Cambalache. Antiguas novedades
Los usos y costumbres pueden variar, pero también es cierto que cada uno de nosotros es un mundo de particularidades muy complejo, que no es blanco o negro
E l mundo cambia constantemente y lo que ayer parecía normal, hoy parece extraordinario. Desde que uno tiene uso de razón la consigna preferida parece ser esa que proclama que el que no cambia con el mundo queda fuera de él. En algunos casos es muy cierta la afirmación, pero en otros no tanto.
Como todos los excesos, el de aggiornamiento puede producir situaciones difíciles de resolver de manera sensata.
Uno debe tener sus aspectos inmutables por decisión propia, porque así se siente mejor y más autentico o por simple gusto y placer. El mundo puede cambiar vertiginosamente, los usos y costumbres pueden variar, y de hecho es muy positivo que esto suceda porque en esos cambios y mutaciones los seres humanos vamos superando miedos, prejuicios inútiles y frenos a la creatividad y a la libertad individual, pero también es cierto que cada uno de nosotros es un mundo de particularidades muy complejo, que no es blanco o negro, sino una infinidad de tonos intermedios que nos hace únicos e irrepetibles.
Uno puede comprar un pulóver, tejerlo con máquina industrial o con las viejas y queridas agujas escuchando tu música preferida, rock, vals, tango o jazz, desafiando a los que consideran semejante práctica como una antigüedad superada.
Uno puede ver una película en la compu, en el celular, en el plasma superchato o en la butaca de una sala cinematográfica, sin pochoclo y con el silencio adecuado, y sentirse el más moderno del mundo en cualquiera de las maneras arriba mencionadas. Simplemente está viendo una película y eso no cambia ni tiene por qué cambiar.
Uno puede vivir en un edificio inteligente donde los ascensores sean parlantes y te maten de un susto al decirte, con voz de computadora: ¡arriba! ¡se abre la puerta! ¡se cierra la puerta! ¡abajo!, con baños donde los inodoros abren la tabla mecánicamente y las luces se van prendiendo en todos los ambientes al conjuro de dos palmadas, pero también se puede habitar una hermosa casona con jardín, patio y quincho o un dos ambientes más viejo que la humedad y, por qué no, un PH tradicional. Siempre será tu casa, esa que soñaste o la que te tocó en suerte. Eso no cambia.
Pueden cambiar en lo externo la relación de padres e hijos, la de pareja o la de amistad, pero tarde o temprano cualquiera de estas alianzas podrá ser quebrada en forma desagradablemente conflictiva con la falta de respeto o la infidelidad, esas particularidades humanas eternas e inmutables; llegará el momento en que los padres se enfrenten a sus hijos y viceversa, progenitores que pierden su autoridad moral dando malos ejemplos, hijos que se creen dueños de la verdad por la simple razón de ser jóvenes y por lo tanto estar habilitados para discutir y echar por tierra cualquier sugerencia paternal, parejas llenas de hastío y rutina, problemas de ambición, bienes gananciales en escandalosos juicios de divorcio donde se rompen cosas mucho más profundas y significativas que el vínculo en sí mismo, batallas judiciales con los hijos como rehenes afectivos, egoísmos varios y las peores artimañas leguleyas para hundir al que alguna vez se amó; traiciones entre amigos, rompimiento de pautas de conducta que forjaron una relación amistosa muchas veces originada desde la más tierna infancia; patéticas reyertas entre hermanos por herencias de bienes materiales al morir los padres, y tantas situaciones más, son cosas que no arreglan las tecnologías avanzadas y que no cambian desgraciadamente a través de los siglos. Hoy nadie reta a duelo por una afrenta a su honor, se usan para esos fines los medios a los que cada uno tenga acceso: diarios, televisión, escraches, pancartas ofensivas o twitters envenenados en las modernas redes sociales, pero el impulso es el mismo. Nos creemos modernos y somos más antiguos que el macramé.
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