportunidad de competir y te quedaste corto. Así que tu fracaso es tu culpa”. Esta tendencia de las élites a menospreciar a quienes no han triunfado genera los resentimientos que llevaron a la elección de figuras como Trump.
"La meritocracia mal entendida recrea las ventajas hereditarias propias de la sociedad aristocrática tradicional"
–¿Puede explicar la diferencia entre mérito y meritocracia?
–Si necesito una cirugía, quiero que la realice un cirujano bien calificado. Si estoy volando en un avión, quiero que un piloto muy calificado esté en los controles. El mérito, entendido como estar bien calificado para realizar un trabajo, es bueno y es una alternativa deseable al amiguismo, al nepotismo, al clientelismo y al prejuicio. Pero la meritocracia es algo diferente. Es una forma de repartir renta y riqueza, poder, honores y estima social sobre la base de lo que la gente piensa que merece. Eso requiere una forma de medir el mérito y normalmente hay dos formas: dinero o exámenes. Es decir, el dinero que la gente gana en el mercado o los exámenes estandarizados para determinar, por ejemplo, quién accede a las mejores universidades y quién no. Pero ambas medidas son defectuosas.
–Las personas con dinero o diplomas de las mejores universidades no necesariamente fueron consideradas “esenciales” durante la pandemia.
–Correcto. La pandemia puso de relieve las desigualdades que existen en nuestras sociedades. La más dramática fue entre aquellos de nosotros que pudimos trabajar desde casa y los que perdieron sus trabajos o que para trabajar tuvieron que exponerse a riesgos por el resto. Pero aquellos que tenemos el lujo de trabajar desde casa reconocimos cuán profundamente dependemos de esos trabajadores de los hospitales que cuidaron a los pacientes de Covid, de los repartidores, los empleados de almacenes y supermercados, los médicos a domicilio, los trabajadores de guarderías. Todos ellos no son los mejor pagados ni los más reconocidos, pero pasamos a llamarlos “trabajadores esenciales”. Esto podría ser el disparador para un debate público sobre cómo alinear mejor salarios y reconocimientos con la importancia del trabajo que se realiza. Nadie se refiere a los administradores de fondos financieros como trabajadores esenciales. Pero ganan 800 a 900 veces más que una enfermera o una maestra. ¿El valor de su contribución a la economía o al bien común es realmente 800 veces mayor que el de la enfermera? ¿Qué cuenta como una contribución valiosa al bien común? Responder esta pregunta requiere un argumento moral y una deliberación pública sobre qué contribuciones importan más. Es un debate público más amplio que el que hemos tenido durante la era de la globalización neoliberal, donde asumimos que el dinero que gana la gente es la medida de su contribución al bien común. Eso ahora está cuestionado.
–El resurgimiento de la “justicia contributiva”
–[Asiente] Eso debería estar en el centro del discurso público. Durante las últimas cuatro décadas, al abrazar el mercado, soslayamos nuestro juicio moral sobre la dignidad del trabajo y sobre el valor de la contribución social. Lo delegamos a los mercados y tuvo el efecto no solo de injusticia y aumento de las desigualdades. También vació el discurso público, lo drenó de las cuestiones que importan, como el significado de nuestro contrato social, de la contribución social y qué nos debemos unos a otros como conciudadanos. Nuestro discurso público ha estado en gran parte vacío de un significado moral y cívico más amplio durante la era de la globalización. Pero ahora hay un giro hacia un tipo de debate público moralmente más robusto que aborda estas cuestiones.
–En su libro sugiere impulsar políticas activas de empleo, definir por sorteo qué universidad recibirá a cada estudiante una vez superados ciertos estándares mínimos de elegibilidad y generar encuentros públicos que ayuden a reducir la polarización. ¿Cómo es eso?
–La separación social es lo más dañino para una vida cívica sana. Los ricos, la clase media y los más humildes rara vez se encuentran en el transcurso de su vida cotidiana. Vivimos, trabajamos, compramos y jugamos en diferentes lugares. Enviamos a nuestros hijos a diferentes escuelas. Y esto se refuerza con las redes sociales, que nos alimentan con información y opiniones que se corresponden con las opiniones que ya tenemos, generando burbujas. Cada vez hay menos espacios comunes que nos reúnan. La democracia no requiere una igualdad perfecta, pero sí requiere que personas de diferentes orígenes y diferentes clases sociales se encuentren en su vida cotidiana. Eso nos enseña a negociar y a tolerar nuestras diferencias, preocupándonos por el bien común. Esta brecha también se da entre los que tienen y los que no tienen una educación universitaria. La brecha educativa se ha convertido en una de las más profundas en el comportamiento electoral en las democracias de todo el mundo. Tradicionalmente, el Partido Demócrata en Estados Unidos, el Partido Laborista en Gran Bretaña o el Partido Socialista en Francia, entre otros, defendían a los trabajadores de las clases medias ante los privilegiados, los poderosos y las grandes corporaciones. Pero para 2016, el Partido Demócrata se había tornado más afín a los intereses, los valores y los puntos de vista de las clases profesionales, la clase bien educada, que con los trabajadores manuales que una vez constituyeron su base. Y es por eso que muchos trabajadores que tradicionalmente votaron por los demócratas se fueron con Trump. Esta división educativa también explica el Brexit en Gran Bretaña. Aquellos con títulos avanzados votaron a favor de permanecer en la Unión Europea, mientras que el resto votó por separarse. Y vemos lo mismo en los partidos socialistas en Francia y hasta en las recientes elecciones alemanas. Los socialdemócratas solo ganaron tras encarar un intento de reconectarse con los trabajadores.
"La pandemia cuestiona el proyecto de globalización que impulsaron las finanzas y que provocó estas desigualdades"
–En Argentina, se da una brecha “credencialista” entre ciertas universidades públicas y privadas. Dime qué diploma tienes y te diré…
–La consecuencia de esto es recrear el tipo de ventajas hereditarias y familiares propias de una sociedad aristocrática tradicional. Resulta paradójico porque la ventaja moral de la meritocracia sobre una aristocracia supuestamente era romper los privilegios que provienen del nacimiento. Pero la meritocracia reprodujo una especie de sistema hereditario. Hay excepciones, por supuesto. Hay jóvenes de entornos pobres que logran ascender en el sistema de educación superior y son ejemplos inspiradores.
–Desde que usted terminó de escribir su libro, Trump perdió la reelección y la pandemia expuso algunos grandes defectos y desigualdades en nuestras comunidades. ¿Puede ser una oportunidad para iniciar ese debate público al que aludió?
–Soy cautelosamente optimista. La pandemia reorganizó nuestra comprensión acerca de quién es trabajador esencial. Dependerá de nosotros si tenemos ese debate público. Pero al menos hay una oportunidad. En segundo lugar, vale la pena remarcar que Joe Biden fue el primer candidato demócrata a la presidencia en 36 años que no tenía un título de alguna universidad de élite. Durante la campaña habló más sobre la dignidad del trabajo. Es un giro esperanzador. Ahora, ¿es posible que haya un cambio? Pensamos que la crisis financiera de 2008 podía llevar a un replanteamiento de la fe en los mercados, pero no fue así. Ahora, la pandemia cuestiona el proyecto de globalización que impulsaron las finanzas y que provocaron estas desigualdades. Veremos qué ocurre.
–¿Cuáles son las preguntas que deberíamos habernos hecho hace mucho tiempo? ¿Cuáles son las preguntas que deberíamos hacernos ahora?
–Los beneficiarios de la globalización deberíamos cuestionarnos nuestra arrogancia meritocrática. Deberíamos preguntarnos: ¿realmente son obra mía los talentos que me permitieron prosperar? ¿O son dones por los que estoy en deuda? La fe meritocrática también nos lleva a olvidar nuestra deuda con quienes hicieron posible nuestros logros: familia, profesores, comunidad, país, los tiempos en que vivimos. Vivimos en una sociedad y en una época que recompensa los talentos que tenemos. Pensemos en LeBron James o Lionel Messi. Trabajan duro, por supuesto, pero tienen grandes talentos atléticos en un momento y en una sociedad que aman el basquet o el fútbol. Si hubieran vivido durante el Renacimiento, ¡el basquet y fútbol no existían! ¡Les importaban más las pinturas al fresco que los deportes! Y a nivel social, político y cívico, deberíamos preguntarnos cómo podemos renovar la dignidad del trabajo para que honre y recompense las contribuciones de todos por el trabajo que realizan, las familias que crían, las comunidades a las que sirven. Deberíamos preguntarnos cómo queremos vivir juntos, cómo podemos crear espacios públicos comunes que vinculen a personas de diferentes ámbitos de la vida. ¿Cómo renovar la infraestructura cívica de una vida democrática compartida?
–¿Hay alguna pregunta que no le hice y que le gustaría abordar?
–No, tus preguntas reflejan una comprensión profunda del libro. No hay nada más gratificante que eso para un autor. Muchas gracias. Quizá debería agregar que viajé a muchos países, pero todavía no he tenido el placer de visitar la Argentina. Tengo muchas ganas de visitarla después de la pandemia. Me interesaría mucho tener algún tipo de foro público, especialmente con gente más joven.
–En estos tiempos de pandemia, ¿qué libros o películas o música o cualquier otra actividad sugiere para distraerse o, acaso, aprovechar el tiempo? ¿Qué hace usted en su tiempo libre?
–No puedo resistir la oportunidad de sugerir que las personas se tomen su tiempo para leer algunas de las grandes obras de la filosofía. Empezaría por Platón y Aristóteles. Platón nos ofrece los diálogos de Sócrates, el primer filósofo en la tradición occidental. Sócrates vagaba por las calles de Atenas y conversaba con ricos y pobres por igual, con personajes famosos, con políticos y con la gente que trabajaba en los muelles del puerto de El Pireo descargando los barcos. Comenzaban hablando sobre cómo vivían sus vidas, pero llevaba esos diálogos a cuestiones fundamentales sobre la justicia y el buen vivir. Estos diálogos hicieron que la filosofía fuera accesible y concreta. Siempre quise conectar la filosofía con las vidas que vivimos, con las suposiciones arraigadas en nuestra vida cotidiana. Comenzaría entonces con los diálogos de Sócrates, tal como los registra Platón, como una forma de incitar a la reflexión sobre lo que hace que una sociedad sea justa y lo que hace que una vida sea buena hoy.
▪ Michael Sandel nació en Mineápolis, Minnesota, en 1958. Estudió Filosofía en la Universidad de Brandeis y se doctoró en Filosofía en la Ohio State University, programa que completó con una beca Rhodes en la Universidad de Oxford.
▪ Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Harvard, sus clases fueron las primeras en subirse a internet, completas y gratis; también ha dado cursos en La Sorbona, Oxford y universidades de China, Corea y Brasil, entre otros países.
▪ En 2002 fue elegido miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y Ciencias, y presidió la Comisión de Bioética de la Casa Blanca. Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, es autor de numerosos libros que se tradujeron a 27 idiomas. El más reciente es La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, en el que cuestiona un nuevo tipo de privilegios.