Dar voz a los que no la tienen. Esa era la consigna que había guiado sus pasos desde que tuvo uso de razón. Y cuando terminó el colegio secundario sintió que había llegado la oportunidad de moldear esa vocación. En diciembre de 2016 se recibió de periodista en TEA (una escuela de estudios terciarios sobre periodismo de la Argentina) y ese mismo verano quiso poner su plan en acción: viajar a Uganda, en África Oriental, para visitar a Victor Ochen, un activista en derechos humanos y nominado a Nobel de la Paz ese año, para trabajar con él en su organización. Además, Fernanda Chaves (21) anhelaba poder escribir su historia.
"Pero tuve miedo. En 2016 la guerra civil en Uganda todavía no cesaba y la guerrilla, conocida por desfigurar a sus víctimas, seguía activa. Ese miedo impidió que viajara. Y en ese entonces un amigo me propuso irnos de viaje por Europa, a pasar navidad y año nuevo. Mi mamá también quería viajar, pero cuando hiciera menos frío. Esa fue mi oportunidad. Con mi amigo habíamos planeado viajar en diciembre y mi mamá quería hacerlo en febrero. En el medio tenía un mes donde no sabía qué hacer y tampoco tenía mucho dinero".
Sus orígenes no le dejaron ser indiferente. De origen alemán, la abuela materna de Fernanda había logrado escapar a la Segunda Guerra Mundial, mientras que su bisabuelo paterno, de nacionalidad siria, provenía de Damasco. Y, sin pensarlo demasiado, desde Buenos Aires la reciente periodista se unió a un grupo de Facebook llamado "Bienvenidos refugiados voluntariados Grecia". Allí encontró un link en el que buscaban, precisamente, voluntarios para distintos campos de refugiados. "Inmediatamente me interesé por Sounion, un campo de refugiados al sur de Grecia continental que buscaba a alguien para que, inicialmente, se hiciera cargo del jardín de infantes del campo. Decidí finalmente que el 25 de enero de 2017 iniciaría mi voluntariado en el campo. Elegí este y no otro porque principalmente me dejaban quedarme a dormir ahí y tener contacto con los refugiados".
Una mochila llena de miedos
En enero de 2017 Fernanda llegó a Atenas. Se hospedó en un hotel cerca de la estación de micros que la llevaría al campo, y al día siguiente, viajó durante una hora hasta Sounion. "Llegué con una súper mochila de mochilera y me bajé del micro en la puerta del campo. Estaba muerta de miedo. Parece una tontería pero, entre otras cosas, tenía miedo de pasar frío, porque era invierno. Me abrió la puerta un voluntario de El Líbano que se llama Taha. Fue divino conmigo, me hizo un recorrido por el campo y ahí me tranquilicé un poco. Pronto descubrí que, lo más duro, sin duda alguna, fueron las historias de la gente que estaba ahí".
El 50% de quienes estaban allí eran niños. Pero, dentro de las condiciones dadas, mostraban ser los que mejor se adaptaban. En cambio, para los adultos, el choque cultural era muy difícil. "La mayoría de quienes logran escapar de Siria provienen de clases pudientes. Para poder hacerlo tienen que gastar como mínimo 3 mil euros por pareja. Es obvio que no todo el mundo cuenta con ese dinero. Y, pude comprobar que, por ejemplo, para un hombre con 12 hijos y dos mujeres es difícil adaptarse a la cultura occidental. Ellos tratan de resignar lo menos posible, pero a la larga tienen que acomodarse".
En Sounion, los refugiados tenían una hora de desayuno, almuerzo, merienda y cena, siempre proporcionada por la marina griega. Había un comandante que se ocupaba de la gestión, organizaciones como Médicos Sin Fronteras que proporcionaban apoyo psicológico y ACNUR que se encargaban de la reubicación. En el comedor también se daban clases de ingles para refugiados, que estaban a cargo de voluntarios ingleses, y se preparaban curriculums con traducciones de acuerdo al país al cual pretendían llegar.
Fernanda fue designada para varias tareas en el campo. Todas las mañanas desayunaba pan árabe con te en su dormi. Repartía donaciones, ayudaba con las clases de ingles, hacía traducciones pequeñas y se encargaba del jardín de infantes. En Grecia los niños mayores de 6 años deben ir al jardín estatal, pero quienes tienen menos que eso deben quedarse en el campo. Además, junto a otras voluntarias organizaba actividades culturales, como noche de cine niños, tardes de té para la familia o los martes de mujeres. "Esta era la actividad que más me gustaba. Los martes a la noche cerrábamos el jardín de infantes, tapiábamos las puertas y ventanas, poníamos música y las mujeres del campo salían de sus cuartos y venían con sus hijos a bailar y cantar. Y se sacaban la hijab, al menos un rato".
Los domingos eran libres y Fernanda aprovechaba para ir a la playa, que quedaba a una cuadra. También podía ir caminando hacia Lavrio, el pueblo más cerca (5 km) y hacer compras. Por las noches, las familias abrían las puertas de sus habitaciones e invitaban a los voluntarios a tomar té o a cenar. Incluso a veces tomaban mate, una tradición argentina que por la migración había llegado a Siria y hoy todos la conocen.
Lección de vida
Fernanda también comía la comida que daba la Marina a los refugiados. En general, los platos tenían pollo, cus cus, arroz, fideos, queso, leche, pan. "Tuve un problema en el estómago cuando llegué, por no estar acostumbrada a las especias en la comida. Y estuve descompuesta casi todo el mes ahí, con medicamentos. Pero bueno, valió la pena. A veces los refugiados, nos invitaban a comer y no podía decir que no, porque era lo único que tenían. Entonces comía igual".
De la experiencia asegura que aprendió muchísimo. Desde no rechazar comida que no le gustaba en casa ajena, porque entendió que cada uno ofrece lo que tiene hasta eliminar todos sus prejuicios respecto a la comunidad musulmana.
Regresó a Buenos Aires luego de aquella experiencia transformadora. Está escribiendo un libro sobre refugiados en el mundo, incluido Argentina, para mostrar que detrás de la etiqueta hay muchas personas e historias que merecen ser contadas. En 2018 viajó nuevamente para visitar refugiados reubicados en países europeos, incluso pudo reencontrarse con algunos que había conocido en el campo. También dio clases en colegios secundarios sobre refugiados e inmigración para poder transmitir la realidad que viven. Además, fue convocada de Youth For Human Rights International, una organización de jóvenes por los derechos humanos, para exponer en Naciones Unidas todo su trabajo en relación a los Derechos Humanos y su experiencia en el campo.
"Fue la mejor y la peor experiencia de mi vida. Porque te unís tanto a ellos que su dolor es el tuyo, y ver las injusticias por las que pasan te influye el doble. Llegué al campo con una mochila de prejuicios infundados en mi cultura, mi forma de ver el mundo y quizás también mi feminismo. Y me fui sin ninguno de esos prejuicios, con la cabeza mucho más abierta. Conocí historias muy difíciles. Ver chicos desamparados es horrible, pero haber podido aportar un poco de mi para que estuvieran mejor me llenó el alma".
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