La vida tercerizada. El uso disfuncional y adictivo de plataformas digitales y redes sociales
El 22 de agosto de este año, en el portal informativo Infobae, la psicóloga y sexóloga Micaela Hempe contaba, desde su consultorio en Pilar, su propia desaparición. “Me desperté y de repente no existía más”, le decía a la periodista Marisol San Román. Eso había ocurrido 17 días antes, cuando al abrir su computadora se encontró con que Instagram y Facebook habían eliminado sus cuentas y perfiles debido a la supuesta infracción de las normas de esas empresas (normas que habitualmente no les son comunicadas de manera clara y accesible a los usuarios). “Que te borren tu cuenta cuando literalmente está toda tu vida allí es sentir que no podés entrar en tu casa mientras todo se prende fuego adentro, ves cómo te roban tu identidad y ni siquiera te devuelven tus propias fotos”, protestaba. No solo había perdido información y datos esenciales de su actividad profesional, sino fotos y testimonios de su historia personal. “Aunque pasaba todo el día con el teléfono en la mano, no me había dado cuenta de lo que realmente significa estar online. De repente atraviesa desde tus interacciones hasta lo que elegís en cada área de tu vida”, confesaba Hempe.
El episodio revela cómo el uso disfuncional y adictivo de plataformas digitales y redes sociales puede trasladar la existencia real de las personas a una ilusoria vida virtual. En esa mudanza entra en juego la propia identidad. En su ensayo titulado Psicopolítica, el filósofo coreano Byung-Chul Han advierte al respecto que en el panóptico digital todo está vigilado, incluida nuestra mente. La vida de las personas se convierte en datos, y nadie sabe quién es ni cuál es el sentido de su vida. Lo que importa es ser visto, acumular “amigos” (que no son tales, sino simples contactos) y likes (los “me gusta” sin los cuales se empieza a dudar de la propia existencia). Mientras los usuarios de las plataformas se autoexhiben, autoexplotan y automiden, apunta Han, estas crean perfiles comerciales muy detallados de ellos y, según explica en el diario español El País el periodista Javier Salas, “se los sirven en bandeja a terceros, que pueden así poner en marcha campañas de todo tipo, entre otras, las de manipulación política”.
A su vez, Jaron Larnier, un pionero fundamental de la realidad virtual, actividad que abandonó cuando observó sus efectos, y se convirtió en un crítico acérrimo de Silicon Valley, sentencia en su libro Diez razones para abandonar tus redes sociales de inmediato que estas “te quieren sin alma y sin conciencia”.
Muchos y muy respetables críticos de las plataformas denuncian el modo abusivo e impiadoso en que estas violan la privacidad de las personas, capturan su atención y las convierten en materia prima de negocios que se miden en cientos de miles de millones de dólares anuales (con copiosas evasiones fiscales). Pero Larnier, que las conoce desde las entrañas, va más allá. Ya no se trata, dice, de los fabulosos negocios publicitarios, sino lisa y llanamente de la modificación de la conducta de los usuarios, que termina en la apropiación y direccionamiento de sus vidas. La serie inglesa Black Mirror lo mostraba de manera impresionante, y sin atenuantes, en cada uno de sus capítulos. Los que en principio parecían distopías ya pueden empezar a verse como documentales.
De diferentes maneras, y en distintas circunstancias, cada persona es responsable de su vida. Frente al cúmulo de situaciones que no dependen de nuestra voluntad, hay una libertad última y tan intransferible como la propia existencia. Es la libertad de elegir cómo responder y actuar ante aquello que no depende de nosotros. Tercerizar algo sagrado y precioso como nuestra vida, dejándola en manos ajenas y virtuales, es empezar a perderla. Y a nadie se puede culpar de las consecuencias de esa elección.