Escenario. Anteponer los problemas, una forma egoísta de no planear nada
Hay que imaginarse la siguiente escena: padre e hijo sentados en el avión de regreso después de pasar 15 días espectaculares en Nueva York. "¿Te gustó el viaje?", pregunta el padre. "Sí, pero me gustó más Santa Clara del Mar", le responde el chico con honestidad brutal. Una anécdota cómica y hasta inverosímil si no fuera porque me ocurrió a mí. Al parecer, para un niño de ocho años la mística de esa gran ciudad que soñábamos visitar en familia no pudo competir con el agua fría y las olas descontroladas de una playa de la costa atlántica bonaerense.
Aunque cueste reconocerlo, los chicos poseen sus propios instrumentos para medir sin demasiado análisis intelectual lo que disfrutan más: algo divertido todos los días sin importar dónde quede. Aunque este tipo de situaciones podría desalentar a muchos padres, soy de los que creen que hay que seguir insistiendo. Al fin y al cabo, no será la primera vez que alguien en la vida nos descoloca con una respuesta, ¿no? Conozco muchas familias a las que les cuesta planear cosas juntos por temor a que los chicos (en realidad más lo padres) no lo terminen disfrutando como lo habían planeado. En estos casos, suele ocurrrir que después de una primera experiencia regular, se autoconvencen de que lo mejor será postergar la idea de conocer algunos lugares en familia o de vivir algunas experiencias "hasta que los chicos sean más grandes". Pero sucede, con más frecuencia de lo que los padres quieren reconocer, que los chicos crecen muy rápido y que el plan de sus vacaciones adolescentes ya no los incluirá alegremente. Además, sinceramente, un chico adolescente tampoco es garantía de un viaje placentero (muchos coincidirán en este punto).
¿Qué hacer entonces? El mismo interrogante surge cada vez que tenemos que pensar las vacaciones. Conciliar los deseos de todos resulta prácticamente imposible y, en definitiva, los adultos terminamos decidiendo el plan que consideramos más enriquecedor de acuerdo con una estructura emotiva, cultural y, sobre todo, económica. Los padres suponemos que los chicos disfrutarán de lo que se decidió y mantenemos la ilusión de que les quedará un recuerdo imborrable (algo que no podrá corroborarse demasiado).
Lo primero que uno aprende de viajar con chicos es que las expectativas son tramposas. Imaginar un clima de armonía, descanso y balance está reñido con la realidad. Regresar de las vacaciones en familia con un 20% de lo que uno esperaba en el bolso ya puede considerarse un tremendo éxito. No es conformarse con poco, sino ponerse a las alturas de las circunstancias. Es que si uno lo piensa demasiado no hace nada. Anteponer las dificultades y evitar exponerse, es una forma egoísta de esquivar momentos únicos e irrepetibles para todos.