Aquí vivieron
Algunos eran célebres, otros lo serían. Muchos escritores extranjeros residieron –y dejaron su huella– en nuestro país. Qué hicieron por estos lares Rubén Darío, Durrell, Gombrowicz y O´Neill
Es muy larga la lista de escritores extranjeros famosos que vivieron en la Argentina. Quien permaneció más tiempo fue Ramón Gómez de la Serna (fallecido aquí, en 1963), y con una estada menor figuran, entre otros, Pedro Henríquez Ureña, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Alfonso Reyes, Antoine de Saint-Exupéry, Roger Caillois y Arturo Roa Bastos, en tanto que integran la galería de visitantes "esporádicos" Federico García Lorca, José Ortega y Gasset, Miguel Angel Asturias, Nicanor Parra y Pablo Neruda. Se suman los huéspedes de Victoria Ocampo y, en los últimos años, los más "fugaces", convocados por la Feria del Libro. Aquí recordaremos a otros cuatro: Eugene O’Neill, Rubén Darío, Lawrence Durrell y Witold Gombrowicz. Los elegimos tanto por el renombre que alcanzaron en las letras como por las características singulares y poco conocidas de su estancia en el país.
Eugene O’Neill
En busca de un destino
El norteamericano Eugene Gladstone O’Neill es el único que, en lugar de haber aparecido provisto de pergaminos literarios, trajo consigo un par de “inconvenientes” que no podían sino jugarle en contra: sus finanzas se reducían a sólo 60 dólares y además –casi recién salido de la adolescencia– aún estaba lejos de decidir ser escritor, entregado más bien a una aventurera búsqueda de su identidad.
Quien sería uno de los más grandes dramaturgos contemporáneos llegó al puerto metropolitano en agosto de 1910, a los 21 años, a bordo del carguero noruego Charles Racine, que había zarpado de Boston. Resolvió no volver a embarcarse y utilizó parte de sus escasos recursos para alojarse en un hotel de Constitución, confiado en que algún compatriota suyo, de los que le habían hablado en el Racine, le conseguiría un trabajo. Tuvo algo de suerte. En el hotel conoció a un californiano, Frederick Het- tman, que pudo lograr su ingreso en la sucursal porteña de la Westinghouse Electric Co. al ponderar, falsamente, que O’Neill era muy hábil para dibujar diseños. En un par de días saltó a la vista que no poseía ninguna aptitud y terminó calcando planos. Fue echado al mes y medio.
Se volvió frecuentador de la zona del Bajo, transitada por prostitutas y buscavidas llegados del interior. Fue habitué –bebedor empedernido– de algunos bares de mala muerte situados en Paseo Colón y de tenebrosos cines pornográficos de Barracas. Consiguió otro fugaz puesto en un galpón de lanas de la firma Swift, en el puerto, pero el depósito se incendió y nuevamente quedó desocupado.
Otros boliches favoritos de O’Neill fueron el Sailor’s Opera, cerca del parque Lezama (donde trabó amistad con un muchacho inglés que luego incluiría en tres de sus obras de teatro y al que algunas versiones demasiado imaginativas lo identifican nada menos que con Jack London), y el Bar de la Negra Carolina, en Pedro de Mendoza y Almirante Brown, de Caroline Maud, una esclava escapada de los algodonales de Nueva Orleáns. En sus memorias, él mismo retrata ese lugar, describiendo una clientela formada por “marineros borrachos, burreros empedernidos, mujeres que se ofrecían y homosexuales que pedían”, mientras en el piano se escuchaba “la melodía a martillazos de un pianista, el único sobrio”.
Entonces comía cuando podía y dormía en cualquier parte (“no hay banco de plaza de todo Buenos Aires donde no he dormido”, recuerda). Luego de una breve etapa de empleado en la Singer, siguió un tiempo de penuria y desolación que –comenta Andrew Graham-Yooll en un estupendo artículo– “fue como un descenso a los infiernos”.
En 1916 se inauguró la Torre de los Ingleses, en Retiro, para lo cual se demolió una vieja usina. En una de las paredes abatidas, durante mucho tiempo pudo leerse “E.G.O., 12-8-1911”. Parece que alguien que lo acompañaba en ese momento fue quien dio origen a la versión de que “eso lo escribió, con una navaja, un gringo borracho llamado Onil”.
Diez años después, ese “gringo borracho” ganaría el Pulitzer y en 1936, el Premio Nobel de Literatura. Los académicos suecos habían decidido distinguir su formidable talento para la dramaturgia, expuesto en títulos como Extraño interludio y A Electra le sienta bien el luto.
Rubén Darío
Enamorado de Buenos Aires
Al poeta Rubén Darío se lo puede considerar el visitante precursor, puesto que vino a la Argentina en 1893, como cónsul; no de Nicaragua, donde había nacido, sino de Colombia, por su amistad con el entonces presidente de ese país, Rafael Núñez. En esa primera estada, en la que estableció un firme romance con Buenos Aires, se quedó cinco años. Después de vivir en Europa, volvió en 1909 y en 1912.
Darío tenía 26 años cuando vino por primera vez, pero ya era una figura de creciente relieve en las letras hispanoamericanas, con colaboraciones en suplementos culturales de diversas capitales de la región y cuatro poemarios publicados. Entre ellos, Azul, uno de los más célebres, que junto con Prosas profanas (1896) se constituyó en una suerte de texto fundamental del modernismo, corriente de la que su autor fue el máximo exponente.
Los cambios políticos en Colombia lo dejaron sin cargo diplomático. Pero su prestigio le permitió inmediatamente convertirse en periodista de fuste. Integró la redacción del desaparecido diario La Tribuna y fue designado colaborador permanente de La Nacion, que en 1898 lo envió a España para reflejar la situación tras la pérdida de Cuba. En 1900, Mitre también le pidió crónicas sobre la Exposición Universal de París. Sus notas, de gran difusión en toda América latina, fueron reunidas en su libro España contemporánea. Con el cambio de gobierno en Nicaragua, fue designado cónsul en París; en 1909 su rango se elevó al de ministro plenipotenciario.
El 8 de agosto de 1912, año de su última visita, llegó en el vapor Tritón, procedente de Paysandú, última etapa de un recorrido por ciudades uruguayas y de Entre Ríos en las que había dado un ciclo de conferencias. Al desembarcar en la Dársena Sur fue recibido por un grupo de amigos encabezados por el autor teatral Enrique García Velloso. Darío, sin embargo, apuró su partida, dirigiéndose al Royal Hotel, donde siempre se alojaba. Quienes lo frecuentaban por ese tiempo notaron que la exuberante vitalidad del poeta había sido reemplazada por la melancolía y un marcado aumento en su inveterada afición por la bebida, quizá para olvidar amistades de la generación del 80, ya fallecidas, y la desaparición de cenáculos en los que había gozado de la bohemia porteña, como Aue’s Séller, Luzio o La Suiza.
Su última actividad cultural fue la disertación “Bartolomé Mitre y las letras”, que pronunció en el Odeón. Una semana más tarde no pudo cumplir con otro compromiso, en el que iba a referirse a la obra de Lautreamont. Una hora de espera impacientó al público y obligó a que unos amigos fueran a buscarlo al hotel. Al escuchar ruidos raros en su habitación pidieron al conserje que abriera la puerta. La escena los paralizó: el insigne vate mostraba un avanzado estado de ebriedad; la conferencia, por supuesto, terminaría suspendida.
Lawrence Durrell
El Joven poeta inglés
En la década del 60, una novela en cuatro tomos (Justine, Baltasar, Clea y Mountolive) acaparó el interés de los porteños de todo nivel: se los veía leyéndola en el subte, en la playa o en los bancos de las plazas. El Cuarteto de Alejandría llegó a ser un best seller de tal magnitud que dio lugar a un chiste: “Los argentinos van al psicólogo o leen el cuarteto”, sin necesidad de aclarar que era una referencia a la obra de Lawrence Durrell.
Lo que ignoraba la mayoría de estos fanáticos, para los que Durrell (1912-1990) ya había adquirido el carácter de “monstruo sagrado”, era que el escritor había vivido en la Argentina –arribó en noviembre de 1947, a los 35 años– como director del Consejo Británico, en Córdoba, donde también había sido profesor de inglés en la Universidad durante un par de años.
En ese tiempo, aún no era un escritor de fama. Sólo había publicado un par de poemarios (elogiados por T. S. Eliot) y, en 1938, su primera novela, El cuaderno negro, cuyo original le envió a Henry Miller para conocer su opinión. Fue el inicio de una gran amistad con el escritor norteamericano, expuesta en Correspondencia privada, notable intercambio postal entre ambos. Aquí reeditó una obra de teatro, Safo, que dedicó a su amiga cordobesa Fanny Llambí Campbell de Ferreira, en cuya casa llegó a participar de numerosas fiestas.
Admirador de Borges y de Mallea, con quienes habría estado en casa de Victoria Ocampo, el escritor –amante fervoroso de Grecia– recorrió casi toda la Argentina dando conferencias sobre Shakespeare. Cuando estuvo en Tucumán, formuló un curioso juicio: “Se parece a un lugar de la India”.
Inicialmente se estableció en Buenos Aires, donde un diario lo presentó como “un joven poeta inglés” al anunciar la conferencia que dictaría en el Consejo de Mujeres, en Charcas y Libertad. Sus amistades fueron casi exclusivamente miembros de la comunidad británica.
De su paso por Buenos Aires, donde alquiló un departamento en la calle Maipú al 600, cierto escritor vernáculo lo recuerda como un gran bebedor, frecuentador de la Richmond. Una vez lo vio allí y le pareció que iba por su cuarto o quinto whisky. Se le acercó y le preguntó si era el poeta Lawrence Durrell. “No lo soy –fue la respuesta–. Usted se refiere a un borracho que murió en Moscú en pleno ataque de epilepsia.”
Después se sucederían sus múltiples destinos como diplomático. Y un escándalo –por una supuesta relación incestuosa con su hija, que se suicidó– que iba a provocar años de desprestigio en su país y críticas desfavorables a una obra en la que no volvería a figurar un título de la resonancia de El cuarteto de Alejandría.
Witold Gombrowicz
Nostálgico y outsider
Miraba por la ventana, sentado en una silla, mientras fumaba su pipa. Podía estar un par de horas allí, y después se ponía a escribir.”Así lo contó a este redactor, hace años –en la antigua confitería La Perla del Once– Gaspar Wisniecki, que había compartido con su compatriota Witold Gombrowicz el cuarto de una pensión en Venezuela 641. “Sus amigos le decían Witoldo. Cuando se escribía sobre él, luego de haber mencionado su nombre completo, se optaba sólo por WG, al revés de mis iniciales. También al revés, yo no fui famoso”, agregó.
En realidad, Gombrowicz –nacido en 1904 en un hogar artistocrático– fue un famoso más bien tardío. Llegó en barco, en 1939, se quedó debido a la invasión de Polonia, su país, por la Alemania de Hitler, y se fue también en barco, 24 años después. Ninguno de quienes lo frecuentaron aquí –ni siquiera Sabato o Bioy Casares– hubiera podido prever que este polaco inteligente, pese a haber escrito buenas notas para el suplemento cultural de La Nacion (década del 40), iría un día a ganar el Premio Internacional de Literatura y que tres veces sería candidato al Nobel.
Con serias dificultades económicas, jamás rechazaba la invitación de amigos, como Manuel Gálvez y sobre todo del poeta entrerriano Carlos Mastronardi, que hasta tres veces por semana lo invitaba a comer fideos en el restaurante Pipo. En el desaparecido bar Rex, otros integrantes de su círculo íntimo, encabezados por el escritor cubano Virgilio Piñera y con supervisión del propio WG, tradujeron al castellano Ferdydurke, que se había publicado en Varsovia en 1937. La primera edición local del libro, en 1947, pasó casi inadvertida. La segunda, que hizo Sudamericana, alcanzó una enorme difusión y todavía es una especie de novela de culto.
Gombrowicz fue un “adicto” a la Argentina, e intelectualmente una especie de outsider, que rehuía de los cenáculos –prefería jugar al ajedrez en un bar de la avenida Corrientes antes que asistir a cualquier acto cultural– y no dudaba en criticar a figuras prestigiosas, como Victoria Ocampo o Borges. Para aliviar su asma –y ya con algo de solvencia, pues entró a trabajar en un banco polaco–, solía pasar temporadas en Tandil, Córdoba, Santiago del Estero o Entre Ríos, como está narrado en su libro Diario argentino.
En 1963 volvió a Europa y se estableció en una villa alpina con su mujer, Rita. Murió en Niza, en 1969. Pocos años antes, en un reportaje en el que se le había preguntado por su estancia en la Argentina, respondió: “Nunca supe bien el motivo de mi gran atracción por esa, mi otra patria. Pero muchas veces siento una tremenda nostalgia por ella”.
Para saber más:
http://buscabiografías.com
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