Salud mental y Covid-19. La inflación que no miramos
No a todos les fue mal con la pandemia. Hubo una gran variedad de colapsos económicos, industrias y negocios que capotaron, puestos de trabajo que se perdieron, proyectos que se hundieron antes de nacer. Sin embargo, la Big Pharma (como se conoce a los grandes de la industria farmacéutica) y las tecnológicas que controlan las principales redes y plataformas en internet encontraron una suculenta fuente de ganancias a partir de las vacunas, el confinamiento y los trabajos, compras y relaciones a distancia. Y un mundo de personas aterrorizadas y aisladas hizo que se disparara otra mina de oro: las aplicaciones que prometen salud y bienestar desde la pantalla de celulares y computadoras. Esto significa supuestos paliativos para la ansiedad, depresión, estrés y burn out (neuronas quemadas por exceso de trabajo o preocupaciones).
La Organización Mundial de la Salud (organismo que perdió buena parte de su reputación durante la pandemia a causa de sus erráticas información y prescripciones) y otras instituciones del ramo habían calculado antes de la aparición del Covid-19 que los problemas de salud mental le costaban a la economía mundial, en términos de productividad y consumo, unos 3500 millones de dólares anuales. De por sí eso ya era un mercado tentador para quienes prometieran panaceas capaces de devolver a las personas a su función de productores y consumidores normales. Ni hablar del modo en que esa fuente de negocios se potenció a partir de 2020. De hecho, las startups (empresas emergentes que nacen al calor de nichos de negocios oportunamente captados) que desarrollan aplicaciones y plataformas destinadas a brindar fórmulas y prácticas destinadas al bienestar físico y mental y a atenuar los síntomas de malestar psíquico y emocional, se reprodujeron en los últimos dos años de modo geométrico. Y el uso de estas, que aumentó en un 54% durante 2020, lo hizo en un 130% en apenas el trimestre inicial de 2021. Atraídos por este filón, fondos de inversión, bancos, tecnológicas y buscadores de negocios empezaron a involucrarse en el tema.
¿Pero de veras hay una endemia de mala salud mental, como parece indicar este fenómeno económico? Ya a mediados de la década anterior el psiquiatra estadounidense Allen Frances alertaba sobre el creciente peligro de la inflación diagnóstica, consistente en “confundir perturbaciones psíquicas que forman parte de la vida cotidiana con un auténtico trastorno psiquiátrico”. Su libro ¿Somos todos enfermos mentales? es una poderosa y fundada advertencia contra la medicalización de la vida, que termina enfermando más de lo que pretende curar. El abuso de fármacos legales para afrontar problemas de la vida cotidiana que piden ser resueltos de otra manera, o esperar que desaparezcan, se convirtió en un problema de salud pública más grave que las drogas ilegales, afirma Allen. Los adictos a psicofármacos se multiplican tanto o más que los consumidores de drogas ilegales, y nada se hace contra eso. Allen sabe de qué habla. Profesor emérito en la Universidad de Duke, fue directivo de la Asociación Psiquiátrica Americana, en Estados Unidos, y lideró la confección de las versiones III y IV del DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), herramienta que suele usarse como una suerte de Biblia psiquiátrica y que, edición tras edición, convierte en síntoma casi cualquier conducta humana reduciendo así la proporción de personas sanas. Hoy Allen descree de ese dogma. “En ocasiones nuestras emociones se nos pueden ir temporalmente de las manos, dice, y provocarnos considerable angustia. Pero la homeostasis y el tiempo son remedios naturales y la mayoría de las personas se recuperan y recobran su equilibrio normal”. Hay algo que ninguna aplicación ni pastilla puede proveer: un propósito existencial, un sentido para lo propia vida. Su ausencia es, sí, fuente de depresión, angustia, ansiedad y vacío.