Pasolini: profecias, legado y muerte
Uno de los cineastas e intelectuales más lúcidos y controvertidos de la Europa del siglo XX, cuyos desafíos prefiguraron, tal vez, su trágica muerte
“Llegué al cine de manera irregular: desde la literatura y, por tanto, carente de preparación técnica”, confesó Pier Paolo Pasolini a cierta altura de su vida. “Más aún –aclaraba-, cuando comencé a rodar el [primer] film no sabía qué diferencia había entre panorámica y travelling.” Sin embargo, fue el cine el medio que le permitió trascender como inagotable generador –desconcertante, a veces- de dramas e ideas.
Aunque suene a simplificación, cabe afirmar que fue “boloñés de nacimiento y friulano de alma”. Algo de eso hubo; si bien había nacido en Boloña, en efecto, aquel 5 de marzo de hace cien años, su familia sostenía que “había nacido, también, en Casarsa della Delizia”, en el Friuli. No obstante, fue Boloña la que fomentó su saber en su Universidad (la más antigua de Europa, otrora bastión de la izquierda política italiana) en Historia, Artes plásticas y Literatura.
Así se forjó uno de los intelectuales más controvertidos de la Europa del siglo XX, con apuestas que denotaban “el signo de una desesperada vitalidad”, al decir de un crítico coetáneo suyo. La fórmula resume esa personalidad arrasadora (incluida una homosexualidad desafiante, para su tiempo), la del marxista que enfrentaba a la ortodoxia comunista pero también, y en su condición de “católico postconciliar”, a la oficialidad eclesiástica. Todo un conglomerado de provocaciones y paradojas que, por lo demás, marcaron el destino de una muerte violenta, en 1975.
Arrancó escribiendo poemas (Poesie a Casarsa) y algún relato, pero en 1957 se acercó a Fellini para colaborar en el guión de Las noches de Cabiria, y la fascinación por empuñar la cámara ya no lo abandonó. Asumió el rol de realizador, temerariamente, con un relato propio; no tenía idea de la sintaxis fílmica pero logró sorprender con Accatone (1961), cuyas imágenes de medios sórdidos dejan vislumbrar, no obstante, alguna herencia del Masaccio y de Piero della Francesca.
Para este film lo favoreció su roce vivencial con la marginalidad, la de los ragazzi di vita (chicos de la calle), ambientes que el neorrealismo –que lo había nutrido como espectador, en la posguerra- no había llegado a registrar del todo. Volvió a trasuntarlo al año siguiente en Mamma Roma (Anna Magnani fue fundamental en ese film). La conjunción del mundo del subproletariado con el refinamiento plástico del realizador, barnizado con trazos renacentistas, deparó su rara alquimia personal, ese discurso fílmico solitario en la cinematografía peninsular: la intransferible poética pasoliniana.
El Evangelio según San Mateo y su “trilogía de la vida” (El Decameron, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches) afirmaron su presencia en el contexto del cine europeo; aquel fermento de la modernidad proclive a Godard y a Antonioni, acabaría por aclamarlo cuando en 1968 se estrenó la místicamente enigmática Teorema y, al año siguiente, su Medea, a partir de Eurípides, con la que asombró al entronizar, como protagonista, a la inefable María Callas. Ambos, PPP y Callas, vinieron al 11º Festival de Mar del Plata (1970), aquella irrepetible edición histórica en la que Medea compitió (permítasenos la digresión) con hitos del Parnaso del cine, como Busco mi destino (Hopper), Zabriskie Point (Antonioni), La caída de los dioses (Visconti), Z (Costa-Gavras), If… (Anderson) y –entre otras “tímidas”- la brasileña ganadora, Macunaíma, de Joaquim Pedro de Andrade.
No debería soslayarse un mediometraje que narraba un rodaje de ficción (cine dentro del cine) de la Pasión de Jesucristo, un “brano” emblemático en la filmografía de PPP: “La ricotta”, un episodio del largo Ro-Go-Pa-G (1963), en el que compartió lauros con Roberto Rossellini, Jean-Luc Godard y Ugo Gregoretti. En el rol del director de ficción que filma la Pasión despunta (un guiño de complicidad de PPP) un feroz Orson Welles.
La incógnita: profecía y sangre
En sus 35 años de provocaciones, logros y traspiés casi sin descanso, dejó una obra disímil y multiforme; además de sus (más de) veinte films, están sus textos literarios (de Il sogno di una cosa a Petrolio) y los ensayísticos (Passione e ideologia), sin olvidar su producción pictórica, que su maestro Giuseppe Zigaina trajo a Buenos Aires hace veinte años; este raro artista manco (su único brazo es el que, en realidad, registra la cámara cuando el joven coprotagonista de Teorema “pinta” sus cuadros) fue quien reveló, entonces, las sorprendentes visiones proféticas de PPP acerca de su trágico final.
A fines de 1975, semanas después de su confuso asesinato, se estrenó en París el que sería su testamento fílmico, escatológico y sanguinario, prohibido en Italia: Salò o los ciento veinte días de Sodoma, final de un periplo a veces iluminador y, otras, sinuoso y controvertido.
Nadie exaltaría convencionalmente su memoria; su figura es áspera, inclasificablemente lúcida. No es Fellini, que siempre deslumbra con algún truco; no es Pavese, capaz de sosegar y reorientar a un corazón desarraigado. No. El incontenible Pierpaolo nunca evitó confrontarse con alguna “otra mitad”; hurgó en las fuentes ancestrales de la tragedia, exploró en Oriente y en civilizaciones periféricas (los inextricables muros de Sana’a, la inacabada Orestíada africana), lo que lo convirtió en un No-Global adelantado. Y mojó, también, en la sangre que dejó algún ritual de la hechicera Medea: como Dionysos, cometió pecado de hybris y acabó descuartizado por las Ménades.
O, como Jesucristo, crucificado, no en una colina sino en la arena (sin siquiera el consuelo de una ricotta). Acorde con el demiurgo sacrificial que fue predijo su muerte, en la madrugada del Día de los Difuntos (la misma fecha en que había sido fusilado su hermano Guido); quedaría allí, en la playa de Ostia, despedazado por las cuatro ruedas de la suntuosa Alfa 2000 con la que, un rato antes, había recogido a Pino Pelosi, su amante marginal, adolescente indescifrable, hijo de la noche romana y que pasó con ese mismo auto sobre su cuerpo yacente. Allí, como la “santa” Laura Betti que levitaba en Teorema, Pasolini inició el ascenso hacia el limbo de los inconformistas. Su obra, en la Tierra, a cien años de su nacimiento, parecería que no cesa de inquietar.