Reseña: El artista de la cuchilla, de Irvine Welsh
El retorno de un personaje de Trainspotting, entre la violencia y el autocontrol
En su última novela, El artista de la cuchilla, el escocés Irvine Welsh (Edimburgo, 1958) se pregunta, en un clima de oscura decadencia, sobre las posibilidades de cambio de un expresidiario. Para eso recupera a Francis Begbie, personaje central que en Trainspotting (1993), su novela inaugural, a la que el cine ayudó a convertir en fenómeno global, encarnaba el papel de hombre maligno que pertenecía al hampa.
El argumento de El artista de la cuchilla prolonga su historia de manera inesperada. Tras dos temporadas en la cárcel, Begbie decide cambiar su nombre por el de Jim Francis y convertirse en alguien diferente del que fue. Pasa de ser un alcohólico convicto por homicidio en la zona portuaria de Leith a artista aclamado en Santa Bárbara, California. Para que ocurra esa metamorfosis resulta clave Melanie, una rica arteterapeuta norteamericana a la que conoce durante un taller, cuando está preso, y con la que se casará y tendrá dos hijas.
Francis deviene entonces un artista famoso que vende sus esculturas por cifras millonarias. Empieza a hacerlas por resentimiento: cuando un actor no contesta sus llamados, hace un busto de él y lo mutila con rabia incontrolable. Lo mismo ocurre con retratos y esculturas de estrellas de Hollywood y de la televisión británica. Moldea violentamente cabezas y las despedaza con cinceles, cuchillos de acero y otros instrumentos. Cuando expone las obras, la crítica lo elogia sin matices. Antes, reconoce Francis, su único talento eran el deseo incontenible y la satisfacción que le provocaban herir a otro ser humano.
Reflexivo y capaz de argumentar con solvencia acerca de sus trabajos –para impresionar a Melanie empezó a leer libros de filosofía, historia del arte y biografías de grandes pintores– Francis, ahora padre y esposo amoroso, vive con su familia en una casa en la costa oeste de Estados Unidos. Pero su nueva existencia entra en pugna con el pasado cuando uno de sus hijos –tuvo cuatro en su país de origen, con dos mujeres distintas, y no mantiene relación con ninguno– es asesinado y tiene que regresar para el funeral a Escocia.
La traducción de El artista de la cuchilla, como suele ocurrir con los libros de Welsh, marcados por el slang, abunda en incómodos modismos españoles: la tarea no debe haber sido simple si se repara en que la versión, a falta de uno, está firmada por tres especialistas. Más allá de ese escollo, el ritmo vertiginoso que Welsh le imprime a la narración permite sumergirse en las entrañas de Francis, dueño de frases dañinas como látigos, en disputa constante entre el autocontrol y a violencia. Y también corroborar que detrás de ese torrente puede esconderse una indagación sutil de los lazos familiares y la imposibilidad de conocer al otro.
El artista de la cuchilla
Por Irvine Welsh
Anagrama
Traducción: Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas Rodríguez
263 páginas, $1795