Una nueva grieta: realidad versus dirigentes
Una alegre caravana de dirigentes de diversos palos del oficialismo usó fondos públicos para ir a Brasil a celebrar como propia una victoria ajena.
Varios días después del hecho, alguien filtra en las redes sociales y viraliza una amenaza de la presidenciable Patricia Bullrich a Felipe Miguel, uno de los coroneles de otro presidenciable del mismo espacio, Horacio Rodríguez Larreta. “La próxima te rompo la cara”, le dice como devolución a declaraciones en su contra.
Ambas noticias ocupan el centro del interés político durante gran parte de la semana y retratan la pobreza y el despiste de los grandes conglomerados partidarios en pugna.
"El divorcio entre realidad y dirigencia pone en riesgo nada menos que la legitimidad de la representación"
Una división crece hasta convertirse en un riesgo aun mayor que la famosa grieta que divide a la Argentina como a otros tantos sistemas políticos. Esa separación aleja a los dirigentes que gobiernan y quienes aspiran a hacerlo de los problemas más perentorios de los ciudadanos.
El divorcio entre realidad y dirigencia pone en riesgo nada menos que la legitimidad de la representación, según empieza a insinuarse en algunos de los sondeos más aceptables que pueden leerse. Y por el camino del enojo social hacia sus representantes se llega al atajo por el que votantes, entre desesperados y enojados, despeñaron sus sistemas partidarios tradicionales.
La Argentina creyó atravesar por una situación parecida en el estallido institucional de 2001. Sin embargo, bajo otros nombres y con la forma de alianzas en lugar de partidos solitarios se rearmó un nuevo esquema binario en lugar del anterior. No ocurrió el “que se vayan todos”; fue reemplazado por una serie de realineamientos hasta llegar a este presente en el que los dos frentes políticos parecen distraídos en sus propios juegos. Mientras tanto, la realidad, cruel, detona lo inesperado.
La corrida hacia el bunker de Lula, en San Pablo, el domingo y lunes últimos, es un registro inequívoco del hambre por encontrar y mostrar buenas noticias.
Fue tan básica la maniobra del oficialismo de abrazarse al presidente electo que quedó registrado un dato inédito en la historia de la región: nunca antes el jefe de Estado de un país había viajado a celebrar al día siguiente con el ganador de una elección de otra nación. Alberto Fernández podrá apuntarse semejante desmesura, al igual que la corte de amigos y adversarios internos que pugnaron por sacarse una foto y hasta entregarle una gorra con el logo de la supuesta candidatura presidencial de Cristina Kirchner.
El viaje de las delegaciones argentinas para celebrar con Lula pasó por alto un dato insoslayable. El nuevo presidente no es ni podrá ser el mismo del pasado que, como resultado de las reformas estructurales que había hecho Fernando Henrique Cardoso, llevó adelante una política de distribución de recursos.
Al llegar al mando, aquel hombre de la izquierda obrera eligió mantener a Brasil como un país capitalista orientado a consolidarse como una potencia global, a la vez que eludía con elegancia quedar pegado con el populismo más recalcitrante de la región.
"La moderación que prometió Lula será casi una obligación con una oposición tan intensa como la que amenaza ejercer Jair Bolsonaro"
Brasil, estragado por una brutal grieta similar a la Argentina, votó, sin embargo, por un presidente que prometió gobernar desde el centro político con aliados que fue a buscar en viejos adversarios suyos, como Cardoso, uno de los grandes estadistas brasileños de todos los tiempos. Hay, por lo tanto, un desafío para los cientistas políticos acostumbrados a citar la vieja fórmula que indica que, en caso de enojo social y dirigentes enfrentados, el centro desaparece en beneficio de los extremos. En Brasil acaba de ocurrir que un referente de la izquierda acaba de ganar con una propuesta centrista a un visceral populista de derecha.
La moderación que prometió Lula será casi una obligación con una oposición tan intensa como la que amenaza ejercer Jair Bolsonaro y un parlamento fragmentado y sin mayorías estables.
Los kirchneristas que fueron a mostrarse con el Lula de principios de siglo encontraron a un veterano componedor que promete diálogo y consensos. ¿Registraron el dato o se quedaron en la memorabilia?
Hábil en el juego corto de los efectos inmediatos, Patricia Bullrich trató de empardar las fotos de Lula con los amigos argentinos con una imagen en la que aparece abrazada a Luis Lacalle Pou, el presidente uruguayo al que muchos argentinos admiran más por los contrastes de su país con nuestros desastres que por los verdaderos resultados de su gestión, que en general desconocen.
Bullrich va por los frutos que viene sembrando Mauricio Macri, en su nueva versión enérgica en la que condena por igual a populistas y progresistas en un juego dialéctico que irrita la sensible piel de ciertos radicales.
La exministra no apunta a los socios radicales, con algunos de los cuales tiene negociaciones para su armado, sino a Rodríguez Larreta, al que le tira todos sus dardos internos.
Si aún no se sabe quién publicó la agresión verbal de Bullrich contra uno de los dirigentes más próximos al jefe de Gobierno, el incidente, lejos de avergonzarla, la reafirma en el uso de un estilo que hace de la agresión una construcción. Si se solapa con los planteos de Macri, pareciera que con esas reacciones busca atraer a los votantes que Javier Milei amenaza llevarse.
Nunca terminará de saberse, sino hasta las lejanas elecciones del año próximo, si vale la pena el esfuerzo de pretender que Milei vale lo mismo que lo que dicen que vale.