Abrir las ventanas
Las pantallas se sitúan en vehículos, supermercados y otros lugares públicos, como una metáfora de la tendencia actual a ignorar la realidad, privilegiando lo que muestran los televisores
uando llego a la habitación de un hotel, en cualquier lugar del mundo, me sorprende con reiterada frecuencia el hecho de encontrarla a oscuras. En vez de abrir las cortinas cerradas, mi acompañante enciende las luces y, con un indisimulable aire de satisfacción, deposita en mis manos el control remoto del televisor. Mediante esa ceremonia parece querer introducirme al mundo, incorporarme a la realidad. No pocas veces, al quedarme solo y abrir de par en par esas ventanas clausuradas, me sorprende la sobrecogedora belleza de un paisaje natural o edificado por el hombre.
Esa experiencia es una metáfora de la tendencia actual a ignorar la realidad real, privilegiando la que muestran los televisores. De esa manera, evitamos la posibilidad de dejar vagar nuestra imaginación contemplando las imágenes de la realidad. Hasta los niños están perdiendo la experiencia de mirar las casas cuando viajan en el asiento trasero del automóvil, inventando vidas a quienes las habitan. Ya muchos vehículos incorporan uno o más televisores portátiles en esos asientos, al igual que los taxis, donde no pueden ser apagados por el pasajero, presa cautiva de la publicidad. Quienes forman largas filas en las cajas de los supermercados, ven también amenizada su espera mediante estratégicos televisores. No sólo estamos perdiendo la privacidad en nuestras casas, sino que también se nos obstaculiza la experiencia enriquecedora de sentirnos seres privados en un ámbito público.
Es que vivimos atemorizados por la posibilidad de quedar aislados, de no compartir el mundo común, que parece circunscripto al que reflejan las pantallas. El joven autor estadounidense Jonathan Franzen, en su reciente libro de ensayos Cómo estar solo, señala el peligro de marginación que acecha a quien se niega a participar en los que denomina "rituales de la cultura de masas", como ver televisión o leer revistas de actualidad. Dice Franzen: "Sin embargo, hay que saber estar solo. Muchas veces apago la televisión porque, paradójicamente, en lugar de incorporarme, me hace sentir solo. En cambio, si leo un buen libro me siento acompañado, cerca de otra gente que siente y ve el mundo de manera parecida a mí". El hecho de que la literatura esté amenazada por la cultura de masas, lo lleva a plantearse si verdaderamente nuestra vida es, en realidad, nuestra. Sostiene que de lo que se trata es de ser individuos con una identidad y con una historia propia, personal y no producida desde fuera. De allí que, dice, la literatura desempeñe como una función primordial en el conjunto cada vez más restringido de opciones de las que disponemos para construirnos como personas. Nos permite intentar no ser masa, sino individuos poseedores de una historia verdadera, auténtica, decidida por nosotros mismos. Es que mediante la reflexión, el contacto directo con otras realidades humanas y del mundo, es posible resistirse a la manipulación por parte de sistemas basados en el estímulo de la pasividad –que en general sólo se interrumpe para poder consumir– y que adormecen la capacidad de juicio, adocenan el gusto e intentan homogeneizar las ideas. La espontaneidad, la capacidad de comprender a los demás, de profundizar razones mediante el diálogo, pueden terminar por convertirse en lujos aristocráticos en una sociedad burocratizada que avanza hacia un modelo que preserva el diálogo para pocos, reservando para el resto sólo un voraz consumo de entretenimiento. Por eso, deberíamos intentar mirar más a nuestro alrededor, intercambiar ideas con quienes nos rodean. De lo que se trata, en suma, es de abrir las ventanas.
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