Se cumplen 50 años del emblemático gol de Juan Carlos Cárdenas en el Estadio Centenario y del primer campeonato del mundo para un equipo argentino. Aquí, los recuerdos de aquella excursión a Montevideo de un notable hincha de Racing, periodista y escritor, en ese orden.
En noviembre de 1967, tenía 24 años recién cumplidos; estaba casado desde marzo; era redactor especial del semanario Confirmado y la vida me sonreía a tal punto que me imaginaba inmortal. Omnipotente y excesivo, también pensaba que ciertas cosas ocurrían una sola vez y nunca más. La experiencia me probó que esto no era tan cierto, aunque lo que sucedió en aquella ocasión le dio bastante razón al dicho.
El sábado 4 de noviembre de 1967, con mi amigo y compañero de redacción Carlos “El Tano” Tarsitano volamos a Montevideo para ver en el Estadio Centenario la finalísima de la octava edición del Torneo Intercontinental de Clubes, entre nuestro amado Racing y el Celtic, vanguardia del fútbol escocés y británico. De repente, Glasgow y Avellaneda parecieron quedar a un paso. En el primer partido, en el Hampden Park perdimos 1 a 0. En el siguiente, en el Cilindro (milagrosamente, todavía llamado Juan Domingo Perón) dimos vuelta un partido difícil y ganamos 2 a 1. Ahora íbamos a Uruguay a jugarnos en el desempate.
Se ve que Tarsitano y yo éramos chicos, paradójicamente, independientes.En pareja ambos, pudimos encontrar las excusas para ausentarnos y también pudimos solventarnos la aventura. Compramos una promoción que incluía pasaje de ida y vuelta en avión de la compañía uruguaya PLUNA en el mismo día y una entrada a platea, con acceso al palco de periodistas número 1609, que todavía conservo. Esa fue mi segunda travesía en avión: el año anterior me tocó volar por trabajo a Tucumán, cubriendo una visita del dictador Onganía. El Tano y yo fuimos dos de los 268.172 espectadores presentes en los tres partidos.
Dos expresiones muy futboleras –“un gol de otro partido” y “el que hace el primer gol gana”– ilustraron a la perfección lo que fueron esos 90 minutos imperfectos caracterizados por estrategias defensivas y ofensivas amarretas. Y ambos asertos se juntaron a los 11 minutos del segundo tiempo en un gol fantástico convertido en sociedad por Juan Carlos “El Chango” Cárdenas y por los 25.000 fanáticos que viajamos desde todo el país. La prensa de buena parte del mundo, y en especial la del Reino Unido, denominó ese encuentro parejo, tenso y muy violento, “La Batalla de Montevideo”. Para calmar ánimos y exigir calma, el referí paraguayo Rodolfo Pérez dejó fuera de la contienda a cinco soldados, tres del Celtic (entre ellos a su estrella, el fabuloso dribleador Johnstone) y dos de Racing, Juan Carlos Rulli y Alfio Basile.
Las cosas venían peleadas desde el principio. Cuando aquel vertiginoso equipo de José (por su director técnico, Juan José Pizzuti) pisó el césped de Glasgow, ya había sido asimilado al mismo des(calificativo) con que un año antes, durante el mundial disputado en Londres, se conceptuó al seleccionado argentino: “Animals”. Desde el sur del mundo llegaban unos salvajes vestidos de celeste y blanco. Las rencillas continuaron en la previa del partido de Avellaneda. Un piedrazo arrojado desde la tribuna le rompió la cabeza al arquero titular Fallon, que debió ser reemplazado por Simpson. Quedaba claro: todos se las tenían jurada y eso estalló en la final. Eso dentro del campo. En las tribunas tampoco las cosas estaban en calma. De nada le sirvió a Racing salir agitando una bandera uruguaya. Los otros 40.000 espectadores que no eran de la Academia ignoraron el gesto y silbaron y abuchearon. Nada sedujo a los orientales: no olvidaron que en la resolución de la Copa Libertadores de ese mismo año Racing había cometido un pecado difícil de perdonar en el Río de la Plata: dejó en el camino al poderoso Nacional uruguayo.
EL EQUIPO DE JOSÉ NUNCA EXISTIÓ
Aquellos fueron años de glorias difíciles de igualar. En 1966, Racing ganó el campeonato, con una serie de 39 partidos invictos. Antes de la final Intercontinental se había quedado con la Libertadores. Desde ese momento hasta la siguiente vez que ganó algo trascendente pasaron 21 años. En 1988 se coronó en la llamada Supercopa Internacional, pero en el medio le tocó un suceso muy doloroso: el descenso a la Primera B en 1983. Ese club, ese equipo de fútbol que en un momento lo tuvo todo, de a poco se fue quedando sin nada. Incluida su historia: en esos años funestos se propagó el siguiente –por así llamarlo– chiste, de prosapia contrera. La presunta humorada sostiene que cualquier día, por obra y gracia de tantas repeticiones, ese furibundo zurdazo del Chango Cárdenas ejecutado desde 27 metros y 15 centímetros de distancia pegaría en el travesaño, se iría afuera o lo desviaría un manotazo del arquero Fallon. Nada de eso ocurrió, bromistas, ni ocurrirá.
A riesgo de perder el avión, los cantos y saltos en la tribuna se trasladaron a varias calles montevideanas cercanas al Estadio, vivando a Cejas y a Martín, al Panadero Díaz y a Chabay, a Mori, João Cardoso y el Toro Raffo. Mucho más adelante le pude manifestar mi admiración personal y mi agradecimiento a Pizzuti, a Rulli, al Coco Basile y en especial a Roberto Perfumo, mi único ídolo de la juventud. A ellos pude decirles que fueron responsables de aquella jornada de felicidad total. Al querido Cárdenas, en una entrevista radial, le pregunté si, segundos antes de sacar ese furibundo tiro, había escuchado en el Centenario mi grito: “¡Probá, Chango!” (no sé si lo dije, pero que lo pensé, seguro), y me parece que me respondió en serio. “No”, me dijo casi disculpándose, “te soy sincero, a tu grito no lo oí. Al que escuché fue al Bocha (Humberto Dionisio Maschio), que me dijo: «¡Pegale, pegale, nene!»”. Y agregó que en ese segundo esencial también creyó haber escuchado la incitación de Pizzuti.
El clamor callejero del “Y ya lo ve/ y ya lo ve/ ¡es el equipo de José!”, alternado con otro (“Y ya lo ve/ y ya lo ve/ somos campeones otra vez”), se prolongó hasta el aeropuerto de Carrasco.
RACINGUISMO MÁGICO
A la vuelta nos tocó cruzar el charco en un turbohélice bastante pequeño. A la mitad del breve recorrido, el cielo empezó a encapotarse y ya cerca de Buenos Aires se largó una tormenta temible. Rayos y centellas movían ese avioncito de un lado para el otro. Convencido de que la máquina voladora no podía durar mucho más en el aire, pensé en mis seres queridos, en que no le iba a poder contar a mi papá (gracias, viejo, por haberme hecho de Racing) mis vivencias de aquella tarde y en la relatividad de la vida capaz de dar y quitar cosas esenciales en tan poco tiempo. Entonces, de casualidad, miré para atrás y, en el fondo, divisé con cara de preocupación al relator José María Muñoz y a algunas otras personas de su equipo. A puro pensamiento mágico, salí de la desazón: “¿Cómo se va a caer este avión si está el gordo Muñoz?”. Dicho y hecho. Aquí sigo para contar este suceso adorable, cuando casi todo se veía en blanco y negro.
Pienso en ese plantel de Racing y me pregunto si se habrán sentido suficientemente reconocidos. Varios de ellos, seguramente por amor a la camiseta, fueron directores técnicos en algún momento posterior, desde Pizzuti en varias ocasiones, pasando por Maschio, Díaz, Cárdenas y el propio Perfumo. Basile tuvo más suerte que el resto porque en 1985 condujo al equipo del ascenso a Primera y en 1988 lo sacó campeón de la Supercopa. Hoy, que para todos, también para mí (¡caramba!: ya sé que no seré inmortal), pasaron 50 años quiero decirles que los tengo en la cabeza y que los llevo en el corazón. Algunos, como el querido Perfumo, ya no están entre nosotros, y el resto de aquellos campeones del 67 deben andar entre los 70 y 80 años, como yo. Buen momento para demostrar que no perdimos la memoria. ¿Y si cantamos: “Y ya lo ve/ y ya lo ve/ ¡aquel partido no olvidé!”?
CINCUENTA AÑOS DESPUÉS
A medio siglo de la gesta, además de la copa, celebro haber podido compartir con mi papá la hazaña del club de nuestros amores: eso nos volvió a unir y a identificar. Se ve que el campeonato fue otro paso hacia la adultez. Diez meses después nació Julieta, mi primera hija. Es de Racing. Su hermana menor, Inés, también. Mi nieto Bruno es de Boca, como el padre, pero dos veces, disfrazado de hincha racinguista, me di el gusto de llevarlo al Cilindro.
En 1980, de visita en España, mi compañero de expedición Carlos Tarsitano (vive allá hace más de 40 años) me contó algo que me dejó helado: “Ya no soy más hincha de Racing”. Probablemente desinteresado por el fútbol, ni siquiera se hizo simpatizante del Racing de Santander. Aunque me cueste entenderlo, igual lo sigo queriendo.
En cambio, yo sigo siendo hincha. Cuando juega de local vamos con mi amigo Diego y su hija Malena, que sabe todas las canciones de cancha que yo nunca aprendí. Los partidos de visitante los veo por televisión, solo o en la casa de mi amigo Carlos.
Según gane, pierda o empate, Racing sigue teniendo la privilegiada condición de alegrarme o arruinarme cualquier fin de semana.
Carlos Ulanovsky