Alejarse del shopping en Miami para cantarle a la luna en la playa
Una cronista cruza la ciudad del consumo para participar de una fiesta hippie en el mar
Me niego a pasar unas vacaciones encerrada en malls laberínticos detonando mis tarjetas de crédito. Tampoco soy una fanática de la piel carbonizada ni de los espacios ultrafreezerados por el aire acondicionado, así que lo confieso sin vueltas: la perspectiva de pasar cuatro días en Miami en pleno verano me genera bastante incomodidad. Y si me pongo quisquillosa, hasta un poco de aversión.
Pero ¿qué me enseñaron los viajes por los más insólitos rincones del mundo, sino a mantener una mente abierta ante cualquier oportunidad de descubrir un nuevo destino? Eso intento mientras tomo un licuado en un bar sobre Lincoln Road. No diría que estoy teniendo éxito, y puede que no ayuden las rubias platinadas que caminan por la calle con bikinis diminutas y pareos transparentes, los sesentones que pasan en sus descapotables con música a todo volumen (me jugaría todo a que en verdad no les gusta ni un poco ese rap insoportable)... y ciertamente no colabora ver a un tipo que tendrá unos cuarenta años y está en la mesa de al lado ostentando su llamativo llavero de Ferrari. Por la manera en que controla los consumos de su cuenta, parece sugerir que todo lo que tiene de la marca italiana lo compró en alguna tienda de suvenires...
El mozo debe haber reconocido mi cara de aburrimiento porque cuando me trae el segundo licuado, me pregunta con un inconfundible acento cubano: "¿Sabe que hoy puede ver una luna llena muy especial, señorita?". Le pido que me explique y me cuenta: "Esta noche, la luna aparecerá en el cielo más grande de lo normal, gracias a que en este ciclo se encuentra a menos distancia de la Tierra, un fenómeno que sólo pasa tres veces por año".
Y aparentemente, continúa Mario (así dijo que se llama), habrá fiesta hippie en la playa. ¿Una full moon party bohemia, exótica y hasta pagana? ¡Cuenten conmigo! Claro que Miami no me la va a hacer tan fácil. Mario (a quien a estas alturas acribillo a preguntas como si fuese guía turístico) me explica que nadie sabe nunca bien a qué hora empezará la fiesta ni dónde es exactamente que se realizará. Pero Mario sí logra asegurarme una cosa: que vale la pena experimentarla.
Llego a la playa por la intersección de la avenida Collins y la 79, y empiezo a caminar por la arena en dirección sur. En el horizonte, hacia el Oeste, puedo ver perfectamente recortadas las siluetas de varios hoteles cinco estrellas, lujosos e imponentes. Extraño escenario para el supuesto evento hippie al que estoy tratando de llegar...
Sigo caminando un poco más y el paisaje cambia gradualmente. Adelante, avisto a un grupo de personas vestidas en su mayoría de blanco, sentadas en círculo, meditando: "Yo soy paz... yo soy salud... yo soy amor...". Cerca de ellos, una pareja que ronda los 60 toma vino sobre un pareo batik y a la luz de una vela que en todo momento parece a punto de apagarse. Un poco más allá, hay cuatro jóvenes que charlan animadamente y sostienen ¡timbales y bongós!
Decido que la mejor estrategia es quedarme cerca de ellos, así que me siento en la arena a esperar a que algo pase. El aire es dulce y denso, las palmeras cascabelean con la brisa y en el cielo aparecen las primeras estrellas. Me quedo hipnotizada mirando el mar, esperando el momento en el que la luna haga su aparición. La magia ocurre cuando el reloj marca las siete y veinte. Una enorme, perfecta y rosada esfera emerge de las aguas. Con cada segundo, el cielo se pone más oscuro y ella, más intensa; a medida que asciende, va estirándose su estela de plata que casi llega a tocar la orilla. No sé por qué empieza a sonar la melodía de "Durazno sangrando", de Spinetta, en mi cabeza, pero enseguida unos retumbes tenues me conducen a otros ritmos más risueños y bailables: dum dum, bam bam...
Cinco o seis percusionistas ya están en pleno concierto. Tocan suavemente, conscientes de que recién estamos en "la previa". Ya la gente empieza a agruparse a su alrededor, sonriendo tímidamente. Los meditadores de blanco siguen enfrascados en sus mantras y cada tanto, de fondo, se suma un "ommm" a la zapada. Los músicos ahora son parte de una gran ronda y nadie parece animarse a ocupar el centro. Hasta que, de repente, una mujer de pelo largo y enrulado que viste un atuendo similar al de una odalisca se adelanta y rompe el vacío. Baila como en trance.
De pronto quiero ser parte yo también de ese núcleo que vibra y que se curva, y se enrosca y se contorsiona, aunque no termino de animarme. Como no podía ser de otra manera, el segundo valiente es un nene. Debe de tener unos cinco años y salta divertidísimo. Algunos soltamos las primeras risas y la música gana volumen. Los golpes del bombo son cada vez más profundos, guturales.
Bailo sola, rodeada de un montón de extraños que disfrutan tanto como yo de esta comunión anónima. Por momentos, algunos personajes cobran protagonismo y les cedemos su espacio para que puedan regalarnos su arte: una chica que hace ula-ula con un aro de luces de colores, dos malabaristas con antorchas de fuego que nos recuerdan el poder de lo atávico, un grupo de nenas que llegaron con su mamá decoradas con pulseras y collares flúo.
Fuera de la ronda, algunos hippies ya veteranos se instalaron con sillas a mirarnos mientras siguen el ritmo con las palmas. El público responde al retumbe con gritos de alegría y cantos improvisados; más tarde, se suma un saxo al recital y todos lo escuchamos realmente extasiados.
No puedo determinar qué género estamos bailando. No es latino, no es jazz, no es fusión, no es cumbia ni cachengue ni merengue. Es algo que resuena en el cuerpo, sobre todo en el pecho, la garganta y el vientre. Toca lo profundo, lo crudo, lo insondable.
Debo de haber pasado más de treinta minutos danzando sin hablar con nadie; así y todo, no puedo decir que no nos hayamos expresado y comprendido mutuamente. Un poco cansada, me retiro del círculo y voy a buscar agua. Luego de terminarme una botella entera, me doy cuenta de que lo que necesito no es agua dulce, sino salada. Sin pensarlo dos veces, me quedo en traje de baño y camino hacia el mar. La temperatura es exquisita. Me dejo llevar un poco por la corriente, floto cabeza arriba y ahí tengo un primer plano privilegiado de nuestro satélite natural, solo (¿solo?) en la inmensidad.
Quizá, para mí, ésta sea mi única experiencia en una full moon party en Miami. Pero, en unas pocas horas, esta celebración lunar me hizo derribar muchos prejuicios sobre la ciudad. Cuando miro a la masa que sigue meneándose en su salsa, no me quedan dudas de que ellos son dueños de esta tierra o, por lo menos, de esta playa, de esta noche, de esta alegría que contagia. Flotando a merced de la marea, yo no soy más que una afortunada invitada. La fiesta de la luna llena se celebra cada 28 días, a partir del atardecer, cerca de la avenida Collins y la 85.
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